Fin de cursos de la escuelita Zapatista
Gabriel Salazar
Perdí la noción del tiempo el 03 de agosto, en el momento en que abordé el avión hacia Madrid. Las hermanas que se encargaron de la logística para que pudiera viajar a Europa me despidieron cinco días después en el aeropuerto de Atenas. Fueron más de 14 horas las que pasé en el aire antes de llegar a México el 9 de agosto, a las 5:00 de la mañana. La fiesta por el 10º aniversario de los caracoles zapatistas comenzaría ese mismo día.
Dormí un par de horas y el resto del tiempo que me quedaba lo ocupé en acomodar lo indispensable para pasar algunos días en la montaña. Mi autobús saldría a las 18:30 horas del barrio de La Merced, en el Distrito Federal, con rumbo a San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. El viaje en aquel avión alternativo duró más de 13 horas. Después de hospedarme con amigos del “Frente” de Chiapas, analicé las posibles opciones para entablar contacto con los compañeros y compañeras que venían de las facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Los teléfonos no respondían, por ello supuse que ya estaban en los caracoles, sin señal satelital. A las 13:00 horas salí rumbo al caracol de Oventik, en donde me sorprendió un fuerte abrazo de Aura, eran los de filos: había encontrado a la escuadra I sin embargo a Sebastián, que era el responsable, no lo vi hasta el 11 de septiembre en el CIDECI. Ellos no tenían noticias de los miembros de la escuadra II, de la cual yo era responsable, por ello decidí regresar a la soberbia Jovel.
Ya en San Cristóbal, en la entrada de la iglesia de Santo Domingo me encontré con Daniel, responsable, junto con Karen, de las dos células de la escuadra II. En la evaluación de mi estructura mental la inserción, que consistía en arribar sin levantar sospechas de que éramos parte de la Sexta, fue todo un éxito. Las células viajaron en camiones diferentes y se agruparon para asistir a Oventik; todo parecía bien, salvo la novedad de que Daniel me informó que él y Dámaris decidían no tomar clases en la Escuelita Libertad y se regresaban a la Ciudad de México. Respeté su decisión, no sin antes tratar de convencerlo de que se quedaran: no estaba preparado para que uno de los cuadros que más habían trabajado me dijera eso.
Al inscribirnos en la escuelita nuestra fuerza quedó diluida en los caracoles de Roberto Barrios y la Garrucha, ubicándose un grupo más numeroso en La Realidad. El 11 de septiembre salimos con rumbo a esta última comunidad, formando una columna de 15 personas integrada por miembros de las dos escuadras. El viaje fue incómodo; los chistes, malos; llegamos a las 2 de la madrugada con una moral optimista después de más de 10 horas de camino.
La recepción fue un gesto tan bello y noble que me conmovió el corazón. En el mejor lugar hospedaron a las compañeras y después a nosotros, en un espacio igualmente de lujo. En lo que desempacamos y nos acostamos nos dieron las 3:30 de la mañana del 12 de septiembre, a esas horas cerré los ojos esperando descansar hasta la mañana. No obstante, a las 4:30 nos levantaron para hacer un pase de lista y cantar el Himno Nacional y el zapatista. Nos formamos medio dormidos, hicimos el saludo militar y esperamos el descanso. Con la mirada busqué a mi compañera, la encontré formada, al igual que todos los que estábamos ahí. Nunca estos himnos habían significado tanto para mí como en esos momentos.
A las 8:00 de la mañana estaba despierto y listo para levantar el campamento, pues a las 9:00 se serviría el desayuno. La primera clase se extendió hasta después de la comida, con el tiempo medido se comenzó a agrupar a los guardianes y nos repartirnos en las camionetas que nos trasladarían a las diversas comunidades. Rafa fue asignado como mi Votán; justo cuando estábamos abordando el vehículo comenzó a llover muy fuerte;, los que quedaban en la cancha de basquetbol se refugiaron y todo se suspendió por un momento.
En el camino nos enteramos de que algunos compañeros que irían a la misma comunidad que nosotros se quedaron sin trasporte y saldrían la mañana siguiente. Las camionetas pararon en un lugar llamado El Paso, en donde encontré a Aura y a Gabriela. Nos internamos en la selva por medio de veredas lodosas, caminando aproximadamente una hora y media. La parte más difícil para mí fue cuando llegó la noche, pues Rafa comenzó a caminar más rápido y al tratar de seguirle el paso tuve una caída; besado por la selva seguí hasta llegar a Santa Rosa. Muchos compañeros, entre ellos Aura, se quedaron ahí, nosotros continuaríamos nuestra marcha la mañana siguiente rumbo a la comunidad de Miguel Hidalgo.
En la mañana del 13 de septiembre desayuné con Gabi, esperamos a que llegara el grupo que faltaba; como a las 10 de la mañana fueron arribando –entre ellos venía Luz– y me acerqué a ellos con la esperanza de encontrar noticias de los otros. Me dio alegría ver que llegaba Karen, nuestra tropa estaba desmembrada pero continuábamos juntos.
