Inés, mujer colibrí: justicia y sanación 

Inés Fernández Ortega, Mujer Colibrí. Ilustración: @conejo_muerto

 

¿Qué es justicia para una mujer indígena que sufrió abuso sexual por parte de militares en un contexto de violencia política? ¿Cómo se puede reparar el daño que alcanzó a toda una comunidad?

 

AYUTLA DE LOS LIBRES, Guerrero. Inés dijo: “para mí, si ustedes meten a la cárcel a los tres militares que me violaron, para mí eso no es justicia, porque mi historia es parte de una historia mucho más larga. Ellos le han hecho muchas violencias a nuestro pueblo desde hace mucho tiempo. Entonces, para mí que se haga justicia es que mis hijas puedan caminar libres en la montaña de Guerrero; para mí justicia es que, si el ejército va a entrar a la comunidad, pida permiso a las autoridades, que no queme nuestras cosechas.”

20 años después, Inés Fernández Ortega siente a su corazón como un colibrí. Sonríe plácida, sentada en una silla del Centro Comunitario de la Mujer en Ayutla de los Libres, Guerrero, donde también se ubica una aldea infantil que cobija a niñas y niños indígenas de la montaña; ambos lugares creados como parte de un acuerdo de reparación del daño. El cuerpo de Inés fue violentado por militares en marzo del 2002, el cuerpo de Inés sirvió como arma de represión social para mandar un mensaje a su comunidad en Barranca Tecoani, y a otras acusadas de participar en actividades insurgentes.

Inés se sobrepuso y logró justicia para ella y para el pueblo Me´phaa, porque para las y los indígenas, si una persona enferma, como ella enfermó de tristeza y miedo tras la agresión, enferma toda la comunidad, y si una comunidad sana, sanan las personas que la integran. Ella buscó la sanación como un acto de justicia que ahora alcanza a su pueblo, y que está en constante proceso.

 

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Gúwa Kúma, la Casa de los Saberes

En la cabecera municipal de Ayutla de los Libres, municipio ubicado en el estado de Guerrero, hay un lugar llamado “Centro Comunitario Gúwa Kúma, Casa de los Saberes”, donde niñas, niños y adolescentes indígenas tienen un lugar que les da cobijo, alimentación y apoyo para que acudan a la escuela; todo supervisado por mujeres que vienen de las mismas comunidades de las y los albergados. Ellas, de manera voluntaria, dan su trabajo sin retribución económica alguna, únicamente por la convicción de que las niñas y niños tienen derecho a crecer en condiciones de dignidad y seguridad.

Junto al albergue de pisos relucientes, de mesas limpias y ordenadas que cada tarde se llenan de cuadernos, lápices y música, hay otra construcción; se trata del Centro Comunitario de la Mujer Me´phaa y Tu´un Savi. Ahí, se ofrece atención a mujeres en situación de violencia a través de una psicóloga, abogada y traductora.

En el albergue y el centro para la mujer -que apenas empezaron a funcionar en septiembre de 2021-, mujeres y hombres también se encuentran en talleres de reflexión y reconstrucción del tejido social, porque en este municipio, donde habitan poco más de 70 mil habitantes, 6 de cada 10 son indígenas afectados por los más altos índices de pobreza, marginación y desigualdad.

Este municipio también destaca porque desde 2018, la población se rige bajo gobiernos comunitarios elegidos bajo el sistema normativo indígena que decidió expulsar al sistema de partidos políticos acusados de corrupción.

Y no menos importante es que la seguridad ya no está en manos del Ejército Mexicano y los cuerpos policiacos del estado, sino en policías comunitarios, elegidos también entre la población, quienes de esa manera lograron detener la violencia que grupos del crimen organizado estaban dejando entre la población de la zona.

Pero este lugar no fue siempre así.

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El mensaje

Guerrero tiene historia, la montaña de Guerrero tienen historia, Ayutla de los Libres tiene historias, son historias de lucha y de organización.

