Leer: ese tormento, ese placer
El hombre es el olmo que
da siempre peras increíbles
Octavio Paz
Un problema complejo de solucionar en este país (que no siempre se considera un problema, lo que lo hace aún más irresoluble), y particularmente en este estado, es la incapacidad de leer, de entender lo que se lee. He dado clases en las universidades públicas y, entre otras razones, he abandonado las cátedras porque, por honradez ética e intelectual, habría que reprobar a casi todo el grupo de analfabetas funcionales que están a punto de egresar como licenciados en lo que sea. Y no se puede: la mediocridad es ley en nuestras universidades, espejos fieles de nuestra sociedad. Los alumnos, a esas alturas, con escasas excepciones, no saben leer ni escribir ni pensar (y es tarea titánica conseguir un vislumbre de éxito en cualquiera de estos rubros), algo que también puede observarse con facilidad en muchísimos de sus maestros. Pero ese es otro tema. Hablemos de leer.
El asunto empieza desde el kínder, donde, como bien dicen Bruno Bettelheim y Karen Zelan en Aprender a leer (Conaculta-Editorial Grijalvo, 1990: 13), “el niño tiene que enfrentarse solo —generalmente por primera vez en su vida— a un mundo completamente distinto del de su familia, hogar y amigos, que son lo único que ha conocido hasta ahora”.
Lo peor es que (p. 14) “el niño tiende a formar su concepto de la sociedad basándose en sus vivencias escolares, razón por la cual las primeras experiencias en la escuela no sólo crean los cimientos sobre las que descansará la totalidad de sus posteriores experiencias pedagógicas, sino que influirán en gran medida en su concepto de sí mismo, en relación con el mundo”; el niño, por eso, puede sentirse “derrotado por la sociedad desde una edad temprana”.
Y aquí aparece la figura tan demeritada, casi siempre con razón (con naturales excepciones, desde luego): el maestro, la maestra, porque esta carrera ha sido de siempre en nuestro país la opción de gente sin competencia, sin vocación, sin más ambición que conseguir un trabajo sin exigencias que les dé de comer desde la juventud hasta la muerte (p. 14): “Posiblemente, la más influyente de estas experiencias tempranas, en lo que respecta a la futura carrera académica del niño, es el encuentro con su maestro o maestra”. Veo a los maestros que están en paro porque exigen dejar sus plazas ¡como herencia! a sus hijos, y me cuesta creer en la evolución humana.*
Esta puede ser la creciente bola de nieve en descenso (p. 15): “Si la lectura le resulta provechosa, todo irá bien. Pero cuando no aprende leer como es debido las consecuencias suelen ser irremediables […] Que el niño aprenda a leer, así como la prontitud, la facilidad y la perfección con que lo haga, dependerá en cierta medida de su propia capacidad y en grado considerable de su historial familiar […] de que se le haya convencido de que la lectura es algo deseable, y de que se le haya inculcado también confianza en su inteligencia y en sus aptitudes académicas”.
Y en este primer aprendizaje, en estas primeras líneas que lea y entienda, puede estar la clave de su futuro lector (p. 18): “El niño al que le gusta que otros le lean cosas aprende a amar a los libros”. Aprender en la escuela es obligación. La diferencia entre aprender algo en la escuela y aprenderlo en el hogar es la diferencia entre la obligación y el amor.
Algo más hay: los textos iniciales marcarán nuestro interés, nos harán suponer o no que la lectura vale la pena (p. 22): “Por desgracia, los textos que se utilizan de manera predominante en el jardín de infancia los primeros dos y a veces tres grados carecen de interés y de mérito, cuando no son declaradamente ofensivos”. P. 31: “Al niño jamás debería permitírsele leer por el hecho de leer […] debería hacerse siempre por el interés”. P. 34: “Hacer que todas las historias terminen bien resulta no sólo irreal, sino también insípido”. Los textos para niños, dicen estos autores (p. 37), se ilustran porque se cree que solos no valen la pena, no tienen interés.
