Vivir sin caminar
Me rompí la columna vertebral en un accidente automovilístico, el 16 de abril de 1985, hace 25 años y cuatro días. Desde entonces no he podido caminar, ni he sentido en mi cuerpo el torrente fresco de los ríos ni el oleaje agitado del mar. Me desplazo en una silla de ruedas con el motor de mis brazos y me divierto dándole vueltas al Parque México. Acelero al máximo para que mis piernas espásticas vibren, ardan, hormigueen, se fatiguen, se relajen, como si me sostuvieran de pie y me transportaran. He aprendido a esquivar la caca de los perros, aunque no las bolitas de los más pequeños, agazapadas bajo las hojas resecas que suelen caer en el sendero. Cuando me falla el cálculo, las plastas de mierda, adheridas a las ruedas de caucho de mi silla, a las yemas de mis dedos y a los guantes de levantador de pesas que uso para no ampollarme las manos, laceran mi dignidad como una daga. A veces, me ha dolido el corazón, como si le arrancasen un gajo, pero no me detengo: sé que me blindan ante cualquier amenaza la emoción de recorrer a toda velocidad (una, dos, tres, cuatro, cinco veces), el perímetro del mítico Parque México y los efectos bienhechores, en cada partícula de mi cuerpo, de la fricción de los neumáticos sobre el pavimento corrugado, del olor a miel de abeja de las jacarandas y del rítmico contoneo de las mujeres hermosas que pasean a sus perros.
Escribir también es algo que me pone contento, superlativamente contento. Una forma muy intensa de gozar la vida es escudriñar en los entretelones de los recuerdos, volar con las vigorosas alas de la imaginación, crear situaciones fantásticas, vaciar todo en el crisol de la computadora o de la libreta, para sumergirse en el apasionante proceso de revivir, moldear y pulir los archivos infinitos de la mente.
Pero el proceso de la escritura no puede realizarse sin leer. Para escribir hay que leer. Escribir y leer; leer y escribir, constituyen el círculo virtuoso del conocimiento, el método por excelencia del conocimiento. Para aspirar a entender el sentido de las cosas, hay que comenzar por leer. Y para lograrlo, es menester vaciar las ideas en la hoja blanca de papel.
El 16 de abril de 1985, yo todavía no cumplía 35 años de haber nacido. Mi mujer había vivido 28. René, nuestro primogénito, estaba a dos meses dos días de los once. Saúl, el inquieto benjamín, recién había completado cinco. El dolor de mi espalda era profundo, envolvente, agudo, insoportable, como si un racimo de espinas gigantescas taladrara mi columna vertebral a todo lo largo. Mis piernas, pesadas como troncos, yacían inmóviles sobre un colchón de ramas, piedras y hojarasca. Eran las ocho de la noche. Una procesión de estrellas fugaces rompió la oscuridad del cielo. Oí el ronroneo del motor de la vieja pick up despatarrada junto a mí, con las llantas hacia arriba, girando en la penumbra del vacío, y los gritos plañideros de los dos agrónomos que se accidentaron conmigo, pero me concentré en el debate del tumulto de ranas que celebraban una asamblea en la cañada pantanosa, circundante al terraplén del barranco en el que habíamos caído, al perder el control de la camioneta. El sistemático croar de las ranas se intercalaba con los coros de los grillos y los chillidos de las lechuzas.
Las piernas me hormigueaban. Traté de encogerlas para levantarme. No se movieron ni un milímetro. Ni siquiera un pie, ni un dedo. Apreté los puños sobre mi pecho pegajoso de sudor y me dolió hasta la nuca. Pensé en mi mujer, tan bella y tan joven. En mis hijos, sangre y nervios de mi carne, creaturas de mis sentimientos límpidos. ¿Qué será de ellos? ¿Cómo podrían digerir la noticia, si me creen un súper hombre? ¡Vencedor de mil batallas! ¡Aventurero airoso de la selva, del mar y la sierra! ¡Un as del volante! No puedo fallarles. Tengo que caminar. Saldré de esta bronca, como he salido de tantas otras: a fuerza de coraje y de tenaz voluntad. Volveré a caminar. Todavía debo trepar muchas montañas escarpadas; todavía he de cruzar nadando caudalosos ríos y he de vencer las encrespadas olas del mar, moviéndome como un delfín, igual que cuando fui un chamaco travieso, allá en la desembocadura del Río Suchiate, en la frontera de México con Guatemala. Seguiré jugando futbol con mis hijos, cargándolos en mis hombros. Pasearé con mi mujer por las calles, como lo hemos hecho tantas veces, apretujándonos los huesitos del hombro, las manos, las caderas.
