En el sur de México, los hospitales públicos no les cumplen a las familias rurales

Elena Izoteco y su hija oyen misa en un área al aire libre reservada para familiares y amistades de pacientes del Hospital General Raymundo Abarca Alarcón, en Chilpancingo de los Bravo, México. Foto: Avigaí Silva, Global Press Journal México.

Esta historia fue publicada originalmente por Global Press Journal 

Por: Avigaí Silva, Global Press Journal México

Un día largo, frío y agotador el año pasado, Elena Izoteco se apresuró a llevar a su hija embarazada al hospital. La familia vive en Pochahuizco, una comunidad indígena oculta entre las montañas del meridional estado mexicano de Guerrero. En las revisiones prenatales, la hija de Izoteco se enteró de que su bebé venía sentado o acomodado para salir del canal de parto con los pies por delante. Luego, dos semanas antes de la fecha de parto, su presión arterial se disparó. Necesitaba una cesárea, y de inmediato.

En el hospital público más cercano, el personal le dijo a la hija de Izoteco que ningún médico podía practicarle una cesárea, una cirugía de rutina para dar a luz a un bebé por el abdomen. Entonces, la familia emprendió una odisea que se ha vuelto común para las personas mexicanas pobres y que viven en comunidades rurales: fueron a tres centros diferentes, cada uno más lejos que el anterior, hasta que encontraron un hospital a 36 kilómetros (22 millas) de casa donde podían ayudarlas. Ahí no acabó su viaje.

En México, un internamiento en un hospital público es con frecuencia una prueba de resistencia para la familia de la persona internada. Deben permanecer al lado de sus familiares para abogar por su tratamiento y, a veces, para pagar vendajes y medicamentos de su propio bolsillo, incluso si eso significa faltar al trabajo y pedir préstamos para saldar sus cuentas. Pocas veces hay un lugar para dormir, por lo que acampan afuera del hospital, a veces por semanas, generalmente con poca protección contra el viento y la lluvia y con acceso limitado a alimentos y regaderas.

Cuando Izoteco llegó a Chilpancingo de los Bravo, la capital del estado, el cielo estaba oscuro y el aire fresco. Su hija ingresó en el Hospital General Raymundo Abarca Alarcón, que en su mayoría atiende a pacientes que no tienen seguro social. En su pueblo, Izoteco trabaja de forma irregular en la siembra de maíz. No gana mucho dinero; no lo suficiente para pagar una habitación de hotel. Trajo una mochila, los pocos pesos que juntaron ella y su otra hija, que vino porque Izoteco, de 50 años, no sabe leer. Pasaron la noche en una banca afuera del hospital, temblando bajo una manta ligera.

Al pasar por casi cualquier hospital público en Guerrero se puede ver una multitud similar de familiares y amistades de pacientes, el resultado de un sistema de atención médica saturado. En 2021, el gasto en salud pública de México fue menos del 3% de su producto interno bruto. El país no cuenta con suficientes instalaciones médicas, y los centros que existen suelen carecer de equipo y personal, según un informe publicado por la Universidad de California, San Francisco, de Estados Unidos. México también tiene menos personal médico y de enfermería, y camas por cada mil habitantes en comparación con otros países. En los estados más pobres, la atención médica es mucho más escasa. Y entre 2018 y 2020, habitantes de Guerrero, Oaxaca y Chiapas vieron las mayores reducciones en el acceso a médicos, medicamentos y atención digna, según el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, una junta nacional que evalúa los programas sociales.

En un estudio reciente, se entrevistó a pacientes y personal de hospitales públicos en una zona de Chiapas, el estado más meridional de México, donde hay pocas calles pavimentadas, poco servicio de teléfono o internet y bajas tasas de alfabetización. Según el estudio, que se publicó en la revista médica The Lancet Regional Health — Americas, los hospitales eran instituciones imponentes y deshumanizantes donde el personal a menudo se negaba a practicar cirugías, a veces porque carecían de equipo o profesionales, como personal de anestesiología. Quienes trabajan en el área de la salud a menudo enviaban a los y las pacientes a otros centros, pero eso no les garantizaba el tratamiento: fácilmente podrían enfrentarse a las mismas barreras en el próximo hospital, y en el próximo.