De vegetación tupida y caminos sinuosos que cada temporada de lluvia quedan truncados, de poblados pequeños con mujeres y hombres de habla mayoritariamente indígena, Ayutla de los Libres da cuenta de las injusticias socioeconómicas, explotación caciquil y despotismo gubernamental. En esta región, como en otras de Guerrero, a los movimientos sociales de reivindicación de derechos que se orquestaron entre la población explotada y empobrecida, el Estado Mexicano respondió con represión armada por la vía militar.

El 22 de marzo de 2002, Inés se encontraba en su casa en compañía de sus hijas. Su familia paterna, su esposo y ella, eran integrantes de la Organización del Pueblo Indígena Me´phaa (OPIM). Cuando un grupo de militares llegaron a su vivienda ella tenía carne secándose en su patio, una forma de conservación de este alimento en las regiones donde no hay sistema de refrigeración, porque no hay electricidad.

“En ese momento se acusa a doña Inés de haber alimentado a guerrilleros, de ser parte de grupos guerrilleros, de darles apoyo; y que por ello tenía carne secándose, porque los soldados no están acostumbrados a que en los pueblos haya carne”, explica Quetzalli Villanueva, del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan.

De acuerdo al recuento que el centro humanitario hizo como parte del acompañamiento a Inés, los militares la acusaron de apoyar a la guerrilla y quisieron dar un mensaje de castigo a ella, a la familia y a la comunidad; el mensaje fue el abuso sexual.

 

Mujeres en encuentro de justicia, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Foto: Isabel Mateos

La violación para implantar el miedo

“Los hechos del presente caso se producen en un contexto de importante presencia militar en el estado de Guerrero. La señora (Inés) Fernández Ortega es una mujer indígena perteneciente a la comunidad indígena Me’phaa, residente en Barranca Tecoani, estado de Guerrero. Al momento de los hechos tenía casi 25 años, estaba casada con el señor Prisciliano Sierra, con quien tenía cuatro hijas e hijos.

“El 22 de marzo de 2002, la señora Fernández Ortega se encontraba en su casa en compañía de sus cuatro hijos, cuando un grupo de aproximadamente once militares, vestidos con uniformes y portando armas, ingresaron a su casa. Uno de ellos la tomó de las manos y, apuntándole con el arma, le dijo que se tirara al suelo. Una vez en el suelo, otro militar con una mano tomó sus manos y la violó sexualmente mientras otros dos militares miraban. Se interpusieron una serie de recursos a fin de investigar y sancionar a los responsables de los hechos. No obstante, éstos no tuvieron éxito”, señala el informe de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH), instancia ante la que se llevó el caso, cuando el gobierno mexicano se negó a hacer justicia.

La agresión sexual hacia mujeres perpetrada por agentes del Estado -como policías y militares-, en contextos de violencia socio-política, no son casuales ni espontáneos, sino estratégicos.

Además del caso de Inés, estos son otros ejemplos donde los agresores fueron integrantes de cuerpos de seguridad del gobierno mexicano, en contextos de represión: tres mujeres indígenas tseltales fueron violadas en Chiapas el 4 de junio de 1994; dos mujeres tlapanecas fueron violadas en Zopilotepec, Atlixtac de Alvarez, Guerrero, el 3 de diciembre de 1997; 12 mujeres violadas en la zona Loxicha, en Oaxaca, en 1997; dos mujeres agredidas sexualmente en Barrio Nuevo San José, Tlacoachixtlahuaca, Guerrero, el 21 de abril de 1999; una mujer fue agredida sexualmente en Barranca Bejuco, Acatepec, Guerrero, el 16 de febrero de 2002.

En el operativo policial del 3 y 4 de mayo del 2006 en los municipios de Texcoco y San Salvador Atenco, 19 mujeres mexicanas y cuatro extranjeras fueron agredidas sexualmente; 13 mujeres fueron violadas por elementos del Ejército Mexicano en Castaños, Coahuila, el 11 de julio del 2006; la   mujer indígena   náhuatl  Ernestina   Ascencio   Rosario, fue violada tumultuariamente por elementos del ejército en la sierra de Zongolica, Veracruz, el 26 de febrero de 2007, y luego asesinada.

