Hoy, ayer, mañana: variaciones
Casa de citas/ 139
Hay autores que leo y releo sin cesar, que son mi lista de indispensables: Paz (lo leo muchísimo ahora, daré una conferencia sobre su obra), Borges, Harold Bloom, Steiner, Brecht, Lobo Antunes, Shakespeare, Virginia Woolf, Becket…
A los que no escriben en español, casi todos, los he aprendido y disfrutado en cuidadas y descuidadas traducciones. Carlos Fuentes dijo alguna vez que no sé quién le decía que leer a Kafka en otro idioma que no fuera alemán era desconocerlo. Ni modo.
Como ya se ha dicho demasiado de la traición que implica la traducción, no me referiré a los quebrantos que sobre ello menciona Jacques Lafaye en Octavio Paz en la deriva de la modernidad (Fondo de Cultura Económica, 2013) acerca de textos de nuestro mayor poeta mexicano; sí sobre lo que decía del periodismo (p. 75): “No hay nada, quizá, más antiguo que el diario de hoy”, y la literatura de moda (p. 77): “Hablábamos de escritores contemporáneos y enseguida pensé en Dante y en Shakespeare. Acaso sean más contemporáneos que el último bestseller”.
(Sin embargo, es curioso que cuando se trata de modernizar o actualizar a Shakespeare, no siempre se acierta. Vi recientemente Coriolano [Coriolanus, 2011], cinta dirigida y protagonizada por el buen actor Ralph Fiennes, que intenta traer la historia del dramaturgo inglés a nuestros días y falla en lo básico, que es el arranque de la obra original: la falta de granos en Roma. Suponer que una ciudad guarda los alimentos en un enorme granero al cuidado de militares es un absurdo [podría sonar futurista, pero no actual]. Y de allí en adelante. Las medias tintas en las adaptaciones siempre llevan a resbalones mortales. Hablo estrictamente del problema de adaptación, porque la cinta tiene otros valores de producción que la medio salvan.)
Leer los siete ensayos de Lafaye, historiador y antropólogo francés —un erudito profesional que lee y hace fichas, resúmenes, como dice que no lo hacía Octavio—, no siempre es fácil, porque es exuberante en su registro metódico de todo lo que convenga al tema, no como (p. 204) “lo que se podría llamar con plena legitimidad ‘el método Paz’, que consiste en haber visto todo, leído todo, y tener la agudeza mental y la sensibilidad suficientes para percibir las analogías que están fuera del alcance de otros, incluso de eminentes especialistas”.
Por la precisión de Lafaye, descubro que fui impreciso en un epígrafe de Paz (Casa de citas 133) que tomé como válido de uno de los libros que leía cuando escribí la columna (intenté hallar en cuál, pero siempre leo cuatro o cinco al mismo tiempo: revisé varios y me dio flojera. No importa.) Por confiado, hice decir a Paz: “El hombre es el olmo que da siempre peras increíbles”.
El halago estaba muy extendido y además se agregaron el adverbio “siempre” y el adjetivo “increíbles”. Lo que Paz dice, en Sor Juana o Las trampas de la fe (Lafaye usa como referencia las Obras Completas de OP, yo las de mi libro [Seix Barral, 1982: 13]), es mucho más cernido, sin adjetivaciones: “El poeta, el escritor, es el olmo que sí da peras”.
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Leo y disfruto viendo el delicioso libro de Gabriela Olmos, Pintores mexicanos de la A a la Z (CNCA-Artes de México, 2007). Linda edición. Son a veces muy divertidos sus comentarios (p.72): “Aunque sus trabajos más conocidos eran las vistas de los volcanes, José María Velasco (1840-1912) pintó la flora de la prehistoria. Ya era muy viejito para entonces. Algunos pensaban que hasta la recordaba”.
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La cinta Renoir (2012, dirigida por Gilles Bourdos) está ubicada en 1915, cuatro años antes de la muerte de este pintor genial (1841-1919). Parte de la crítica la trató de superficial (supongo que esperaban a un genio tirando netas a sus sirvientas y a sus hijos), pero a mí me pareció lo contrario, porque creo que es en lo cotidiano donde los artistas hallan inspiración que no necesariamente teorizan. Es el caso de “Las bañistas”, de Renoir, considerada su testamento pictórico, que, si le hacemos caso a la cinta, surgió de un hecho trivial.
Jean, su hijo, quien luego se convertiría en el gran director de cine, le dice que pare de pintar (tiene las manos contraídas, llenas de nudos, está casi ciego y en silla de ruedas), que ya hizo suficiente y él dice que todavía le quedan cosas por aprender.
Aunque puede ponerse de pie y, con gran esfuerzo, caminar, dice que no quiere usar su energía para eso, porque entonces tendrá poca para pintar. El médico le pregunta:
—¿Qué vas a hacer cuando ya no te sirvan las manos?