¡Tengo tanto por hacer! Más agroindustrias para los campesinos pobres. Agregarle más y más valor a las materias primas. Y mucha capacitación técnica. Organizar para producir. Formular proyectos sustentables. Adquirir tecnologías y mercados. Conseguir financiamiento a tasas blandas. Ejecutar los proyectos. Poner en marcha los beneficios de miel y de café en la Sierra, la descafeínadora y las fábricas de muebles en la Selva, las fábricas de quesos finos y las extractoras de aceite de palma africana y soya en la Costa, los invernaderos y las procesadoras de frutas en Los Altos. Operar con utilidades. Vivir sin hambre, con dignidad.
“Usted no caminará nunca más. La ciencia todavía no tiene una respuesta para su problema. Ya no malgaste su tiempo ni los recursos del ISSSTE. Aprenda a vivir sin caminar. Dedique sus esfuerzos a conservarse sano. Desarrolle la fuerza de los brazos y las cosas del cerebro. No es tan difícil. Tiene usted una linda mujer y dos hermosos hijos. Ellos madurarán muy pronto y lo jalarán hacia delante. No se quede atrás. No se convierta en una carga pesada para la gente que lo quiere. Lo necesitan, pero ágil y ligero. Es usted un hombre afortunado. Con el paso del tiempo hasta me dará la razón. Ya lo verá”, me dijo mi neuróloga, con aquel timbre claro y preciso de su dulce voz. Y mientras hablaba, nunca parpadearon sus ojazos verdes, ni temblaron sus labios carnositos. No se conmovió, pues, ni en lo más mínimo, ante los relampagazos temibles de mi mirada y el engrudo espumoso que me brotaba de los labios resecos y agrietados. Me quemaba las entrañas el deseo rabioso de saltar sobre la piel aceitunada de aquella terrible mujer, bella como las potrancas de los moros pero carente de alma y el sentido del comedimiento.
Un mes tumbado sobre un colchón de agua, en el hospital 20 de Noviembre del ISSSTE, convaleciendo de la laminectomía descompresiva a mi médula espinal, casi íntegra pero rugosa e inútil entre las vértebras tres, cuatro y cinco dorsales. Mi mujer me leía los periódicos, me movía los pies, me masajeaba los muslos, ayudaba a las enfermeras a bañarme, a mantenerme con la vejiga y los intestinos vacíos, me rasuraba, me peinaba, me besaba; lloraba en mi pecho cuando me quedaba callado y triste, sonreía cuando le pellizcaba la cinturita o le mordisqueaba atrás de las orejas.
Y allí tumbado leí muchos libros. Leí y conversé con la legión de amigos que día tras día me visitó. Arrullé la cabellera canosa de mi madre. Enjugué sus lágrimas. Le dije palabras alentadoras, embadurnadas del optimismo que me trasfundían las proezas de los personajes de los libros. La fuerza arrolladora de la lectura me transportó a universos lejanos, fantásticos, trascendentes.
-¿Por qué lee usted tantos libros? ¿No se cansa de leer? ¿Cuántos libros ha leído en estos días? ¡No había yo conocido a nadie que leyera tantos libros; uno tras otro!, dijo mi enfermera nocturna, en la madrugada, cerca del amanecer.
-Leo para aprovechar el tiempo, para aprender cosas… Y para que no me duela la espalda. Un buen libro es mejor que el diazepan, le dije.
Pensé: ¡Qué bálsamo tan poderoso son las historias bien contadas de los libros! Derrumban las bardas y las rejas de la cárcel para dar libertad al prisionero. Mitigan el dolor de los enfermos. Nutren la esperanza. Dan luz al entendimiento y razón de ser a la vida.
Me dieron de alta y me mandaron por cuatro meses a rehabilitación. Un lugar dantesco, donde abundaban las filas de camillas cargadas de enfermos atados a las tripas de plástico que les penetraban las uretras; bolsas llenas de meados espesos y amarillos; llagas fétidas carcomiendo la carne y los huesos; colchones tirados en el piso; paralelas de tubos y mesas hechizas de balancín; camilleros y fisioterapeutas asediando con sus miradas lascivas a las hermanas y las esposas bonitas de los paralíticos. Fritangas, gemidos, gritos, chismes, nostalgia, ansias de morir.
Ningún conocimiento obtuvimos de ese lugar, ni siquiera una buena técnica para moverme en la silla de ruedas, subir y bajar banquetas y escalones, bañarme, vaciar el intestino y la vejiga. Todo lo tuvimos que aprender por nuestra cuenta, ya de regreso en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, que es donde entonces vivíamos.