Entre marzo de 1982 y agosto de 1983, mujeres del grupo étnico maya ixil, en Guatemala, fueron víctimas de violencia sexual, en el marco de actos genocidas; en esa época, en el municipio de Izabal, también en Guatemala, mujeres esposas de desaparecidos fueron objeto de violencia sexual por parte de militares; en1981, Emma Molina Theissen, integrante del Partido Guatemalteco del Trabajo fue detenida por miembros del Ejército de ese país, llevada a un cuartel donde fue sometida a interrogatorios, torturada y violentada sexualmente.

Hay un subregistro de estos agravios, los casos anteriores son únicamente algunos ejemplos en los que las mujeres agredidas decidieron judicializar sus denuncias y, como en el caso de Inés, llevarlas ante órganos internacionales cuando la justicia en México fue omisa. Decenas de violaciones no se han denunciado.

Clemencia Correa González, especialista en acompañamiento psicosocial a víctimas de graves violaciones a derechos humanos y directora de la organización ALUNA, sostiene que “la violación sexual como forma de tortura ha sido una práctica y un mecanismo de la represión política”, cuyo daño se extiende al círculo familiar, organizativo y a la sociedad en general.

Esta práctica, señala la especialista que ha acompañado a víctimas de México y América Latina, busca “controlar o castigar actividades políticas y/o sociales de oposición” y romper el tejido colectivo y solidario mediante la implantación del miedo.

Más aún, en la cultura de los pueblos indígenas -explicó Correa en una de las audiencias ante la CoIDH- el trauma (por la agresión) se vive no solamente a nivel individual, sino colectivo. “Podemos ubicar que la herida de Inés, hace parte de una herida de la familia y necesariamente de la organización. No podemos desligar ninguno de estos tres ámbitos”.

 

La justicia segun el pueblo de Ayutal de los Libres. Foto: Isabel Mateos

“Que no se salgan con la suya”

La madrugada del 7 de junio de 1998, elementos del Ejército Mexicano arribaron a la comunidad El Charco de Ayutla de los Libres y rodearon la escuela primaria del lugar, donde se encontraban durmiendo varios indígenas participantes en una asamblea para tratar asuntos relacionados con proyectos productivos para sus comunidades.

Los uniformados dispararon y lanzaron granadas durante varias horas, acusaron a los indígenas de ser “guerrilleros”, mataron a 11, detuvieron a más de 30, entre quienes había maestros y menores de edad. Este hecho se conoció como la “masacre de El Charco”, tras la cual se intensificó la militarización de la zona.

Un mes antes de la agresión a Inés, en pleno proceso de represión y militarización en Guerrero, en la comunidad Barranca Bejuco, Valentina Rosendo Cantú, mujer indígena Me’phaa de 17 años y madre de una niña de brazos, fue interceptada por militares quienes la interrogaron para que identificara a “encapuchados” (guerrilleros). Al “negarse” la violaron.

Así que, cuando la represión llegó a casa de Inés, ella entendió el mensaje. “Soy yo que quiero denunciar, para que se haga justicia, para que los guachos (militares) sepan que no se pueden salir con la suya, para que mis hijas y las niñas de la comunidad no vivan lo mismo que yo viví, para que todas las mujeres de la región podamos andar por la montaña sin miedo”, dijo Inés a Rosalva Aída Hernández Castillo, una de las acompañantes en el largo proceso de casi 10 años para que el gobierno mexicano aceptara su responsabilidad por los hechos. A partir de entonces empezó una negociación que ha durado una década, para buscar las formas de reparar el daño.

La primera instancia ante la que Inés denunció, dos días después de los hechos, fue ante el Ministerio Público local de Ayutla de los Libres. Esta instancia dijo que, al ser el Ejército Mexicano la parte acusada, no le competía la investigación, por lo que Inés, acompañada de su esposo Fortunato, tuvo que trasladarse hasta la capital de Guerrero y ahí iniciar un proceso en el que fue tratada con discriminación, en el que le negaron el acceso a una persona que le tradujera, en el que le hicieron pruebas ginecológicas que después las mismas autoridades dijeron que perdieron.

