Las novelas y los crímenes, invenciones inagotables

Casa de citas 144

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Casas de citas/ 144

 1. Páginas de sangre

 

Hay varias ideas interesantes en Liquidación (Punto de lectura, 2005), de Imre Kertész, Premio Nobel de Literatura 2002. Dos botones de muestra: “Quien nace nunca es responsable de haber nacido”, “Creía en la política, y la política lo engañó, como hace con todo el mundo”… Y hay un tercero en el que me detengo: “Los hombres, en general, no solían comprender que es más fácil odiar que amar y que el amor de los perdedores es el odio”. Y el odio hacia la familia, hacia la sociedad, hacia sí mismos es el caldo de cultivo de los asesinos.

Matar es una de las actividades más antiguas del mundo. Existió antes, si le hacemos caso a la Biblia, que la prostitución. La literatura, cuya vertiente es la realidad, la ha hecho suya, también, desde su nacimiento: La Ilíada y La Odisea, de Homero, su cuna, chorrean sangre.

Esquilo (525-455 a. C.), el primero de los trágicos griegos, escribió en el tríptico (Agamenón, Las coéforas, Las euménides), conocido como La Orestiada, una historia brutal de crimen y venganza. La resumo: Agamenón es esposo de Clitemnestra. Tienen tres hijos: Electra, Orestes e Ifigenia. Para que los dioses los ayuden a ganar la guerra contra Troya, Agamenón mata a Ifigenia. Se va a la guerra y de ella vuelve con Casandra.

Su mujer, en su ausencia, se ha vuelto amante de Egisto y entre ambos matan a Agamenón y a Casandra. Para que no asesinen a Orestes, Electra lo hace huir. Vuelve años más tarde y con la ayuda de su hermana mata a Egisto y Clitemnestra, su madre…

Sobre el crimen y su castigo tratan varias de las obras trágicas griegas de Sófocles (Edipo rey, Edipo en Colonos…), de Eurípides (Hipólito, Medea…) y de, siglos más tarde, en Inglaterra, William Shakespeare (Hamlet, Macbeth, Otelo…).

El crimen, pues, ha dado a la literatura materia para muchas obras maestras. Los crímenes, sin embargo, cuando ocurren en la realidad no son plausibles, son sólo nota roja, noticias para impresionar a la sociedad, esa señorita hipócrita que suele, cuando abre las piernas, cerrar los ojos para no ser acusada de pecadora.

 

2. El monstruo y el anormal

 

En el siglo XVII las sociedades estaban sujetas a las decisiones de los reyes. Así, dice Michael Foucault, en Los anormales (Fondo de Cultura Económica, 1999), quien cometía un crimen ofendía, fundamentalmente, al rey. El castigo, por eso, no buscaba hacer justicia, sino tomar venganza. “Era preciso que hubiera una suerte de plus del lado del castigo. Ese plus era el terror” que servía para intimidar cualquier crimen futuro. A un asesino de la época, por ejemplo, le cortaron el brazo en plaza pública, le apalearon, le atenazaron las tetillas y las nalgas, le martirizaron durante 18 días. El asesino rogó que ya le asesinaran. Se encarnizaron después con el cadáver. La descripción es horrible: “Que mire quien pueda mirar”.

Puestas así las cosas, afirma Foucault, el primer monstruo moral no es el criminal, sino quien, despóticamente, “hace valer su violencia, sus caprichos, su sinrazón, como ley general o razón de Estado”. El primer monstruo es el político, el rey: “Todos los monstruos humanos son descendientes del Luis XVI”.

Foucault habla, después, de la mujer de Sélestat, quien, en 1817, mató, descuartizó y cocinó con repollo blanco el muslo de su hija. Era una época de hambruna y uno de los atenuantes de la mujer fue el hambre. No tenía qué comer. En 1825 se conoció el caso del soldado Bertrand: sacaba cadáveres del cementerio de Montparnase, los violaba “y, a continuación, los abría con un cuchillo y colgaba sus entrañas como guirnaldas en las cruces de las tumbas”. Transgresores sexuales y antropófagos cubrieron el siglo XIX, Jack el Destripador incluido.

