Manual para (no) pagar impuestos
La tribu fiscalista
Entro a un pomposo restaurante de Polanco. Uno de esos lugares donde lo menos relevante es la sazón de los platillos. Antes está una decoración pretenciosa, un trato barroco del personal, una enciclopédica carta de vinos, un menú fanfarrón con vocablos en francés e italiano… Un aparador, pues, de la fastuosidad. El mesero me dirige a un privado. Ese fue el acuerdo con la persona que iba a entrevistar: reunirnos en el lugar que él eligiese, donde pudiéramos explayarnos sin temor a que alguien nos escuchara.
Después de unos minutos de retraso, se presenta el abogado con su uniforme de trabajo: traje de las mejores marcas, brillantes mancuernillas, fina corbata, cinturón y un par de zapatos que ostentosamente lucen sus marcas, así como una pluma y reloj cuya función principal no es dar la hora ni ayudar a escribir. Sonriente, se sienta, me saluda de manera amigable, pero sin dejar de recordar un punto clave del trato —y que se tendría que pactar con el resto de los entrevistados1—: “te platico este rollo, pero ni mi nombre ni el de mi despacho pueden publicarse”. La conversación, a partir de ahí, gira alrededor de cuestiones mundanas, triviales… indispensables para crear una atmósfera de confianza. Al concluir los alimentos, sin embargo, y pasar a la sobremesa, inicia un viaje alucinante por los entresijos del sistema fiscal mexicano: corrupción, poder político, tráfico de influencias, complejas estrategias contables, osadas batallas litigiosas. Fue la primera de varias pláticas, gracias al afán de este abogado por contar sus aventuras, de recibir su merecidoreconocimiento por su genialidad.
Justo este es el punto de partida para entender la falta de pago de impuestos en nuestro país. Detrás de esa casaca de frivolidad de estos personajes, que también te pueden citar en un lujoso mezzanine de Santa Fe o en un esnob café de San Ángel y que a la menor oportunidad te presumen sus conquistas amorosas y caprichos consumistas, existe una elite de abogados y contadores altamente especializada. Los cuales cuentan con una enorme inteligencia, disciplina e imaginación para diseccionar las más complejas piezas del andamiaje fiscal. En sus despachos, como parte de su rutina, estudian las nuevas figuras fiscales del país y del resto del mundo; organizan seminarios de actualización de los últimos criterios administrativos y judiciales; discuten a partir de visiones multidisciplinarias el diseño de los esquemas fiscales más sofisticados e, inclusive, registran el desempeño de jueces y funcionarios administrativos con el propósito de detectar los puntos débiles de la cadena cobro, auditoría y litigio… ¡El moneyball del deporte fiscal! Se trata de un puñado de abogados y contadores con una amplísima batería de habilidades. Es la tribu fiscalista: los encargados de dirigir la industria del no pago de impuestos. Un enemigo no menor para la autoridad.
En este contexto, las estrategias para no pagar impuestos son vastas. Algunas se ubican en el legítimo propósito de pelear por reducir la carga fiscal. Esto es, planeación a partir de las reglas del juego existentes, litigios en contra de impuestos mal diseñados o de actos de autoridad arbitrarios y demás tácticas que se dan en cualquier ámbito regulado por el derecho. Pero, por supuesto, éstas no son las únicas. Lo que hay que entender, apunta otro abogado, es que en el mundo fiscal el derecho es una barra de plastilina que uno moldea conforme a sus intereses. “La primera opción siempre es una buena planeación o, en su caso, una estrategia de litigio cabrona. Eso es legal. Si eso no aguada (sic) la plastilina, entonces hacemos uso de nuestras relaciones con burócratas, legisladores y gobernadores. Nunca está de más. Pero si aún después de eso la plastilina sigue dura, entonces siempre está el último recurso: repartir lana”. Lo que hay que entender, subraya, es que la plastilina es maleable dependiendo de su temperatura, entonces lo que les corresponde a ellos es calentarla en función de la necesidad de sus clientes.
