Tres viajes del cuento al teatro
Casa de citas/ 143
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Mi admirado Emilio Carballido me dijo hace tiempo, en una entrevista, que “en general, la marca de las buenas novelas es la proximidad que tienen con la sustancia dramática”, su esencial cercanía con la dramaturgia, con el teatro. Capítulos de El idiota, de Dostoievski, por ejemplo, me decía (“la secuencia del tren, las secuencias en casas, la tremenda escena de los billetes en la chimenea”), pueden con facilidad ponerse en escena, casi sin cambios. Con Los hermanos Karamazov, y esto ya no me lo dijo Carballido, pasa lo mismo.
En respuesta a mi pregunta sobre el trabajo que le había costado adaptar su cuento “La caja vacía” para volverlo su obra de teatro Silencio pollos pelones ya les van a echar su máiz, me dijo: “En el caso de Silencio pollos pelones… tomé como modelo el trabajo que Pirandello hizo con Leonora, addio (un cuento de su libro Tercetos) que se convierte en Esta noche improvisamos. Es la solución perfecta y fue lo que hice: aprenderme el esquemita” (Sinapsis número 3, p. 23, “Un joven entrado en años. Entrevista a Emilio Carballido”, enero 1993).
Yo también, creo, me aprendí el esquemita. El primer cuento mío que adapté al teatro fue “Carámbura” (publicado inicialmente en 1990). Uno de los problemas básicos, en este caso, era que la historia ocurre en un mundo donde la realidad y la fantasía están unidas indisolublemente: hay coches y personas, pero las plantas hablan y una ratona es en verdad una niña embrujada. Lo que en el cuento se puede crear fácilmente con palabras, no resulta tan fácil en el escenario. El gran asunto era que mucho de la historia ocurría en un castillo negro. En palabras nada cuesta hablar de un castillo, ponerlo en escena es una inversión monetaria no tan menor.
Aunque se trata de la misma historia, no es lo mismo hablar con un lector que con un espectador, porque no es lo mismo leer que mirar y oír.
La primera diferencia esencial entre el relato y la puesta en escena fue que el invisible narrador del texto, en la puesta en escena tenía materialidad física (y bastante: era yo, excedido de peso). Luego, hubo que verbalizar varias acciones que de suyo resultaban muy caras de realizar en teatro; los traslados en coche, por ejemplo. Aunque para el montaje (que incluía a la Orquesta Sinfónica de Chiapas, cantantes y actores) obtuvimos el apoyo de coinversión del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el dinero no fue suficiente para realizar tanta escenografía, utilería y vestuarios como necesitaba un relato de este corte. Hubo que hacer más con menos, subrayar más que explicitar, esenciar más que acumular.
El paso del relato a la obra de teatro, en el caso de “Carámbura” significó, en términos generales, un proceso de síntesis. El relato era extenso y la obra de teatro nos habíamos propuesto (Jorge Zárate, el director, y yo) no excederla a más de hora y media. Hubo, pues, que quintaesenciarla. La puesta en escena se estrenó en el Teatro de la Ciudad “Emilio Rabasa”, en Tuxtla Gutiérrez, en 2005.
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Lo contrario ocurrió con mi siguiente adaptación. “Carmen y el Cadejo” es un cuento que pertenece a mi libro Garrangazanga (2005). Es un cuento breve, en cuyo centro anecdótico una niña de rancho que ama a su perrito debe enfrentar al Cadejo, monstruo de la leyenda chiapaneca que semeja un enorme perro negro y que es capaz de tragarse una casa de un bocado. Lo hace por amor a su perrito, con los consejos y el apoyo de sus padres.
El cuento arranca con la definición de oscuridad e informa al lector que la negrura de la noche nunca se experimenta en la ciudad, ni siquiera en los pueblos: sólo en mitad del campo. Y allí sitúa el rancho donde viven Carmen y sus papás, en el momento en que se apaga la última brasa del fogón. Eso es oscuridad. Lo demás es ya la historia de la niña valiente y el monstruo temible.
Para el teatro hube de ampliar, hacerle ramas al árbol, meandros al río, y decidí confrontar las visiones del campo y la ciudad. En la primera escena un hombre en la carretera, en su coche, está a punto de atropellar a una vaca. Frena y se baja a discutir, aunque luego eso se vuelve una conversación, con el campesino dueño del animal. Al citadino le parece muy aburrido que alguien pueda vivir en la montaña, en mitad del monte. Al campesino le parece lo más natural del mundo. En la charla, el hombre de campo le empieza a contar al de la ciudad la historia de su sobrina Carmen, y dejamos de verlos y oírlos para entrar en aquel mundo mítico.
Hay momentos en que volvemos a la charla de los hombres en la carretera (donde surgen algunas ramificaciones del relato) y después del definitivo encuentro de Carmen con el Cadejo, el final de la obra es el adiós entre estos dos desconocidos. El campesino se va, la escena se oscurece y el citadino, cuando se sube al coche, oye los muchos ruidos del campo, los aullidos, y siente la oscuridad, de la que huye a mil por hora.