En el análisis de los casos se hallaba, generalmente, “razones” familiares, pasados traumáticos, es decir, “justificaciones” que explicaban el nexo entre la víctima y el victimario. La primera anormal, por lo gratuito de su crimen, fue Henriette Corner, París, 1826, una sirvienta joven. Con una vida desastrosa pidió cuidar a una niña de 19 meses. La vecina, su madre, se la dio. Henriette la llevó a su cuarto donde tenía preparado el cuchillo con el que le cortó por completo el cuello. Cuando su madre la buscó (todo el tiempo la sirvienta estuvo con el cadáver al lado) la asesina tomó la cabeza y la arrojó por la ventana. Cuando le preguntaron por qué lo había hecho respondió: “Fue una idea”. Y, dice Foucault, “no se le pudo sacar nada más”.

 

3. De las razones del criminal al criminal sin razones

Sintetizo. Raskólnikov, protagonista de Crimen y castigo, de Fedor Dostoievski, elabora una teoría, en el laberinto de sus pensamientos, para justificar los hachazos que da a una vieja prestamista. Él está por encima del bien y el mal. La vieja hacía daño, él ayudó a la sociedad.

En El extranjero, Albert Camus nos presenta a un hombre, con problemas familiares y amorosos, que asesina a balazos a un hombre que no conoce, un árabe, en la playa. ¿La razón?: Hacía calor. (Qué bueno que no vino a Tuxtla Gutiérrez en abril.) Sabe que lo van a matar y espera “que el día de mi ejecución haya muchos espectadores y que me reciban con gritos de odio”.

En A sangre fría, Perry Smith, asesino gratuito, cuenta sobre los sin porqués de sus asesinatos, a través del bisturí finísimo del genial Truman Capote. Este libro fue el inicio de lo que el propio Capote llamó la novela de no ficción, la unión de la literatura con el periodismo. Perry y su compinche Dick Hickok, no eran, así, una invención, sino asesinos reales, seres humanos complejos (con, por supuesto, problemas familiares), que mataron sin piedad a la familia Cuttler, en Kansas, en 1959. Un hecho verificable.

A Raimond Carver, por último, se le considera el padre, en literatura, del asesino sin razones. Inventó al tipo que tiene un buen matrimonio, es buen padre, tiene varios amigos, es bastante sociable y en un día de excursión, en un ligue fallido, intenta violar y mata a una mujer. Sigue su vida sin remordimientos. Una gran adaptación de sus cuentos, por cierto, hizo Robert Altman en la película Short Cuts, que en español rebautizaron como Historias cruzadas. Allí está, también, bien resuelta, la famosa historia.

 

4. Dioses de la agonía

 

Con muchas cosas en el tintero (Goyo Cárdenas en la realidad, Lester Ballard en la novela Hijo de Dios de McCarthy y un extenso etcétera real y literario) trato de condensar algunas ideas.

Farabeuf, de Salvador Elizondo, nos informa de algo que a veces olvidamos: “El acto de morir es un acto que dura un instante”. Un asesino busca adelantar ese instante, pues debe saber, como sabemos todos que, sin necesidad de que alguien nos mate, moriremos. No hay opciones. Hay, creo, una enferma idea religiosa en el acto de matar: creerse uno de los tantos dioses que las religiones han inventado.

R. A., personaje de mi novela inédita En memoria de las que hemos sido desdichadas, piensa sobre el asesino serial que la persigue (qué bonita es la autocita, cuando Dios nos la concede): “Cuánto vale para él ese instante que no es suyo, sino mío. La agonía es intransferible, algo personalísimo. Qué riqueza espera obtener con mi desaparición. Matar a otro para ser feliz. Qué cosa. Lo mejor, claro, sería ignorar que existo y hacer lo suyo, lo que esto sea, y hallar su propia realización en su personal estupidez o inteligencia, en su mediocre alegría o desdicha, en su propia miseria íntima”.