Sobre la importancia que el maestro sepa leer, que entienda de lecturas y que sea capaz de comunicar el amor por la palabra escrita hay varias historias. Una de ejemplo: Helen Keller era ciega y sordomuda, y antes de los siete años fue puesta en manos de Anne Sullivan (p. 39): “en pocas semanas aprendió a ‘leer’, es decir, a reconocer unas 400 palabras cuando se las deletreaban en la mano”. Anne escribió (p. 41): “Parecen [los sistemas de enseñanza] edificados sobre la suposición de que todo niño es una especie de idiota al que hay que enseñar a pensar”. Siguen los autores: “Hoy día parece que nuestro sistema de enseñar a leer considera al niño cinco veces más idiota y cinco veces más incapaz de pensar que hace unos cinco años”.
Leer un texto limitadísimo sobre el futbol, del que el niño ya conoce, puede ser muy aburrido. Y, entonces, como lector no participa, no puede agregar su experiencia, que es importante para la significación de la lectura (p. 44): “Dado que la mayoría de la gente sólo lee cuando realmente le interesa lo que está leyendo, todos los esfuerzos, desde el mismo principio de la enseñanza de la lectura, deberían ir dirigidos a este objetivo”.
Lo importante es que el niño (p. 46) “entienda que el descifrar letras no tiene un propósito o importancia intrínsecas, sino que su único valor es el conducir a un significado”. Incluso (p. 171), “los niños responden a los textos de manera muy distinta. Si al héroe del cuento se le aparece un dragón, el niño siente que lo que para él es un dragón auténtico se enfrenta a un niño igual que él, de modo que también él podría encontrarse uno”. Hace tiempo participé en el montaje de una obra mía (Carámbura) dirigida al público infantil; el hijo de unos amigos, que vio la puesta y se asombró de varias cosas, decidió que era mentira que una flor hablara, no porque le pareciera extraordinario que las flores pudieran hablar, sino porque la flor que presentamos, dijo, era demasiado grande. Y esa conclusión fue importante para él, para su toma de decisiones, para su concepción del mundo.
Los dos últimos capítulos del libro están dedicados a mostrar los errores básicos de las cartillas de lectura en Estados Unidos y los aciertos de las que usan en países distintos. Los errores estriban en nada más poner palabras para que se lean o que en ellas se repitan patrones sexistas (papá en el taller, mamá en la cocina); los aciertos serían que esas palabras tengan significación en la vida cotidiana de los niños lectores, que promuevan apropiación de nuevas ideas. Algo que los autores subrayan es la felicidad con que las lecturas escolares anuncian las vacaciones; como si, desde la institución misma, se buscara convencer que las escuelas son centros de castigo; las diversiones, por otra parte, con muchos ejemplos, están siempre fuera de los salones, en el anhelado recreo, en las tardes donde no hay maestros ni clases. Estar en la escuela es horrible, salir es maravilloso. Y es la escuela quien eso promueve en sus textos.
En La lectura (SEP, 1985), de Moisés Ladrón de Guevara, que es una antología de textos sobre el tema, hay varias ideas citables, como ésta (“La importancia del acto de leer”, de Paulo Freire) que busca el origen de la palabra libro en varias lenguas, hasta llegar a la que me gusta; proviene (p. 34) “del chino king, que designa al libro clásico, pero que en un principio significaba “la trama de la seda”.
Ya en tema, en “Como leer un libro”, Mortimer J. Adler dice (p. 48): “Con las escuelas como están, una mayor educación elemental no puede remediar nada; una solución —tal vez la más asequible a la mayoría de las personas— consiste en aprender a leer mejor, y luego, leyendo mejor, aprender más de lo que la lectura pone a su alcance. P. 59: “Es un desperdicio tan grande el leer un gran libro con el único fin de informarse como hacer uso de una pluma fuente para excavar en busca de lombrices”, porque, dice el autor (p. 88), “estoy seguro de que Cervantes tenía razón cuando decía: ‘No hay libro tan malo que no se le puede encontrar algo bueno’. Sin embargo, creo que no existe un libro tan bueno que en él no pueda hallarse una falta”.