En noviembre, siete meses después del accidente, regresé a mi oficina. No caminando con muletas o con bastón, como había soñado que sucedería, sino en la silla de ruedas que tanto me había resistido a usar. Aunque el personal del Programa de Desarrollo Agroindustrial a mi cargo me recibió con cierta naturalidad (¡Bravo, bravo, otra vez tenemos jefe!), yo no me sentía seguro. Divagaba un poco en los asuntos del trabajo, no era firme a la hora de tomar decisiones. Mi mente no cejaba en la terquedad de volver a caminar. Caminar para trabajar. Caminar para sonreír. Caminar para ir de un lado a otro. Caminar para sentir y desarrollar mis aptitudes. Todas las cosas de la vida sucederían a partir de que volviera a caminar.
Leí muchos artículos sobre el tema y varias biografías de Franklin Delano Roosvelt, el único presidente de los Estados Unidos que despachó sentado en su silla de ruedas, durante más de tres períodos, de 1933 a 1945. Sacó a su país de la gran recesión económica y lo proyectó para que se convirtiera en el imperio que hoy conocemos. Murió al iniciar su cuarto mandato, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, después de autorizar la construcción de la bomba atómica. También leí todo lo que cayó en mis manos sobre la vida del gran físico teórico Stephen Hawking. Paralizado de los pies a la cabeza descubrió los agujeros negros y escribió la “Breve historia del Tiempo”, famosa obra de divulgación científica de la que se han vendido millones de ejemplares, en más de treinta idiomas.
Trabajaba, leía y me ejercitaba mucho. La divisa que me motivaba era muy simple: a más ejercicio menos tiempo para volver a caminar. Enfundado en un aparato de hierro y cuero que me permitía ponerme de pie, y con un par de buenas muletas, le daba dos vueltas a la manzana de nuestro domicilio, y me quedaba parado tres horas, apuntalado en el barandal del jardín, bajo la sombra de unos almendros. Todas las noches, mi mujer y mis hijos me masajeaban y cepillaban las piernas, me remolineaban los pies, y me hacían pruebas de sensibilidad con un cepillo de cerda fina y un peine de madera. Consulté a neurólogos, neurocirujanos, ortopedistas, traumatólogos, urólogos, fisioterapeutas y nefrólogos. Acudí a uno que otro brujo, a hierberos, hueseros y sátrapas de la medicina. Bebí manantiales de brebajes horribles y me sometieron a dos experimentos: un trasplante de epiplón a la médula espinal y marcapasos en algunas ramificaciones nerviosas que “conectan a la médula con el cerebro”. Y nada. Mis piernas continuaban insensibles y quietas.
Pero, a la par con esta especie de locura, mi esposa, mis hijos y yo, nos habíamos unido como un todo indisoluble. Nada nos arredraba. Éramos un clan indestructible. Decidimos esperar a que la ciencia resolviera el enigma de la regeneración y reconexión de las neuronas y nos concentramos en las metas posibles: sosegarnos, darle un nuevo rumbo a nuestra vida familiar, construir nuestra casa, sacar dieses en la escuela, ser productivos en todo lo que hiciéramos.
Mi mujer renunció a su trabajo de secretaria para dedicar todo su tiempo a cuidar a su marido y a sus hijos. Se metió al gimnasio para ponerse ágil y fuerte, y se dedicó a leer para revisar tareas y disipar las dudas de nuestros muchachos. Entretanto, yo avanzaba en el laberinto de la burocracia: ¡era el único proveedor y tenía que partirme el cuajo! Después de ser promotor de agroindustrias, fui director de intercambio cultural del Instituto Chiapaneco de Cultura. Allí descubrí que era capaz de trabajar muchísimo, de innovar procedimientos y de aportar ideas para fundir la riqueza cultural de mi tierra con la del resto del país, Centroamérica y muchos lugares remotos del mundo. También supe que la energía y la creatividad del ser humano no tiene límites: puedes combinar las jornadas intensas del trabajo con la lectura y la escritura. Puedes ir y venir por todos los ámbitos, sin caminar. Comencé a publicar un artículo semanal en revistas y periódicos, y me publicaron mi primer libro, uno de poemas que escribí cuando estuve preso por haberme rebelado en contra de los gobiernos autoritarios de los años sesentas y setentas del siglo pasado.