Pero nunca hay que excederse y derretir por entero la plastilina. En efecto, en no pocas ocasiones estos despachos —sea por una legislación defectuosa, ineptitud de la autoridad fiscalizadora o por corrupción— tienen la oportunidad de exprimir hasta la última gota de un asunto y librar enteramente el pago de un impuesto o el escrutinio de una auditoría. “Pero eso al mediano y largo plazos chinga el negocio… hay que dejar que algo gane la casa, el fisco”. Justo, en los últimos años, éste ha sido un punto de escisión de la tribu fiscalista. Ciertos despachos no aguantaron la comezón y decidieron ir por todo. Diseñar esquemas más agresivos, incursionar en terrenos antes vedados, no ceder un ápice ante el fisco. Otros, por su parte, se han mantenido en una línea tradicional. En buena medida porque son parte de firmas transnacionales cuyos servicios están dictados desde corporativos en Nueva York o Londres, pero también porque consideran que el riesgo es demasiado elevado.
No deja de ser simpático, sin embargo, que esta diferencia entre la osadía de los fiscalistas sea el asidero para una lectura moral bastante peculiar: “Hay límites —sentencia un contador cuyo peinado se mantiene pétreo gracias a una buena dosis de gel—. Nosotros, en ocasiones, sí torcemos la ley. Pero lo que esos cabrones hacen es demasiado. Se pasan”.
El tamaño del boquete
La falta de pago de impuestos es inherente a cualquier sistema fiscal. No hay Estado que no tenga el reto constante de imaginar nuevas soluciones para atajar las tácticas que buscan esquivar esta obligación. Se trata de una batalla perenne, cuya lógica consiste en que las autoridades tapen (o eviten que se abran) los orificios por donde se cuelan los contribuyentes para no cumplir. Objetivo que, por supuesto, exige cubrir diversos frentes. Legislaciones bien diseñadas, sólidas respuestas judiciales, sistemas de auditoría eficientes, esquemas creativos anticorrupción y un largo etcétera.
México, en este sentido, no es la excepción. Existen miles de contribuyentes que no pagan impuestos. O, en su caso, que no pagan lo que están obligados a pagar. Sea porque quiebran las reglas fiscales o porque aprovechan sus resquicios. Lo primero, en la jerga especializada, se conoce como evasión; lo segundo, como elusión. Son dos tácticas distintas, con consecuencias jurídicas disímiles: una es un delito; la otra no. Pero que están atadas por un hilo común: no pagar impuestos. Lo excepcional del caso mexicano reside en la suma de dinero que el Estado deja de recaudar.
Según recientes estudios encargados por el propio SAT a la Universidad Panamericana y al Instituto Tecnológico de Monterrey, tan sólo por evasión fiscal en dinero en efectivo y en importación de textiles y calzado, ha dejado de ingresar a las arcas del Estado casi un 1.8% del PIB (aproximadamente 272 mil 166 millones).2 La cifra, por supuesto, es relevante en sí misma. Pero se vuelve una ignominia cuando consideramos que los ingresos fiscales de México, desde hace décadas, son francamente mediocres —aun cuando se le compara con otros países de Latinoamérica—. La falta de pago de impuestos, por tanto, es un tema medular. Se trata de una de las trincheras clave que el Estado mexicano debe de fortalecer. No sólo por las cuantiosas sumas de dinero que entrarían al erario, sino también porque una política agresiva en contra de estas prácticas ayudaría a legitimar el pacto entre Estado y contribuyentes.
El terreno de juego está a tu favor
La segunda lección que hay que aprender para no pagar impuestos es que el sustrato de esta industria reside irónicamente en el diseño mismo del sistema. Se trata de un terreno plagado de agujeros, baches y grietas. Un piso no parejo para los contribuyentes. Es decir, existen productos y servicios que tienen una regulación fiscal diferente. Tal diversidad, como señala Tirso Rodríguez de la Gala, secretario de Hacienda de Campeche y hasta hace algunos meses presidente de la Comisión Permanente de Funcionarios Fiscales,3 puede tener una buena justificación: proteger a los segmentos de la población menos favorecidos, impulsar actividades como el transporte, incentivar el comercio en las zonas fronterizas. Sin embargo, en términos de recaudación, es el escenario idóneo para esquivar impuestos: cada exención, tasa diferenciada y régimen especial es una oportunidad para no pagar.
Pensemos en la diferente tasa del IVA en las zonas fronterizas (11%) y el resto del país (16%). Una práctica harto común es que comercios ubicados en las áreas limítrofes a estas zonas fronterizas facturen como si vendieran o prestaran un servicio justo dentro de una de éstas —es decir, con tasa de 11% de IVA—. Evitan el pago de impuesto del porcentaje restante, mas no disminuyen el precio al consumidor. O lo que sucede con el impuesto especial a las bebidas con alcohol que al clasificarlas en tres rubros (bebidas alcohólicas, bebidas refrescantes y cervezas) y darles un trato fiscal diferente, ha propiciado una batalla de definiciones para librar la obligación fiscal más onerosa.