Algo que era útil: tener una persona defensora — un miembro de la familia, o mejor aún, un miembro influyente de la comunidad. La persona defensora aboga en nombre del paciente para la atención médica, pero también compra materiales médicos si, como suele ser el caso, el hospital no tiene antibióticos, jeringas, vendas, pañales o toallas sanitarias.

“Esa es la razón principal por la que se le pide al paciente que venga acompañado, porque va a necesitar algo y alguien tiene que ir a comprarlo”, dice Maribel Guerrero Comonfort, doctora comunitaria que ha trabajado en la zona rural de Guerrero. Los hospitales privados con mejores recursos suelen tener suministros a la mano, pero familias como los Izoteco no pueden pagarlos. (Los representantes de las secretarías de salud estatal y federal no respondieron a las peticiones de comentarios).

Un día, se cerró un albergue para familiares de pacientes que operaba en el hospital de Chilpancingo. El hospital dirigió a las familias a un espacio bajo un techo de lámina al aire libre que tenía bancas, un estante para guardar bolsas, escasos enchufes para teléfonos, una máquina expendedora de galletas y refrescos y un despachador de agua pero sin vasos. Proveedores privados ofrecieron servicios, pero el costo, 10 pesos (50 centavos de dólar) para usar el baño, 30 pesos ($1.50) por bañarse, era más de lo que la mayoría de las familias podía pagar. Llegó la noche. Las personas envueltas en suéteres y chaquetas desdoblaron cajas de cartón para dormir o sacaron mantas de sus bolsos para protegerse de una noche lluviosa. (El director del hospital no respondió a las llamadas para pedir comentarios).

Natalio García Calleja terminó allí cuando su hija embarazada dio a luz antes de tiempo; su centro médico local no tenía el equipo necesario para que el bebé naciera. El centro con disponibilidad más cercano era el hospital de Chilpancingo, a 182 kilómetros (113 millas) de su ciudad natal de Pascala del Oro, una pequeña comunidad mixteca. “Llovió muy fuerte, tuvimos que esperar a que pasara la lluvia para poder un poco descansar, pero no pudimos dormir; aquí no se puede dormir, nos tapamos con una sábana porque venimos desprevenidos, no traemos nada, solo una sábana”, señala García.

Al día siguiente, García escuchó sobre otra opción. Como el campamento del hospital se estableció de forma permanente, la diócesis católica local abrió hace poco un albergue para familias de pacientes llamado Capellanía de la Casa del Peregrino de Nuestro Señor de la Salud. Todos los domingos, el padre José Filiberto Velázquez Florencio visita el hospital para oficiar misa y alentar a las personas a visitar el albergue, donde pueden recibir comida, usar los sanitarios y ducharse de manera gratuita. “Es como un oasis en medio de tantos gastos e incomodidades que las personas tienen en el hospital con sus enfermos”, afirma.

Velázquez reconoce que el albergue solo cubre algunas deficiencias del sistema hospitalario, pero para las familias de pacientes, que llegan con tan poco, es una bendición. En el pequeño edificio, aún en construcción, hay espacio para que duerman unas dos docenas de personas; otros pasan a bañarse, o a comer tacos o huevos revueltos con tomate, cebolla y chile verde. Velázquez suele ofrecerse para visitar a sus familiares internados o a dar una misa especial por su salud. García y su esposa durmieron allí, al día siguiente se ducharon antes de regresar al hospital para reemplazar a su yerno y que pudiera ir a ducharse también.

Durante tres días, Izoteco sobrevivió principalmente comiendo tacos que las personas voluntarias llevan a las familias del hospital y caminando hasta el albergue diocesano para darse un baño. Su hija dio a luz a un niño que en general gozaba de buena salud, pero que necesitó una cirugía menor. La madre y el recién nacido se quedaron en el hospital un tiempo más, pero Izoteco no pudo darse ese lujo: era la temporada de siembra en Pochahuizco y tenía que volver al trabajo.

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