—Pintaré con el culo.
Estas figuras borrosas, un poco amorfas, de su última pintura, sugiere la película, se debían a su mala vista (pintaba como veía); su joven y última modelo, de cuerpo perfecto, quien se casó con Jean en la vida real, dice al hijo:
—Siempre me pinta gorda.
Y Jean:
—Y a mí como si fuera niña.
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Hace tiempo escribí el siguiente texto, que se explica por sí mismo. En esos días no publicaba en ningún lado específico, por lo que, paradójicamente, fue publicado aquí y allá. Me lo encontré cuando buscaba algo en mis archivos. Lo leí. Creo que vale la pena reproducirlo otra vez, por si sirve. Ahí va.
Es horrible y ocurre a diario
Saúl Gohé me cuenta de su proyecto teatral “Los muñecos”, con el que ha emprendido paralelamente una campaña en contra del abuso sexual infantil. Me llama la atención que me cuente sobre ello; sin embargo, hacia el final entiendo el objetivo de su charla: me pide que escriba un texto sobre el tema. Me excuso.
—No sé nada sobre el asunto, Saulito; si no, con mucho gusto.
Entonces, Maru (que ha oído también lo que conversamos), Saúl y yo nos enfrascamos en una charla que tiene que ver con lo que yo considero irrealizable: la violación de menores. Al margen de la evidente locura de un mayor que intente hacer eso, está la desproporción de los genitales: el orificio vaginal de una niña, el orificio anal de un niño son incapaces de permitir la entrada de un pene, aún muy pequeño, de una persona (de alguna forma hay que llamarle) madura.
—Pero están los dedos, algún objeto, me dicen. Y el abuso comprende desde tocar o forzarlos a tocar, acariciarlos, usar a los niños como instrumentos de placer…
No puedo ni quiero imaginarlo.
—Buscaré información —concluyo— y está bien, Saúl, me comprometo; escribiré la cuartilla que me pides.
Me invitan a una reunión y por azar, en algún momento de la noche, quedo muy cerca de Maru y de Carlos, un médico. No sé si Maru o yo regresamos al tema, pero es Carlos quien nos ilustra, nos horroriza.
Fue testigo de once casos y, en efecto, me dice, citando incluso los centímetros que su disciplina le hace conocer a detalle, no es posible que exista una violación que la o el menor pueda soportar. Generalmente se mueren desmayados de dolor, desangrados, destripados. De los once casos que usa como ejemplo, todos menores de seis años, sólo sobrevivieron dos, porque, avisados los médicos, lograron llegar a tiempo: “Después de media hora de ocurrida la violación, la muerte es segura”.
La niña, de tres años, no sólo estaba destruida genitalmente, sino que su violador también le había succionado los tiernos pechos. Los dejó amoratados. La reconstrucción vaginal les llevó horas. Cuando la pequeña estuvo fuera de peligro, Carlos habló con su mamá y le pidió que denunciara al agresor. Ella no quiso. Era su esposo, el papá de la niña.
En general la familia, nos cuenta, para justificar la ausencia de los menores muertos en esta carnicería sexual, dicen que se fueron a vivir con una tía lejana u otro familiar, y se les entierra clandestinamente; casi siempre son los padres biológicos, los padrastros o los tíos quienes violan (es decir, matan) a los menores. Me dice que de alguno de estos casos tiene videos. Los toman para que el Ministerio Público, en el caso de que haya denuncia, pueda ejercer acción penal. Ni los médicos ni nadie pueden denunciar: sólo los padres. Y casi nunca lo hacen.
—Si quieres, te los doy los videos para que conozcas mejor el asunto, me ofrece.
No acepto, claro. Basta con lo que me ha dicho, como para sentirme avergonzado de ser de la misma especie que esas bestias.
—Y están los que venden a sus hijos a sabiendas que serán usados como objetos sexuales.
También tiene datos, que prefiero no saber.
No sé si sirva de algo escribir esto, aunque después de escuchar los escalofriantes casos que me relató Carlos me sentí con la obligación de hacerlo.
—Es horrible, le digo.
—Sí, dice, es horrible y ocurre a diario.
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Estamos en Comitán. Dimos las dos funciones de mi obra BD, lo sabes y por la noche, en el hotel, en el cuarto de uno de los actores, tomamos cerveza y conversamos. Estoy sentado en la alfombra, con mis patas blancas sobre la cama. Me duelen los dedos porque usé botas de militar para mi personaje y recién me han hecho una torturante pedicura. Describo lo que hace la profesional con las uñas, pellejos y dureza de ciertas zonas de los pies. Te quitan, remato, hasta el último vello de los dedos.
Uno de los amigos dice una frase que me hace reír mucho y me parece antológica:
—Con eso ya no estoy de acuerdo. Los pelitos de los dedos son el lujo del pie.
Contactos: hectorcortesm@hotmail.com
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