La gran veta, sin embargo, de la industria del no pago de impuestos se encuentra en la tasa cero del IVA en alimentos y medicinas. Este trato fiscal, defendible por razones de justicia social, crea un incentivo perverso: empresas que aprovechan la dificultad de definir de manera inequívoca qué es medicina y alimento para tratar de ubicar sus productos dentro de tales conceptos. Y de esta manera no pagar impuestos. Éste es el caso de varias empresas que han litigado en contra del IVA al considerar que sus productos, al contener vitaminas, minerales y demás suplementos, no son golosinas o bebidas azucaradas. Sino que, más bien, son medicinas.
El caso infame por antonomasia de esta táctica es el de las empresas Jumex y Jugos del Valle que, en su momento, lanzaron una esgrima judicial en contra de la ley del IVA, con el argumento de que era inconstitucional por no darles a sus jugos el mismo trato que otros alimentos. Lo cual, a su juicio, contravenía el principio de equidad tributaria. El caso llegó hasta la Suprema Corte, ésta pescó el anzuelo, le dio la razón a estas empresas. Y la Secretaría de Hacienda, en el año 2001, tuvo que devolverle cuantiosas sumas de dinero: mil 300 millones a Jugo del Valle y dos mil millones a Jumex.
La ruta de esta estrategia es la siguiente: en principio cada contribuyente define por sí mismo en qué posición del tablero fiscal se ubica. Es decir, cada empresa autodetermina si su producto es alimento o medicina, por ejemplo. Si éste es el caso, solicita la devolución del pago del IVA. Y, entonces, sólo si el SAT se niega a realizar dicha devolución, viene un litigio. En ese momento inicia una discusión respecto si el producto en cuestión embona o no en la definición. Se trata de un debate en no pocas ocasiones bizantino, ajeno al tema fiscal y que las autoridades no están preparadas para sortear. Justo eso sucedió, hace algunos años, cuando varias compañías de chicles decidieron pelear porque este producto recibiera trato fiscal de alimento. El debate judicial avanzó en una espiral de absurdos al punto de enfrascarse en el siguiente punto: si se podía considerar algo como alimento aun cuando no debía tragarse. Al final ganaron las compañías de chicles con el argumento de que éstos estaban hechos básicamente de azúcar —producto que, sin duda, sí se ubica dentro del cajón de alimentos.
Por ello, Tirso Rodríguez señala: “…la prioridad debe ser emparejar el terreno fiscal. Eso no resolvería, por supuesto, todos los problemas. Pero sí sería la base para un sistema recaudatorio mucho más eficaz y con menos oportunidades para evitar el pago de impuestos”. Es cierto: no hay país cuyo sistema fiscal sea enteramente parejo; siempre hay algún trato fiscal diferenciado. Pero el caso mexicano llega a extremos propios del realismo mágico. Lo cual hace un escenario sumamente sugestivo para imaginar, como señalan algunos fiscalistas,trampas legales.
Facturas legales y fantasmales
Uno de los viejos recursos para evitar el pago de impuestos son las facturas apócrifas. Aún hoy en día, por ejemplo, en la plaza Santo Domingo, en el centro de la ciudad de México, se siguen ofreciendo estos servicios sin mayor empacho. En respuesta, la autoridad impulsó en su momento el uso de facturas electrónicas con el objetivo, entre otros, de dificultar precisamente la circulación de facturas falsas. Sin embargo, en los últimos años ha surgido una nueva estrategia para evitar el pago de impuestos: la generación de facturas legales pero fantasmales. Es decir, facturas que cumplen las exigencias propias del nuevo formato electrónico, que expide una empresa legalmente existente, pero que no reflejan en realidad la prestación de un servicio o la venta de un bien. Porque tales transacciones nunca sucedieron. Se trata de un fenómeno, asegura Javier Laynez, procurador fiscal de la federación,4 que ha aumentado de manera significativa en los últimos años: “Es un problema que se ha convertido en prioridad. Al principio pensábamos que se trataba de una práctica de un pequeño grupo operando bajo la lógica de crimen organizado, pero ahora sabemos que es algo cada vez más generalizado”.