Caminamos unas dos horas y media o más, llegamos al rio Jataté, por el ejido de Hermosillo, abordamos las lanchas y en 40 minutos ya estábamos allí La recepción fue igual de emotiva y significativa. Entramos cada uno con su guardián a nuestro lado derecho y nos hospedaron inmediatamente en las casas, nos habían esperado desde el día anterior con agua y comida; así, los compañeros José y Mercedes y sus hijos, hijas y nietos me recibieron en su casa, con un enorme plato de frijoles.
Supongo que aquel primer encuentro fue muy desconcertante para todos, estábamos ahí pero no sabíamos exactamente qué se tenía que hacer. Una vez terminada la comida José me indicó cómo lavar mi plato. Nos instalamos en una pequeña chocita construida de caña brava, que servía como salón, donde había una banca de madera y una mesa. José entró a la cocina y sacó un recipiente lleno de frijoles negros para limpiarlos, ahí comenzó el diálogo del maestro con el alumno: él tenía muchas ganas de platicarme de la organización de los zapatistas. Durante nuestra plática yo preguntaba en castilla mientras Rafa traducía hábilmente. José me dijo a su manera lo mismo que venía escrito en el libro: que en la zona había nacido la organización y que por ahí pasaron los primeros seis compañeros que crearon el EZLN. Respondió amablemente de acuerdo a su entender a mis preguntas hasta que lo vi cansado y le confesé que yo estaba agotado.
La mañana siguiente, el 15 de septiembre, la clase se impartió en la milpa. Me dieron mi machete y una botella con pozol y caminamos cerca de una hora para llegar al lugar, donde me enseñaron a doblar el maíz y muchas cosas básicas, como –por ejemplo– el cómo tomar la última parte del pozol. Eso me hizo recordar otras geografías y otros calendarios, cuando los compañeros Ricardo y Adela, campesinos del pueblo de San Francisco Tlalnepantla, Xochimilco, me llevaron a la montaña a aprender a sembrar; años después de esta experiencia, en algún lugar del sur el señor Mateo se convertía en mi padre adoptivo y me enseñaba en todo un año el ciclo agrícola para la siembra del maíz.
Al llegar a la escuelita zapatista un par de personas nos aferrábamos a la idea de un ejército del pueblo fundamentado en los principios de la filosofía del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Sin embargo, en ella aprendí que no basta con tejer la base social, es necesaria una base económica autónoma y una educación popular y liberadora. Sentado a la sombra de unas rocas, con una montaña a mi lado que aparentaba tener una ventana, terminé mi pozol mientras pensaba que en aquel tiempo no estaba del todo equivocado, logré comprobar que la teología de la liberación camina lento porque su destino es largo.
A las 12 del día –o antes– ya estábamos de regreso en casa, dedicamos la tarde al estudio de los libros; cuando estábamos tomando un descanso José sacó un recipiente lleno de elotes para desgranar, al terminar tenía una ampolla en mi dedo gordo.
Al siguiente día, por la mañana, nos dedicamos a limpiar el solar y cortar madera de cedro con sierra eléctrica y en la tarde hubo un intercambio cultural, en el cual se nos mostró la música y la danza tradicional. En la noche, ya sólo con la luz de las veladoras, comenzaron las despedidas, ya que saldríamos de ahí el 16 de septiembre a las 5 de la mañana. Cené carne de pollo mientras externaba palabras de agradecimiento; sin embargo, la compañera Mercedes me dijo en su idioma: “No tienes nada que agradecer”.
A las 5:30 de la mañana tenía todas mis cosas listas. José y Mercedes llegaron hasta la hamaca donde esperaba la orden de formación, se acercaron y comenzaron a despedirse de mí, él lloró mientras me abrazaba, ella me tomó con su mano derecha mi mano izquierda y con su izquierda apretaba el pulso en mi muñeca mientras me bendecía en lengua tseltal. Lo último que me dijo José antes de salir de su casa fue: “Si los atacan allá, atacamos acá”, a lo que respondí: “Si los atacan acá, atacamos allá, la lucha sigue”, él cerró con un: “Sí, compa Gabriel, la lucha no se acaba”.
Prefiero no contar los momentos de tensión extrema, como el sobrevuelo de aviones sobre las zonas zapatistas de aprendizaje o cuando de regreso, al bajar de las lanchas en la comunidad Emiliano Zapata, sufrimos un ataque inesperado por ser una “invasión extranjera”. Cuando regresé a la ciudad estaba molido de cansancio, me sentía como incomprendido, fuera de lugar, inarmónico, como en un vacío desértico. Guardé silencio y comprendí que es muy difícil compartir esta experiencia, única para cada persona, sea de los que fuimos como alumnos y aquellos que nos enseñaron su modo de entender la libertad, la autonomía y la democracia. Simplemente hay cosas que no se pueden decir porque las palabras no alcanzan y hay otras que no se deben decir porque son secretos que hay que saber guardar.
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