Si entendiéramos eso, creo, no habría asesinos seriales, por lo menos. Pero no. Hay que mostrar a la sociedad (la sociedad es la enferma, dicen los criminólogos), matando, el descontento, la rabia, la mala suerte, la falta de amor, la ausencia de un futuro feliz. Un capturado asesino de homosexuales en México dijo, para justificar sus crímenes, que lo suyo era hacerle un bien a la sociedad. La célebre Juana Barraza, la Mataviejitas, propuso esta frase inquietante: “La autoridad no entiende que a veces uno tiene ganas de matar”. Varios crímenes de novela parecen reales, estas declaraciones reales parecen de novela.

Crímenes y novelas se seguirán inventando, qué remedio. No hay punto final, salvo que de veras llegue el holocausto.

 

***

 

Por un trabajo que hago, reviso la antología Cuentos de terror (Editorial Andrés Bello, 1994) que reúne a maestros del género: Lovecraft, Mérimée, Stevenson, Stoker, entre otros. Hay en el volumen, incluso, cuentistas que no sólo tañeron esa nota, pero que al hacerla lograron resonancia; es el caso de Guy de Maupassant, cuya historia pese a ser trágica hace sonreír con su final: un hombre pierde a su amante y quiere matarse, morir con ella; en su angustia, en su dolor, va hasta la tumba de su amada y con las argucias necesarias se esconde del panteonero y pretende pasar la noche dormido sobre el lugar sagrado donde reposa para siempre el amor de su vida; en la noche descubre que los muertos salen de sus tumbas y con piedras y carbones rescriben y contradicen lo que sus familiares escribieron como su epitafio; al ver que los descarnados concentradamente se dedican a eso, busca la tumba de su amada y donde decía “Amó, fue amada y murió”, ella ha escrito (p. 174): “Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió”.

Sin embargo, el cuento que me dejó impactado es uno, anónimo, que se presenta como parte de la tradición inglesa y se titula “Sawney Bean y su familia”. El terror, el horror de esta historia no es sobrenatural como las demás del volumen, sino, al contrario, se centra en el espanto que nos descubre la maldad humana.

Sawney Bean, dice el relato (p. 175), “nació en el condado de Easth Lothian, a unos trece kilómetros de la ciudad de Edimburgo, durante el reinado de Jaime I de Escocia” y abandonó casa de sus padres y trabajo “llevándose con él a una mujer de inclinaciones tan perversas como las suyas”.

Se metieron a una cueva y allí vivieron 25 años “sin ir a ninguna ciudad, pueblo ni aldea”. Sólo salían para robar y matar, y (p. 176) “después de haber asesinado a un hombre, una mujer o un niño, transportaban el cadáver a su madriguera, y allí lo descuartizaban y después se lo comían”.

Aunque el número de asesinatos que cometieron no pudo saberse con exactitud, se calculó que (p. 178) “habían lavado sus manos con la sangre de un millar de hombres, mujeres y niños, como mínimo”.

Por un sobreviviente pudieron capturarlos (p. 180): “Piernas, brazos, manos y pies de hombres, mujeres y niños colgaban en ristras, puestos a secar; había muchos miembros en escabeche”. La familia “se componía de él mismo, su esposa, ocho hijos, seis hijas y, como frutos incestuosos, dieciocho nietos y catorce nietas”.

Los hombres, como castigo, fueron descuartizados; las mujeres, quemadas en hogueras.

Contactos: hectorcortesm@hotmail.com

Un comentario en “Las novelas y los crímenes, invenciones inagotables”

  1. baltazar zanabria
    26 noviembre, 2013 at 10:52 #

    Excelente artículo Sr. Cortez, aunque olvido a mi favorito. «El tonel de amontillado», del genial Edgar Allan Poe, donde la venganza tiene un leit motiv y es planeado con macabra crueldad y es de los asesinatos mas espantosos que el ser humano haya podido imaginar. Enhorabuena por el blog. sigan asi.

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