¿Cómo se realizan estas operaciones? El paso clave es crear una empresa hongo. Esto es, una empresa que brota de repente, cumple con las reglas legales, pero que no vende ningún bien ni presta algún servicio. Sólo expide facturas a un tercero que puede eventualmente deducirlas. Pero como la factura cumple con todas las formalidades, el reto para la autoridad, subraya Laynez, es probar que dicha empresa no vendió ningún bien ni prestó un servicio. Lo cual no siempre es sencillo, sobre todo porque el número de empresas hongo aumenta drásticamente y la capacidad fiscalizadora de la autoridad es limitada.
Pero existen otras estrategias alrededor de las facturas. Una de éstas tiene origen en un sistema de monitoreo electrónico, instalado hace algunos años ya por el SAT, que con enorme sofisticación realiza cruces de información. Con esto lo que se busca es contrastar, por ejemplo, facturas frente a declaraciones informativas de operaciones con terceros para detectar irregularidades de un contribuyente. Y, con tal información, ordenar una auditoría. Las personas que tienen acceso a este sistema pueden consultar un sinfín de información delicada, de ahí que siempre se registre cuándo ingresan, por cuánto tiempo, qué compañía revisan, etcétera. Los encargados son funcionarios jerárquicamente menores, lo cual los hace presa fácil de varios despachos dispuestos a corromperlos, no para que hagan algo en concreto. Más bien, lo que compran es su inacción. Que sean omisos, que no hagan nada encaminado a cruzar la información que les interesa. Los pagos se hacen de manera mensual, con el gran objetivo de poco a poco rebasar los cinco o 10 años que tiene la autoridad para ordenar una auditoría. Como confiesa uno de los contadores entrevistados: “Mucha planeación y estrategia, pero luego al final un pinche geek es quien te puede salvar de la auditoría”.
El domicilio itinerante
El propósito, ciertamente, de varios despachos es detectar resquicios de la ley o diseñar una defensa legal sólida. Pero otras veces simplemente buscan sortear el escrutinio. Evitar que la autoridad realice una pesquisa eficaz. Se trata de uno de los retos medulares de la industria del no pago de impuestos: esquivar las auditorias.
El ancla de esta estrategia, como señala el litigante Luis Pérez de Acha, es nuestro federalismo fiscal, ya que gracias a éste cada una de las entidades federativas suscribe convenios de colaboración con la federación. Éstos, en buena medida, se abocan a definir las fórmulas para calcular las aportaciones y participaciones que le corresponden a cada estado. Pero también en estos convenios la autoridad hacendaria federal delega facultades de cobro y revisión de varios impuestos federales. Funcionarios locales, por tanto, tienen el trabajo de hacer cumplir obligaciones fiscales federales. Tarea que deben realizar siguiendo conceptos, criterios y legislación federal. Pero, ¿por qué esta delegación de facultades permite librar auditorías?
El primer punto es el grado de preparación. Mientras que la autoridad hacendaria federal, desde hace años, ha implementado un servicio civil de carrera más o menos serio, que permite formar y actualizar de manera sólida a sus funcionarios; la autoridad local está en una situación bastante distinta: poca estabilidad laboral, carente de buena preparación técnica, e inclusive en algunos casos, atados a sindicatos que reducen al mínimo los actos de fiscalización que están obligados a realizar por día. La hacienda local no es por lo general un contrincante serio para la tribu fiscalista. De ahí que, como apunta uno de los abogados entrevistados: “En ocasiones ni tienes que ponerte guapo con los funcionarios locales. Son muy propensos a cometer errores. Entonces, lo que hacemos es registrar cada una de sus fallas para luego contraatacar en un juicio”.
Pero falta un ingrediente para cocinar esta estrategia: de acuerdo a nuestro andamiaje fiscal las auditorías y el procedimiento de revisión se homologan a un juicio. Lo cual implica que están sujetos al siguiente principio: nadie puede ser juzgado dos veces por la misma conducta o hecho. De tal manera que la autoridad local, al realizar una pesquisa pobre y deficiente, les da municiones a los litigantes para agujerear posteriormente su resultado. Y peor aún: salvo casos excepcionales, ya no puede la autoridad federal volver a revisar los mismos hechos en escrutinio. Por si esto no fuese suficiente, junto con la pobre habilidad técnica existe otro incentivo para que sea la autoridad local quien audite. Se trata de 32 blancos de ataque relativamente sencillos para corromper. Es decir, son más de 30 oportunidades para sobornar en condiciones de poca transparencia, ausencia de controles efectivos y donde el costo de la corrupción es menor todavía que en la arena federal.
