Enseñar es resistir: así fue la pandemia sin escuelas para las infancias rarámuri
Abandonadas por el gobierno, las comunidades urbanas rarámuri que migraron a la capital de Chihuahua en busca de una vida distinta, huyendo de la sequía, la presencia del crimen organizado, los proyectos extractivos y la muerte, se enfrentaron a preguntas sin respuestas sobre la educación de sus hijos e hijas, mientras su pesadilla sobre un bicho se hacía realidad
Texto: Óscar Rosales
Investigación: Óscar Rosales, Raúl Fernando Pérez, Jaime Armendáriz, Carlos Fierro
Video y fotografía: Raúl Fernando Pérez
Traducción de entrevistas: Carlos Fierro
María escuchó atentamente a su cuñada. La recuerda muy inquieta, preocupada por un sueño, una pesadilla de esas que nadie quiere tener. “Decía que iban a morir muchos seres humanos, que iba a llegar una enfermedad muy grande”, relata María Luisa Chacarito y añade: “Decía que no se iba a terminar”.
Chacarito es lideresa rarámuri de Rinconada Los Nogales, una de las 18 comunidades indígenas urbanas de Chihuahua, capital del estado con el mismo nombre, en la frontera norte de México.
Era diciembre del 2019, un momento del año en que las familias indígenas, en su mayoría de la etnia rarámuri, están más atentas a la tempestad del crudo invierno, cuando las temperaturas en esta región empiezan a descender más allá de los cero grados centígrados, que a una enfermedad del otro lado del mundo.
Pero tan sólo tres meses después del 31 de diciembre, cuando se encendieron las alertas de la Organización Mundial de la Salud (OMS) tras la notificación del primer caso de COVID-19 en la ciudad de Wuhan, en China, la pesadilla comenzó a tomar forma.
El lunes 23 de marzo el gobierno mexicano comenzó la Jornada Nacional de Sana Distancia, nombre que se le daría a las políticas de confinamiento para contener la propagación del virus Sars-CoV-2, que causa la enfermedad COVID-19, después de que se registraron los primeros casos en el país.
Por esos días, un familiar de Chacarito volvió a soñar con la enfermedad. Era la cuarta vez que en la comunidad alguien soñaba con el virus.
Para la cultura rarámuri los sueños son muy importantes. Sus médicos tradicionales, owiruame en lengua rarámuri, curan a través de los sueños. Por eso decidieron realizar el Yúmare, su principal ceremonia tradicional, en la que danzan y cantan desde la noche hasta el amanecer. Ahí le pidieron a Onorúame, el dios rarámuri, que los protegiera de la enfermedad.
Ciertamente, los temores contenidos en aquellos sueños nocturnos fueron un indicio de lo que se venía. Las medidas del gobierno para contener el virus implicaron el cierre de muchos centros de trabajo, la cancelación de eventos masivos, el aislamiento en casa y la suspensión de clases en todas las escuelas.
Sin nadie en las aulas de clase y con niños y niñas sin poder salir de casa, las dudas se repetían en los padres y las madres de las comunidades: ¿Quién acompañaría a sus hijos e hijas mientras trabajan? ¿Cómo iban a aprender ahora sin maestros? ¿Perderían el ciclo escolar? ¿El gobierno ayudaría?
Las historias y testimonios de diez de estas 18 comunidades exponen cómo la Comisión Estatal para los Pueblos Indígenas de Chihuahua (COEPI), órgano de gobierno destinado a realizar y gestionar políticas públicas para los pueblos originarios, no cumplió en su totalidad con las funciones que le corresponden en el ámbito educativo formal en un momento de emergencia, como la pandemia por COVID-19.
Fue con ayuda de la sociedad civil, que las familias de las comunidades Pájaro Azul, Rinconada Los Nogales, Cerro de La Cruz, Díaz Infante, La Soledad, Gabriel Tepórame, Rubio, Napawika, El Oasis y la colonia Tarahumara, lograron atender a 350 niños, niñas y adolescentes durante el ciclo escolar, supliendo así muchas de las funciones de un Estado despreocupado por sus pueblos originarios.