La lectura no es un asunto estrictamente de los ojos, pues, como dice Frank Smith en “Perspectiva experimental” (p. 105), “es el cerebro el que determina lo que vemos y cómo lo vemos”.
Aunque un poco fuera de contexto (rompe el género ensayístico del volumen), el libro cierra con el poema “Un lector”, de Jorge Luis Borges, cuyas líneas finales dicen (p. 159): “La tarea que emprendo es ilimitada/ y ha de acompañarme hasta el fin,/ no menos misteriosa que el universo/ y que yo, el aprendiz”.
En estos tiempos en que la familia extensa ya no convive como antes (no hay abuelos, tíos y demás en los minúsculos hogares citadinos), y los papás trabajan fuera de casa mientras los hijos van a la escuela, el asunto de leer y escribir se ha vuelto casi sólo responsabilidad de los maestros, de la escuela, y allí la obligación se centra en enseñar a descifrar las letras nomás. Y ese es el problema, dice Delia Lerner en Leer y escribir en la escuela (p. 29): “Si la escuela enseña a leer y escribir con el único propósito de que los alumnos aprendan a hacerlo, ellos no aprenderán a leer y escribir para cumplir otras finalidades”.
Aunque la lectura es un problema toral, la escritura no lo es menos (p. 41): “El desafío es lograr que la escritura deje de ser en la escuela sólo un objeto de evaluación para constituirse realmente en un objeto de enseñanza”. P. 49: “En el aula se espera que los niños produzcan textos en un tiempo muy breve y escriban directamente la versión final, en tanto que fuera de ella producir un texto es una largo proceso que requiere muchos borradores y reiteradas revisiones”.
Y luego está el asunto de que el maestro es, muchas veces, el dictador en el salón, el que posee la verdad (p. 56): “Si la validez de la interpretación debe ser siempre establecida por la autoridad, ¿cómo harán luego los niños para llegar a ser lectores independientes? […] Si el alumno no tiene derecho en la escuela a actuar como un lector reflexivo y crítico, ¿cuál será la institución social que le permita formarse como tal?”
Varios libros de Daniel Pennac están orientados al asunto de encontrar cómo la escuela de veras puede ayudar a los alumnos. En Mal de escuela (Debolsillo, 2009) vuelve al tema y usa su experiencia para ello (p. 15): “Cuando no era el último de la clase, era el penúltimo. (¡Hurra!) […] Siempre he oído decir que yo había necesitado todo un año para aprender la letra a. La letra a, en un año. El desierto de mi ignorancia comenzaba a partir de la infranqueable b”.
Pennac sufrió de niño incomprensión como alumno, por eso puede, ya como maestro, decir lo siguiente (p. 58): “Nuestros ‘malos alumnos’ (de los que se dice no tienen porvenir) nunca van solos a la escuela. Lo que entra en clase es una cebolla: unas capas de pesadumbre, de miedo, de inquietud, de rencor, de cólera, de deseos insatisfechos, de furiosas renuncias acumuladas sobre un fondo de vergonzoso pasado, de presente amenazador, de futuro condenado. […] Es difícil de explicar, pero a menudo sólo basta una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado, claro y estable, para disolver esos pesares, aliviar esos espíritus”.
Y plantea, al final, en una conversación, desde la perspectiva de lo que ha aprendido con los denominados alumnos ‘difíciles’ (p. 247): “No son métodos los que faltan, sólo habláis de los métodos. Os pasáis todo el tiempo refugiándoos en los métodos cuando, en el fondo de vosotros mismos, sabéis muy bien que el método no basta. Le falta algo.
“—¿Qué le falta?
“—No puedo decirlo.
“—¿Por qué?
“—Porque es una palabrota.”
La palabrota cierra este penúltimo capítulo. P. 248: “Si sueltas esta palabra hablando de instrucción, te linchan, seguro”. La palabrota (y la pone luego de varios silencios y puntos suspensivos) es amor.
* El texto lo escribí antes de este paro gigantesco. No he cambiado de idea, desde luego.
Contacto: hectorcortesm@hotmail.com
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