El círculo se cierra debido a que las leyes no definen de manera clara el concepto de domicilio fiscal. Uno pensaría que si una fábrica se ubica en Monterrey, ahí es su domicilio para estos efectos. Pero alguien puede argumentar —y lo han hecho— que, más bien, es en Acapulco pues ahí es donde se celebran las asambleas de accionistas. Esta ambigüedad resulta en que es muy sencillo cambiar de domicilio fiscal. Bastan algunos trámites por internet y tu empresa puede saltar de Tabasco a Sonora. Y lo más importante: ser fiscalizada por una autoridad fiscal local amigable o inepta. El problema se agrava, como en otros temas, debido a que es muy alto el costo para la autoridad de probar que el domicilio fiscal que diste de alta no es correcto. La verificación de domicilios se realiza sin plazos claros, de acuerdo a las posibilidades de la autoridad, y con un cuestionario muy sencillo que bien puede contestar alguien que ni siquiera sea representante legal de la empresa.
Licencia para no pagar impuestos
Algunas empresas o personas físicas tienen la obligación de presentar su declaración de impuestos mediante un dictamen que realiza un despacho de contadores. Ésta es una medida que la autoridad en su momento estableció para simplificar su trabajo. Es decir, los dictámenes, por decirlo así, ayudan con una auditoria preliminar de los contribuyentes. ¿Qué despachos están autorizados para realizar dictámenes? El SAT es quien define la lista a partir de criterios serios de competencia, experiencia y estabilidad de los diversos grupos de contadores que existen en el país.
Ahora bien, una de las características de estos dictámenes es que de acuerdo a la ley tienen una presunción de veracidad. Esto es, se parte de que las conclusiones que arrojen los ejercicios de escrutinio son ciertas. Y ahí es donde viene el problema, si el SAT sospecha de algún dictamen tiene que seguir los siguientes dos pasos: en primer lugar, revisar el despacho dictaminador que lo elaboró y, sólo después de esto, ya puede atacar el dictamen de manera concreta y directa. Los despachos que tienen la facultad de dictaminar adquieren, en este sentido, un enorme poder. El poder, insisto, de la veracidad. Lo cual crea un incentivo perverso: que algunos despachos caigan en la tentación y ayuden a ciertos contribuyentes a arreglar sus dictámenes a su favor. El reto para el SAT es enteramente cuesta arriba: tiene que demostrar que el dictamen precisamente no es veraz. Tarea que se vuelve más complicada con ciertos recursos sencillos pero por demás eficaces: armar dictámenes sumamente extensos, de muchísimas páginas y con información no del todo ordenada. El costo ante este escenario para la autoridad al revisar y probar la no veracidad de tales documentos es muy alto. No puede, simplemente, revisar a fondo un número abultado de ejercicios fiscales dictaminados con tales características. Sus recursos son limitados ante un escenario de muchísimos dictámenes trucados.
Los peces gordos
El mundo de los grandes contribuyentes exige una investigación específica de sus tácticas para no pagar impuestos. No sólo porque se trata de una fauna muy particular: empresas con 600 millones de ganancias al año, que están insertas en la estructura financiera y que operan bajo la figura de la consolidación fiscal. También porque se trata de los modelos de cobro, auditoría y litigio fiscal más sofisticados que puede haber. Al preguntar, por ejemplo, a uno de los abogados entrevistados sobre las maneras en que los grandes contribuyentes evitan pagar impuestos, responde: “eso es algo muy cabrón… muy pero muy complicado. Sólo unos dos o tres despachos, en realidad, saben bien a bien cómo navegar en esas aguas”. No cualquier abogado o contador puede evitar el pago de impuestos en estos terrenos. Se trata de la elite dentro de la elite de la tribu fiscalista.