La adversidad antes del bicho
Los pueblos rarámuri migran a la capital en busca de una vida distinta. Dejan su hogar en la sierra por diferentes razones: falta de empleo, la sequía, la tala inmoderada de sus bosques por parte de ejidatarios chabochis, desnutrición y, principalmente, la presencia del crimen organizado y los proyectos extractivos, como la minería, que atentan contra sus tierras y sus pobladores. Tan solo desde el 2013 hasta el 2021, han sido asesinadas 18 personas activistas y defensoras del territorio indígena en Chihuahua.
La vida para una persona indígena en la urbe chihuahuense nunca ha sido fácil. En Rinconada Los Nogales, distinta a la colonia vecina del mismo nombre, pero ocupada por personas no indígenas, es decir, mestizas –chabochi, como les dicen en lengua rarámuri-, no hay pavimento ni cancha de basquetbol, como sí hay en las comunidades Pájaro Azul o Gabriel Tepórame.
Muchas de las casas están hechas con materiales improvisados, como tablones, lonas y láminas, que poco protegen de los climas extremos que se viven en las planicies centrales de Chihuahua.
Ubicada al suroriente de la ciudad, Rinconada Los Nogales está asentada junto a los desechos industriales de la antigua fundidora Ávalos. Montañas de plomo, cadmio, arsénico y zinc, abandonadas a la intemperie desde 1997, forman parte del paisaje.
Esta, al igual que el resto de comunidades, son resultado del desplazamiento de miles de personas indígenas originarias de la Sierra Tarahumara, una cadena montañosa de bosques y valles que forma parte de la Sierra Madre Occidental, la cordillera más extensa de México.
Provienen de municipios como Bocoyna, Guachochi, Carichí y Guadalupe y Calvo. Su presencia permanente en la capital comenzó en la década de los 30’s, aunque hay historiadores y antropólogos, como Enrique Servín, abogado, políglota, activista, escritor, poeta y lingüista mexicano, destacado defensor y estudioso de las lenguas indígenas, que sostienen que en la ciudad siempre hubo personas rarámuri.
Sin embargo, la construcción de las comunidades no ocurrió sino hasta 1957, cuando la Misión Evangelística Mexicana levantó las primeras casas de adobe, sin servicios básicos, sólo techadas y con piso de tierra, en la comunidad que hoy se conoce como El Oasis, al suroeste de la ciudad.
Con el paso de los años, gracias a la filantropía chihuahuense, el apoyo de la sociedad civil, la iglesia y la extinta Coordinación Estatal de la Tarahumara (el organismo anterior a la COEPI, esta última creada en 2016), algunas comunidades pudieron mejorar un poco de su infraestructura.
Las comunidades indígenas en la capital se asemejan a pequeños fraccionamientos, ubicados dentro de una colonia mucho más grande, normalmente habitadas por chabochis.
En la comunidad Gabriel Tepórame, también al sur de la ciudad, las casas son de una o dos habitaciones y un baño. Están construidas de manera contigua, desde una vista aérea forman un rectángulo, y en el centro hay una amplia cancha de baloncesto.
En Pájaro Azul forman la misma figura, solo que su cancha se encuentra en la entrada de la comunidad y los caminos entre casas son de tierra. En las orillas de ese rectángulo, hay un comedor y una cocina comunitaria, donde se reúnen para hablar de los temas importantes para ellos.
Su organización interna replica la forma de gobierno de los pueblos en la Sierra Tarahumara. Cada una tiene tres gobernadores o gobernadoras (siríames, en lengua rarámuri), cuyo período dura tres años. Son quienes encabezan todas las reuniones, dan consejos y coordinan todos los asuntos de interés colectivo, como sus fiestas tradicionales.
Algunas comunidades en vez de gobernadores o gobernadoras, tienen líderes o lideresas, como es el caso de María Luisa Chacarito en Rinconada Los Nogales. Para que un medio de comunicación pueda entrar y documentar o reportear, debe pedir la autorización de dichas autoridades.
Es también a través de estas personas que las comunidades gestionan apoyos para mejorar la infraestructura de sus hogares o la calidad educativa de hijos e hijas. Sin embargo, la educación formal siempre ha sido una especie de privilegio para la mayoría.