Dos años después, el Ministerio Público federal determinó que no era competente para investigar y remitió el caso a los agentes del Ministerio Público Militar; es decir que, la institución que orquestaba la estrategia de represión contra las comunidades, iba a ser la que juzgaría. Mientras sucedía esto, Inés, su familia, su comunidad y su organización empezaron a sufrir acoso y amenazas por parte de elementos del Ejército. Por ello, Inés y sus acompañantes decidieron remitir el caso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) e iniciar el camino largo en busca de justicia.

Participación de Inés Fernández Ortega y Noemí Prisciliano Fernández en el Encuentro presencial de mujeres sobrevivientes de violencia sexual y organizaciones acompañantes. 4 y 5 de agosto de 2022. San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Convocado por el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional . Foto: Elena Zepeda

La familia

El 15 de septiembre de 2022 se organizó una reunión-taller en el Centro Comunitario de la Mujer, al que llegaron niñas, niños, mujeres y hombres de varias comunidades de Ayutla de los Libres y autoridades de Barranca Tecoani. También estuvieron Fortunato Prisciliano Sierra, esposo de Inés; sus hijas Noemí, Ana Luz, Nélida, y su hijo Colosio.

En la reunión de ese fin de semana, los hombres y las mujeres hablaron de la violencia machista. Los hombres expresaron en papel qué es lo que los ha lastimado desde la niñez, cuál fue la violencia ejercida, vivida, aprendida y repetida y cuál es la violencia que ya no quieren que sea.

Fortunato es un hombre callado, discreto, aunque indudablemente es pilar y centro. Contrario a otros casos donde los esposos no pudieron ser compañía y apoyo de mujeres abusadas sexualmente, él decidió caminar con su esposa desde el primer día de la agresión.

“Yo voy a acompañar(te), cuentas conmigo para lo que necesites, puedes contar conmigo y yo también voy a apoyarte en donde pueda”, recuerda que le dijo aquella vez, 20 años atrás.

Fue una decisión difícil porque la comunidad también tuvo que tomar una postura en ese momento en que la presión militar intentaba amedrentar la demanda de justicia de Inés. Apoyarla a ella implicaba asumir el aumento de la represión.

La documentación entregada a la CoIDH ante la que se demandó al Estado Mexicano por la violación cometida por militares, así como por la falta de investigación y sanción de los responsables, da cuenta del costo de las represalias que vinieron.

En al menos una veintena de ocasiones, desde que la Corte internacional asumió el caso en 2004, hasta apenas abril de 2021, el organismo internacional expresó explícitamente preocupación al gobierno mexicano por las constantes agresiones y amenazas -particularmente de los cuerpos militares- hacia Inés, su familia, su comunidad, su organización y hacia quienes la apoyaron en el proceso jurídico.

La CoIDH pidió una y otra vez, medidas de protección ante los “constantes y directos hostigamientos y amenazas a su vida e integridad personal” de Inés y su entorno. En ese proceso de amedrentamiento varias vidas se perdieron, varias personas fueron encarceladas, las hijas e hijo del matrimonio también tuvieron que huir, escondiéndose, viviendo en la incertidumbre.

“Hubo momentos en que me sentí abandonada. Yo veía que mis padres salían por días para ir a los juzgados. Mi mamá regresaba a veces muy triste, muy cansada y por las amenazas, nos tuvimos que salir un tiempo de la comunidad”, explica Ana Luz, ahora una mujer madura.

Sin recursos económicos suficientes y con las amenazas a cuestas, para salvar a sus hijas, Inés y Fortunato las enviaron a la cabecera municipal de Ayutla cuando eran apenas unas niñas; en esa pequeña ciudad la única posibilidad para obtener alimentos fue y sigue siendo emplearse en el trabajo doméstico. Ahí vivieron la explotación y el racismo, otro rasgo de regiones en México donde hay altos niveles de desigualdad.