Óscar Molina, quien dirige actualmente el área de grandes contribuyentes del SAT,5 considera que en este mundo más de 90% de los contribuyentes que de una manera u otra no pagan impuestos lo hacen a través de estrategias muy finas y de enorme sofisticación jurídica. Y, en general, lo que hacen es aprovechar los resquicios y vacíos legales mediante interpretaciones muy agresivas del entramado legal. Esto ha sucedido con la figura de la consolidación fiscal, que en términos generales permite a los grandes consorcios diferir el pago de impuestos. Ha habido avances, reconoce Molina, para ajustar las fallas de estas figura. Pero sigue teniendo demasiados orificios donde abogados inteligentes logran colarse.
Otra práctica que han empezado a aplicar diversas empresas, en los últimos años, consiste en no tener presencia fiscal en México. Dice Molina: “¡Imagínate! Hay empresas que llevan en el país más de 50 años realizando toda la cadena de producción, mercadeo y venta de sus productos… y de repente hace 10 años dejaron de tener presencia fiscal”. ¿Cómo realizan esto? Con un esquema por demás astuto: la empresa principal, que busca no pagar impuestos, establece que su base es un país extranjero. Suiza, por ejemplo. Crea otra empresa aquí en México con la cual, en principio, no tiene relación alguna. Esta empresa accesoria se encarga de realizar toda la cadena productiva, distributiva y de ventas. Y lo que hace la empresa principal es simplemente pagarle una cantidad por manufacturar y distribuir los productos con una pequeña cantidad de ganancia que sí paga impuestos. Pero el punto aquí es que la ganancia más fuerte escapa del pago de impuestos, por manejarse tal mercancía como si fuese un mero inventario. Es como si estas grandes empresas, subraya Molina, fuesen una maquinita expendedora de golosinas (una vending machine).
Ésta es tan sólo una de las estrategias finas y contundentes para evitar el pago de impuestos en el mundo de los contribuyentes. Son tácticas de enorme calibre, no sólo por su grado de sofisticación sino también por las enormes sumas de dinero que están en juego.
Autoridad paquidérmica y poco temible
¿Qué cambió en los últimos años que desató acciones más agresivas por parte de la industria del no pago de impuestos? Ante esta pregunta Javier Laynez considera que la autoridad perdió agilidad. Su capacidad de respuesta es lenta y torpe. No tiene habilidad para reaccionar y asestar golpes contundentes. Y esto se debe, en buena medida, agrega, a la distorsión que ha sufrido el juicio de amparo. No como un legítimo instrumento para frenar las arbitrariedades de la autoridad, sino como recurso para obstaculizar el brazo fiscalizador del Estado.
El Poder Judicial de la federación y, en concreto, la Suprema Corte ha permitido que las discusiones alrededor del amparo en contra de actos de autoridad en no pocas ocasiones la protagonicen formalidades y requisitos inocuos. Y debatan, por ejemplo, si es constitucional una notificación de visita domiciliaria de la autoridad hacendaria al incluir o no un inciso y subinciso de un artículo de la ley.6 O si es legal una notificación de un crédito fiscal cuando ésta se realiza con un formato previamente impreso, con las razones por las que se busca a cierta persona y ésta no está presente en el domicilio en cuestión.7No se trata, por supuesto, de abrir espacios para la arbitrariedad. Pero de esa legítima preocupación a permitir que cualquier nimiedad pueda litigarse a través del juicio amparo en la arena judicial más importante del país, es un salto cualitativo mayúsculo. El debido proceso entendido no como una cadena de incentivos que al elevarle el costo a la autoridad disuaden sus posibles abusos, sino como un ramillete de formalismos que merman su agilidad para investigar y sancionar a contribuyentes.
Esto no significa que la autoridad no haya asestado ningún golpe, ni que en ningún momento los ministros hayan sido sensibles a los soportes institucionales que necesita aquélla para realizar su trabajo. En los últimos años ha habido triunfos concretos: sellar algunos de los resquicios más perniciosos de la consolidación fiscal,8 eliminar el resorte que impulsaba a varias compañías mexicanas a no pagar impuestos gracias a paraísos fiscales,99 así como una lectura más holgada de la prescripción de la obligación de la autoridad para devolver saldos a favor de los contribuyentes.10 El problema, sin embargo, es que son victorias que no avanzan a la velocidad de la creatividad de la tribu fiscalista. Cuando la autoridad logra cerrar una puerta donde se están colocando los contribuyentes, los despachos ya ubicaron una ventana o, peor aún, abrieron un boquete.