En la comunidad Rinconada Los Nogales, de 15 niños que hay, solo 6 asisten a la escuela, es decir, menos de la mitad. María Luisa Chacarito explica que, para muchas familias, conseguir el dinero de la inscripción resulta muy complicado, sobre todo para las madres solteras (que son mayoría), aún con el descuento que les dan las escuelas públicas en la cuota de inscripción, que se cobra en muchas de ellas pese a que el artículo tercero de la Constitución Mexicana garantiza que la educación del Estado es gratuita.
La mayoría de las madres trabajan largas jornadas como empleadas domésticas, sin prestaciones laborales. En el mejor de los casos, por limpiar y atender una casa ganan de 200 a 300 pesos por día. Sin embargo, gastan hasta 50 pesos diarios sólo en transporte de traslado, en el que también invierten de 2 a 4 horas de su tiempo.
Por otro lado, los padres recurren a empleos distintos. “Ganan muy poco porque trabajan como jardineros o en la albañilería. Están cansados, algunos ya son muy mayores”, explica Chacarito.
Obtener trabajos mejor remunerados en la ciudad tampoco es fácil. La mayoría de los rarámuri desplazados a la capital de Chihuahua no tuvieron oportunidad de terminar la primaria o la secundaria, un requisito mínimo solicitado. Terminan en empleos que satisfacen a las urbes, alejadas de las necesidades de las comunidades donde vivían, abandonadas y estigmatizadas por los tres niveles de gobierno.
Su rezago educativo se explica por el trato que han recibido por parte del Estado, pues históricamente el gobierno mexicano ha visto a sus pueblos originarios como una cultura inferior. La falta de entendimiento de cómo se conectan con la naturaleza, su desinterés a la forma de aprendizaje de pueblos como el rarámuri y la imposición de sistemas de enseñanza no indígenas en la Sierra Tarahumara, les ha impedido avanzar como cultura en sus propios términos de progreso.
El contexto de la discriminación en México tampoco ayuda. Según la última Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS), realizada en 2017 por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el 15.9 por ciento de las personas indígenas mayores de 12 años no ha podido obtener un trabajo o un ascenso por pertenecer a esta población.
Los rarámuri pasaron de proteger los bosques de la Sierra Tarahumara, a cuidar el brillo del piso de las familias más privilegiadas de la capital de Chihuahua. De sembrar sus propios alimentos en el monte, a hacer las compras de otros en el supermercado.
La brecha de desigualdad entre mestizos e indígenas ya era bastante ancha. Entonces, apareció un bicho: un gusano en las manos. Así es como se les describió a niños y niñas rarámuri el Sars-CoV-2, que causa la enfermedad COVID-19. La idea del gusano era simple, ayudaba a entender lo importante que era protegerse del virus y acatar las indicaciones de las autoridades sanitarias a nivel nacional: lavarse las manos, evitar el contacto físico y, principalmente, no salir de casa.
Para muchos estudiantes, el no salir de casa y poder tomar clases desde la distancia, fue sinónimo de comodidad. Para las familias indígenas de la mancha urbana significó incertidumbre.
La maestra Esperanza
Guadalupe busca dónde sentarse. Se aleja muy poco de la mesa que está llena de hojas, libros y colores. El cuarto está repleto de sillas muy pequeñas y mesitas cuyas patas no pasan del medio metro. Decidida, se acomoda a un lado de la puerta por donde entra un cálido haz de luz. Observa el pequeño espacio vacío y, entre discretas y cálidas sonrisas que externa durante la entrevista, recuerda su labor ahí.
“Trabajamos ayudando a los niños para que no pierdan las ganas de ir a la escuela, ya que es muy importante estudiar, si no estudiamos, no aprendemos nada”, dice Guadalupe Espino, una joven rarámuri de la comunidad Pájaro Azul que, desde mayo del 2020, apoya y acompaña la realización de tareas de alrededor de 20 niños y niñas rarámuri de preescolar.
La maestra Lupita, como le dicen sus vecinos, nació en la ciudad de Chihuahua, pero sus padres son originarios de Norogachi, una comunidad ubicada en el municipio de Guachochi, al sur del estado, en la Sierra Tarahumara.
Contrario a lo que se pudiera creer, al no haberse criado en la sierra, su manejo del rarámuri es claro y fluido, debido a la educación de sus padres y la convivencia con sus vecinos de Pájaro Azul que siempre le hablaron en su lengua materna. Para ella, trabajar con niños y niñas después del cierre de escuelas es una oportunidad de recordar raíces, recuperar el idioma y conservar tradiciones.