“Estuve viviendo en casa de los ricos, pues la verdad, no me dejaban ni hacer la tarea, ni ir a la escuela; tenía que enfocarme hacer la limpieza de sus hogares”, explica Noemí. Esto, no era algo extraordinario pues en las regiones de Guerrero con fuerte presencia indígena la población mestiza practica un sistema de explotación donde a cambio de alimentación, tiene a niños, niñas y adolescentes indígenas a su servicio. Los padres y madres les envían a las ciudades a estudiar, pero ahí, aún ahora, caen en sistemas de explotación.

A Noemí también le tocó acompañar a su madre a las diligencias judiciales, y ver la discriminación a que fue sometida en los juzgados, por ser mujer, por no hablar español, por el racismo contra la población indígena. Tampoco esta situación fue extraordinaria, sino una práctica común a indígenas que llegan en busca de justicia.

Con el tiempo, a medida que avanzaba el caso judicial en la Comisión, y luego en la Corte Interamericana, también avanzaba la represión. Lorenzo Fernández Ortega, hermano de Inés, fue asesinado en 2008; también fueron encarcelados y amenazados líderes de la OPIM. Ana Luz empezó a tener seguimiento directo de militares y tuvo que migrar más lejos.

Por su parte, en la comunidad Barranca Teocani, acosada por el Ejército y “paralizada por el susto”, las mujeres dejaron de reunirse y evitaban salir por miedo a sufrir lo mismo que Inés; sólo algunas personas continuaron apoyando en la demanda de justicia, reseña la antropóloga Rosalva Aída Hernández Castillo en el peritaje antropológico que hizo para la audiencia ante la CoIDH, ante la que, junto con abogados del centro Tlachinollan y el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (CEJIL), representaron a Inés en su demanda de una justicia integral, restaurativa, que incluyera no solo el encarcelamiento de los militares que perpetraron la violación, sino la no repetición del daño ni para Inés ni para ninguna otra mujer.

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Sentencia de alcance comunitario

Para 2009, el gobierno mexicano había hecho un reconocimiento parcial de los hechos de los que se le acusaba. Sólo admitió la omisión y dilación en la procuración de justicia, y no la tortura sexual por parte del Ejército Mexicano, ni la afectación familiar y comunitaria, ni la “violencia institucional castrense” contra el pueblo Me’phaa.

El 30 de agosto de 2010, la CoIDH emitió su sentencia que incluyó a Inés y Valentina Rosendo. Dijo que las pruebas mostraban que fueron violadas sexualmente y torturadas por elementos del Ejército Mexicano, en un contexto de marcada pobreza, discriminación y mediante prácticas que indicaban una “violencia institucional castrense”.

La Corte ordenó 16 medidas que incluyeron el juzgamiento de los militares en el ámbito del fuero común y no castrense, que hubiera un reconocimiento público de los hechos, implementación de políticas públicas que garanticen el acceso a la justicia a mujeres indígenas, que hubiera una reparación del daño de alcance comunitario, además de apoyos educativos para los hijos e hijas de las víctimas, atención médica y psicológica, y una indemnización económica partiendo del hecho de que luego de la agresión y durante el litigio jurídico, las familias fueron perdiendo sus medios de vida.

Para Rosalva Aída Hernández Castillo esto fue un gran logró y sentó un precedente en el litigio internacional porque se logró demostrar que el daño que se causó a Inés se extendió a la comunidad, a las comunidades de la región, particularmente a las mujeres; y por tanto, cualquier acto de justicia y reparación debía extenderse también a las comunidades, como había insistido Inés, “porque el daño fue a todos, por eso la reparación tenía que ser en el mismo sentido”, explicó.

20 años después, la familia Fernández Prisciliano y Aída Hernández Castillo. Foto: Ángeles Mariscal.jpg

El largo camino de la reparación

Pero una cosa fue aceptar la sentencia, y otra iniciar las medidas para reparar el daño. Fue casi dos años después del dictamen de la Corte, y 10 desde la violación que, en la plaza central del municipio de Ayutla de los Libres, el gobierno mexicano pidió disculpas públicas a Inés.