Aquí de nuevo hubo que construir lo que en el papel eran sólo dos palabras: el Cadejo. Aunque yo pensaba al escribirla que la obra debía montarse con muñecos, Carlos Ariosto Alonzo, el director, decidió hacerlo con niños y uno de los mayores (de hecho, un adolescente) se puso el disfraz negrísimo del Cadejo, del que casi sólo se veían, en la oscuridad del teatro, sus amenazantes ojos rojos. El bicho en escena funcionaba bien y la obra, en 2008, fue parte de la Muestra Nacional de Teatro Infantil “Alas y Raíces” en Chihuahua, Chihuahua y fue invitada al 10º Festival Internacional de Teatro en Campeche, Campeche.
3
Lo más reciente que hice fue sobre mi cuento inédito “Vestido de novio”, aunque me parece que aquí el término adaptación es impreciso. Me explico. Desde hace tiempo ha ganado notoriedad el término narraturgia para referirse a los textos que, si bien ya no responden a los postulados clásicos sobre la dramaturgia (lo más obvio es que prescinden de acotaciones o notas para el montaje), buscan que lo dicho pueda ser representable. La dramaturgia es, ahora, cada vez más, una narración representada.
De nuevo mi amigo Jorge Zárate montaba una obra mía, Margaritas a los cerdos, constituida por cuatro cuadros, cuyo único punto de contacto era la frase del título y el hecho de que los personajes protagónicos se sientan “especiales”, fuera de la sociedad homogeneizadora que hace tabla rasa de los seres humanos, sin fijarse en la bondad o la maldad, la sabiduría o la ignorancia: lo mismo el burro que un gran profesor. Ya en medio del montaje, Jorge me dijo que le parecía que la obra quedaría corta (de unos 40 minutos) y que tal vez fuera necesario agregar algún texto más, sobre la misma idea.
Le di a leer directamente de mi computadora el cuento. Le pareció que encajaba a la perfección y no hice otra cosa que repartir los diálogos sin hacer ningún cambio textual, salvo agregar la consabida frase que lo hermanara con los otros. El cuento, pues, tal cual, sin cambios, devino obra de teatro y se presentó en noviembre y diciembre de 2012 en La Puerta Abierta, el único espacio teatral independiente en Chiapas.
Carballido tiene razón, en algo que agregó en su respuesta a mi pregunta. Lo que escribimos quienes somos también dramaturgos tiene implícita una visión dramática. Un cuento puede ser una obra de teatro, una obra de teatro puede ser un cuento. A él le preguntó una vez José Agustín, en televisión, qué opinaba de cierta crítica sobre que sus novelas parecían obras de teatro. La respuesta de Carballido fue: Sí, ¿y qué?
Y su respuesta me sigue pareciendo perfecta.
***
Tenía muchas ganas de leer Poesía en voz alta, de Roni Unger (INBA-UNAM, 2006), porque de este movimiento he leído muchas cosas sueltas y, también, con algunos que saben del tema, he conversado varias veces.
La investigación es puntual y la edición muy cuidada (p. 11): “Poesía en voz alta fue un grupo de teatro vanguardista surgido en México entre 1956 y 1963. Entre sus fundadores estaban el cuentista Juan José Arreola, el poeta Octavio Paz, y los artistas plásticos Juan Soriano y Leonora Carrington”.
En este grupo nació a la dramaturgia la más grande de México: Elena Garro. Una de sus grandes obras breves es “El hogar sólido” que, me llama la atención, comparte la idea con una de las obras surrealistas de Federico García Lorca, presentadas en el primer programa por los de Poesía…, que quizás haya sido el resorte que movió la obra mencionada de Garro (p. 54): “La escena final, ‘El niño y el gato’, narra la eterna historia de la rebelión del hombre frente a la muerte; en este caso, la de un niño. Ambos personajes están muertos, pero ninguno de ellos es consciente de eso”.
El grupo enfrentó ataques, descalificaciones, incomprensión (p. 102): “Largo viaje de una día hacia la noche de O’neill era considerada una obra escabrosa porque contenía la palabra pinche (lo que provocó que los espectadores salieran de la sala en estampida)”.
Mil problemas acabaron con esta iniciativa (p. 175): “Poesía en voz alta presentó ocho programas en un lapso de ocho años, la mitad durante los dos primeros (1956 y 1957) y la otra mitad a intervalos esporádicos hasta 1963”. En uno de ellos, el 31 de julio de 1956, en el segundo programa, hay que anotarlo, se estrenó la única incursión de Paz en la dramaturgia: “La hija de Rappaccini”, basada en el cuento de Nathaniel Hawthorne.
Con todo, no creo que haya otro movimiento que tuviera tantos nombres que después serían referencia obligada en las letras, el teatro, el arte: los ya dichos Paz y Arreola, pero también Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco y Juan García Ponce; Carrington y Juan Soriano; la enorme Garro y varios directores que luego se volvieron escuelas: José Luis Ibáñez, Héctor Mendoza, Juan José Gurrola y Nancy Cárdenas.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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