Mi familia y yo nos convencimos de que la diferencia entre los seres humanos la hace el conocimiento, no el dinero ni el color de la piel. Para ser mejores hay que aprender mucho. Lo verdaderamente importante de la vida es saber más, cada día más. “Vamos a adueñarnos del conocimiento”, nos propusimos.
Y así, transitando por ese camino, mi hijo René terminó un doctorado y un postdoctorado en física, en la Universidad de Vanderbilt. Ahora es profesor de la Universidad de Carolina del Norte, en los Estados Unidos, allí donde le enseñaron a Jordan a jugar basquetbol. Estudia lo muy pequeño, las partículas de materiales cuya dimensión se mide en nanómetros, es decir, en milmillonésimas de centímetro. Da clases a estudiantes de maestría y dirige seis proyectos de doctorado. Mi hijo y sus estudiantes están inmersos en la búsqueda de los materiales que hagan viable el uso masivo de las energías alternativas. El vuelo de su mente los ha llevado al futuro, al mundo que seremos cuando se acaben el carbón y el petróleo.
Saúl es doctor en derecho por la Universidad Autónoma de Madrid, con la calificación de sobresaliente Cum Laude. Se ha especializado en el conocimiento del poder de los medios de comunicación, en el entramado constitucional que garantiza el equilibrio de su influencia en una sociedad democrática, impidiendo los monopolios y promoviendo la multiplicación de las empresas mediáticas. Es profesor de tiempo completo del ITAM, colabora en la revista Nexos y en programas de radio y televisión.
Raquel, mi mujer, ha leído montañas de novelas, cuentos, artículos, ensayos y recetas de cocina. Es aficionada al cine y a los buenos programas de la televisión. No escribe porque está convencida de que a este país le faltan lectores y le sobran escritores. Sigue yendo al gimnasio, dos horas diarias, de lunes a sábado. Está fortísima, buenísima… Y es discutidora y crítica de todos los sucesos que afectan la marcha del país. Pero jamás esgrime un argumento que no esté debidamente soportado en el saber de los especialistas, o en el propósito de una broma chispeante y aguda.
Yo no me he quedado muy atrás: fui delegado de la Conasupo en Chiapas, por más de ocho años, director operativo del Instituto Nacional Indigenista y gerente de desarrollo social de PEMEX. Escribí y me publicaron un libro de memorias, “Guerras secretas”, del que se han agotado dos ediciones. Tengo en la editorial mi primera novela: La casa de bambú, y voy a la mitad de la segunda, a la que titulé “El jubilado”.
También escribí discursos para mi amigo Juan José Suárez Coppel, director general de PEMEX, y colaboro en Cazaestrategias, un grupo pequeño de consultores de altos vuelos, que contribuyen, con su talento y experiencia, a mejorar el desempeño de instituciones y empresas.
Han pasado 25 años y cuatro días desde aquel caluroso 16 de abril de 1985. En mi silla de ruedas he recorrido veredas y montañas, avenidas anchas y jardines bellísimos. He navegado por los mares y he volado por encima de las nubes y las cordilleras, de una región a otra, de país en país. En la competencia profesional, además de demostrar ampliamente mis aptitudes, he vencido resistencias y prejuicios, y he dejado un largo rastro de rampas y baños acondicionados. Y cuando ha sido menester, trepado en mi silla de ruedas imbatible, he raspado espinillas y he magullado empeines, para que me abrieran paso los indolentes y los remilgosos.
Es hora, entonces, de darle la razón a la bella neuróloga de los grandes ojos verdes y labios carnositos. Mi mujer y mis hijos maduraron pronto, sacan dieses en todo lo que hacen y me conminan, con su amoroso ejemplo, a no darme tiempo ni espacio para lamentos y lloriqueos.
Yo no camino, mis piernas permanecen insensibles y espásticas, a la espera de que la ciencia despeje de una vez por todas la incógnita del modo de ser de las neuronas, igual que cuando quise saltar sobre la piel aceitunada de aquella inolvidable mujer. Pero tengo los brazos, el corazón y el cerebro vigorosos. Leo y escribo. Comprendo más rápido el sentido de las cosas. No soy una carga pesada, ni me he quedado atrás. Más bien, soy ágil y ligero. A veces, incluso, he logrado avanzar a la vanguardia. Aprendí a ser productivo, sin caminar.
¡Gracias, doctora, dondequiera que te encuentres!
¡Muchas gracias!
*Texto leído en Morelia Michoacán, el 20 de abril de 2010, en el 1er. Congreso Estatal, la inserción laboral de personas con discapacidad, un trabajo para todos, organizado por la Coparmex y el Consejo Consultivo para el Desarrollo Económico de Michoacán.
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