Óscar Molina coincide: en los últimos años los despachos se volvieron mucho más agresivos. No se anima a apostar por una causa en concreto que explique este viraje, pero sí concluye: “Lo cierto es que la percepción de riesgo disminuyó drásticamente”. Y no hay autoridad que sea capaz de afrontar eso. Es decir, lo que ha sucedido es que el miedo de los contribuyentes se diluyó y se dieron cuenta de lo obvio: no hay Estado capaz de escudriñar a todos al mismo tiempo. Si cada uno deja de cumplir, no habrá manera de procesar en esa cantidad de casos la compleja cadena cobro, auditoría, litigio, etcétera. Eso explica que una de las prácticas del no pago de impuestos más preocupante por su volumen, como apunta Laynez, consista simplemente en omisiones en las declaraciones de impuestos apostando a que la autoridad revisa de manera aleatoria —práctica que se acentúa en las personas físicas con actividades empresariales, al ser más complicado de detectar su omisión.
Otro ejemplo: el gobierno federal tiene un programa que permite la importación temporal, sin cobro de impuestos, de mercancía para producir aquí en el país artículos que después se exportan. Entre otras, la condición para que estas mercancías gocen de este beneficio fiscal, es que justo sirvan para la elaboración, transformación o reparación de un producto, que después se venda en el extranjero. Si esto no sucede, entonces estamos ante lo que se conoce como contrabando técnico. En este sentido, una práctica que empieza a ser muy recurrente es importar mercancías, aprovechar el apoyo fiscal, pero no utilizarla para producir ningún producto. Al contrario, varias empresas, más bien, venden esta mercancía al interior del país. El costo, insiste Laynez, de verificar (fácticamente) el uso pertinente en términos fiscales de las mercancías importadas es muy alto. Muy complicado para la autoridad cerciorarse puntualmente de la existencia de este tipo de contrabando. Sobre todo si se trata de una estrategia que se empieza a extender.
Epílogo
Mi última entrevista para este texto es con Óscar Molina. Al momento de iniciar nuestra charla en su oficina, surge un imprevisto: tiene que reunirse en ese momento precisamente con Javier Laynez. Me ofrece el siguiente trato: “vente conmigo en mi camioneta y ahí platicamos durante el trayecto”. Entre alaridos de cláxones, semáforos erráticos y el caos vehicular generado por los maestros de la CNTE, se desenvuelve el peloteo de preguntas y respuestas. En menos de una hora, gracias a la destreza de su chofer, logramos recorrer el trayecto de la Alameda a Insurgentes Sur. Apresuradamente, nos bajamos y despedimos. Espero un taxi bajo una lluvia torrencial, mientras reviso y acomodo mis notas. Una idea, sin embargo, no deja de rebotar en mi cabeza: “lo sorprendente es que haya gente que sí pague impuestos”. n
Saúl López Noriega. Profesor e investigador de tiempo completo del Departamento de Derecho del ITAM.
1 Para esta investigación se entrevistó a cuatro abogados y contadores de distintos despachos ubicados en el Distrito Federal, los cuales accedieron a la entrevista siempre que no se revelara su nombre ni el del despacho del cual forman parte.
2 Aquí los links de los estudios: http://bit.ly/1an9g9i y http://bit.ly/1fDnlfZ
3 Entrevista realizada el 31 de julio de 2013 en la Casa del Estudiante de Campeche ubicada en el Distrito Federal.
4 Entrevista realizada el 15 de agosto de 2013 en las oficinas de la Procuraduría Fiscal de la federación.
5 Entrevista realizada el 4 de septiembre de 2013 en el trayecto de la oficina de Grandes Contribuyentes del SAT a las oficinas de la Procuraduría Fiscal de la federación.
6 Contradicción de tesis 53/2010, resuelta por la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia.
7 Contradicción de tesis 151/2005-ss, resuelta por la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia.
8 Amparo en revisión 2030/99, resuelto por el Pleno de la Suprema Corte de Justicia.
9 Amparo directo en revisión 1467/2009, resuelto por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia.
10 Contradicción de tesis 536/2012, resuelta por el Pleno de la Suprema Corte de Justicia.
Gran aporte.
Sin duda alguna se deben homologar los impuestos, pero a la par buscar transparentar la forma en que los gobiernos se gastan esos recursos. Un buen ejemplo de ello es reducir el número de diputados y senadores. Solo por sueldos y prestaciones reduciendo las 200 diputaciones plurinominales, se lograría un ahorro por la cantidad de $359,848,800.00 al año.