Era marzo de 2012 cuando en el evento, Inés levantó su voz ante quienes en ese momento ocupaban los cargos de Secretario de Gobernación, Director de Derechos Humanos de la Secretaría de la Defensa, el gobernador de Guerrero, entre otros que habían acudido al desagravio.

“Acepto sus disculpas -dijo en Me’phaa-, pero es muy difícil creerles cuando este pueblo sigue estando controlado por paramilitares, cuando ese presidente municipal (de Ayutla, también presente en el evento) que tiene usted sentado a un lado, todos sabemos que está metido con el crimen organizado.”

Poco tiempo después fue destituido el presidente municipal, pero fue hasta 2018 que el pueblo de Ayutla logró nombrar a sus autoridades por el sistema normativo indígena.

El proceso para la conformación de guardias comunitarios que asumieran la labor de seguridad en el lugar también fue lento. El albergue y el centro de atención a mujeres, empezó a operar en 2021; y aun ahora, los recursos financieros para su subsistencia no están garantizados.

A nivel familiar, las hijas e hijo de Inés tuvieron una beca de estudios. Noemí decidió estudiar Derecho y ser intérprete, “por lo mismo del coraje por lo que mi mamá vivió, que no tuvo atención que ella merecía y aparte no tuvo un intérprete. Quiero ser una defensora de mujeres”, reconoció. “Puedo decir que todo ese sufrimiento ha valido la pena, aunque realmente una nunca olvida lo que vivió”.

Ana Luz quiso estudiar criminalística, para poder servir de investigadora y que nunca ninguna persona sea acusada injustamente; pero por lo pronto se graduó en Psicología, regresó a Ayutla y está en proceso de integrarse al Centro Comunitario de la Mujer. “Sufrimos y hubo momentos en que nos sentimos abandonados, pero ahora ya lo entiendo porque me enviaron lejos; yo me siento orgullosa de mamá”.

Nélida piensa terminar la carrera de Educadora, actualmente es la encargada del “Centro Comunitario Gúwa Kúma, Casa de los Saberes”, todas las semanas recoge los insumos alimentarios para las niñas, niños y adolescentes albergados, y hace las cuentas buscando que estos alcancen y nadie se quede sin comer.

Colosio es un joven adolescente que nació años después del agravio a su mamá, y todos los días escucha en su entorno la palabra “derechos”, y ve a su alrededor a decenas de mujeres políticamente activas.

Fortunato, sereno y discreto, dice en me´phaa que está “muy orgulloso” de Inés, y de su lucha que la hizo “que llegamos donde estamos. No le ha dejado sola porque ella es mi pareja. Para mi también era importante que la justicia se diera para sus hijas, para la comunidad, ver la justicia así, grande, para que ninguna de las personas de mi pueblo y de otras comunidades, vuelva a pasar lo mismo”.

Lucía, una de las mujeres activistas y de las cuidadoras del albergue y el centro, dice que a ella le nació participar “porque no queremos que vuelva a suceder lo mismo. Yo antes no sabía cómo participar, no sabía cómo este expresar, pero ahora junto con Inés ya sé cómo luchar. Y lo que yo quiero para mis hijas que ellas sepan expresarse, perder el miedo y que no se deje pues”.

– Inés, ¿cómo te sientes tu ahora, 20 años después? ¿Cómo quieres que te nombren y te recuerden?

– Muchas mujeres y muchas organizaciones me apoyaron, eso me dio fuerza cuando sentía que no podía dar más. Quisiera ser una mujer inspiradora y a veces valiente, por todo lo que se ha logrado- explica con ayuda de la traducción de Noemí.

Rosalva Aída Hernández Castillo, personas que apoyaron el proceso de búsqueda de justicia de Inés, así como integrantes del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, siguen llegando periódicamente a Ayutla para impartir talleres sobre derecho y reconstrucción del tejido social.

También porque saben que el camino para la justicia aún continúa; por ejemplo, la militarización y paramilitarización de la zona sigue amenazando a la región, los autores materiales de la violación no han sido sentenciados, y los recursos para la operatividad del centro para la mujer y el albergue son insuficientes y requieren de una gestión constante.

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