Definición de almohada

El diccionario dice que almohada es “un saco de tela, generalmente rectangular, relleno de un material blando, como espuma o plumas, que sirve para apoyar la cabeza cuando se está tumbado en la cama”.

La almohada, en realidad, es un chunche que viene de los tiempos en que “de piedra era la cama, de piedra la cabecera”. Era tan difícil dormir sobre dichas superficies rocosas, que a un sobrino de Cuco Sánchez se le ocurrió inventar la almohada. Arnoldo Sánchez, sobrino del famoso cantante, hizo un saco con cuero de cerdo y lo rellenó con piedras del río, de esas piedras bolas, tan bonitas, con las que los niños juegan a hacer “patitos” en la superficie del agua. Con ello logró que los durmientes aligeraran sus sueños. Cuentan que Gabriel García Márquez fue uno de los primeros que compró tal chunche y con ello logró la inspiración para escribir “Cien años de Soledad”; dicen que en cuanto puso la cabeza sobre la almohada soñó “un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

Si el lector lo advierte, la palabra almohada parece una palabra compuesta. Es una conjunción entre la palabra alma y la palabra hada. Mi tía Epigmenia contaba que hace muchos años vivieron en Comitán dos hermanas, una se llamaba Alma y la otra Hada, a quienes por sobrenombre les pusieron “Las almohadas”. En realidad, Alma y Hada eran medio hermanas, porque eran hijas de misma madre, pero de diferente padre. Alma se apellidaba Naque, porque su papá fue don Alfonso Naque Quiroz, un comerciante peruano que llegó a Comitán en tiempo de la Revuelta Mapachista; Hada se apellidaba Madrina, porque su papá fue don Hermisendo Madrina Reina, quien trabajó como chofer en el primer autobús urbano que hubo en Comitán y que la gente llamó “Tostonero”, porque el costo del viaje era de cincuenta centavos, ¡un tostón! El apodo inicial de “Las almohadas” derivó en “Las colchones”, porque apenas Hada cumplió los dieciocho años siguió el ejemplo de su hermana a quien le gustaba darle gusto a su cuerpecito con cuanto viajero llegaba al pueblo. Los comitecos dijeron que ese regusto les venía de sangre, ya que sus papás habían sido dos personas venidas de otras regiones. Cuentan que la petición de más de diez comitecos, en edad de merecer, era que el Hada Madrina les cumpliese un deseo. Pero ella sólo se daba a los extraños. Un día, Alma (a la usanza comiteca) preparó su “maletía” y se “juyó” con un señor de treinta y dos años que se dedicaba a vender jabones que evitaban la calvicie. Al otro día, el titular de los periódicos fue: “Comitán se quedó sin alma”. Cuando don Jacinto leyó el titular dicen que dijo: “Se los dije, cabrones, todo por la disipación que existe en la sociedad”.

Mi tío Leocadio, después de trabajar como despachador en una gasolinera y de velador en una refaccionaria de don Enrique, abrió un negocio de venta de almohadas especiales. Para escritores las rellenó con nubes; para las muchachas bonitas las rellenó con lunas; y usó piedras puntiagudas para las almohadas especiales de masoquistas. De más está decir que su negocio fue un fracaso. Una tarde que lo encontré sentado en una banca del parque me dijo que sólo una vez vendió una, una almohada rellena de nubes. Un joven, de ojos azules y barba corta perfectamente recortada, entró y tocó la campanilla que siempre permanecía en el mostrador. El tío sacó la cabeza por en medio de una cortina de popotes y le preguntó en qué podía servirle. Él pidió una almohada para tener sueños plácidos. A mi tío no se le ocurrió más que ofrecerle una llena de nubes. La colocó sobre el mostrador. El joven de los ojos azules colocó la palma de su mano derecha sobre la almohada y la bajó varias veces para probar su suavidad. Un poco de agua mojó el mostrador. Ante la pregunta, el tío explicó que, a veces, algunas nubes se cargaban de más y llovían tantito. El joven sonrió. Dijo que eso era lo que buscaba. Sacó su billetera y pagó.

Una semana después, el tío oyó la campanilla, se asomó y vio a una mujer vestida de negro. Ella preguntó si ahí vendían las almohadas con nubes y mostró una funda húmeda, sin relleno. Entonces el tío, intuyendo algo malo, dijo que no, que tenía más de un año que había cerrado, que ahora vendía paletas de chimbo y mostró la paleta que chupaba en ese momento y le ofreció si deseaba comprar alguna. La señora levantó la mano en señal de rechazo y preguntó si él sabía dónde podía encontrar el local que vendía almohadas con nubes. No, dijo el tío y volvió a chupar la paleta. Lo hizo con fruición, para disimular un ligero temblor que asomó en su cara. La mujer salió sin despedirse. Cuando le pregunté a mi tío qué había intuido, se paró de la banca y me dio la mano. Cuando ya había dado dos o tres pasos con rumbo a las gradas del parque, se volvió y en voz baja, dijo: “¿alguna vez has visto la cara de un ahogado?”.

A mí me gustaría tener una almohada llena de hojas de menta, que contravenga con la norma y que, sólo para cambiar, tenga forma hexagonal; una almohada que contenga una campana de agua y un río para lavar las pesadillas de cristal.

 

 

 

 

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