“Les enseño a los niños en tarahumara y en español para que aprendan los dos idiomas, para que no pierdan nuestra forma de hablar. Es muy importante conservar nuestra lengua», señala.
Lupita forma parte de un proyecto educativo, deportivo y cultural para las comunidades indígenas urbanas que empezó en mayo del 2020 con la asociación civil Paz y Convivencia Ciudadana.
Después del cierre de las escuelas a finales de marzo, la organización civil se acercó a Yolanda, Hilda y Guadalupe, las gobernadoras de Pájaro Azul y explicó sus intenciones para apoyar la educación de los infantes, previendo la situación que se avecinaba por la pandemia.
Las y los estudiantes comenzaron a recibir folletos y hojas de contenido realizado tanto por la Secretaría de Educación Pública (SEP) como por sus docentes y directivos de la escuela, con tareas y ejercicios. Este material era enviado, en su mayoría, mediante mensajería de WhatsApp.
La directora y las maestras de la escuela le hacían llegar esos materiales por semana a Guadalupe Espino, para que ella ayudara a niños y niñas a realizarlas. De esa manera, cada viernes, les devolvía los trabajos hechos y con eso la escuela calificaba a sus estudiantes.
Otras tres personas acompañaban a Guadalupe cubriendo otras necesidades formativas. Emma Martínez con atención psicológica para estudiantes y sus familias; Danelia Reyes generaba y realizaba actividades artísticas, y Jorge Girón, con clases de educación física. Esta dinámica de cuatro personas es la misma en el resto de comunidades donde tiene presencia el proyecto.
Ocasionalmente, se impartían aprendizajes distintos a lo común, como sencillas clases de guitarra y electrónica básica.
“Nuestra intención es que vean que hay oportunidades para salir adelante”, comparte Jorge Girón quien, además de ser profesor de educación física, es el coordinador del proyecto en Pájaro Azul.
“Muchas son madres solteras, o no cuentan con un trabajo establecido que les pueda brindar una guardería o son trabajadoras del hogar sin prestaciones”, añade Girón. Señala que, desde antes de la pandemia, los horarios laborales y las distancias no permitían que muchos niños y niñas de preescolar fueran a la escuela.
Madres y padres sintieron más tranquilidad al saber que sus hijos e hijas tenían una compañía formativa mientras trabajan.
El profesor Ausencia
El proyecto Paz y Convivencia fue concebido como un programa de educación no formal, ya que no está apegado a los esquemas de enseñanza de la SEP. No siguen un sistema de calificaciones y busca “revalorizar la comunidad indígena, conservar sus tradiciones y conocimiento, y edificar su valor”, describe Paola Contreras, coordinadora del proyecto en la comunidad Cerro de La Cruz y Rinconada Los Nogales.
Este esfuerzo no empezó al mismo tiempo en las diez comunidades. El acercamiento con las gobernadoras de Pájaro Azul fue el primero y único que se dio en abril del 2020, debido a las limitaciones presupuestales de ese momento.
A pesar de conocer este proyecto desde el inicio y tener responsabilidades con las personas indígenas de Chihuahua, la COEPI, dirigida entonces por María Teresa Guerrero, no concretó ningún apoyo económico.
Según Luis Echeverría, presidente de Paz y Convivencia, la dependencia estatal argumentó una falta de presupuesto. Accedió a impartir cursos de pertinencia cultural para el equipo multidisciplinario que trabajaría en la comunidad, pero estos no se dieron ese año. Su excusa por ambas ausencias: la pandemia.
Tras varios intentos por conseguir el recurso, la organización civil concursó en una convocatoria emitida por la oficina estatal del Desarrollo Integral de la Familia (DIF). Fue ahí donde lograron obtener 260 mil pesos que se ejercieron a partir de mayo del 2020 en Pájaro Azul.
En noviembre de ese año, la sociedad civil logró replicar el proyecto en la comunidad Díaz Infante, utilizando parte del presupuesto del DIF. El objetivo era extenderse a todas las comunidades en la ciudad, pero sin el apoyo monetario de la COEPI, la tarea resultaba casi imposible. Además, después del 2020, no había ningún presupuesto asegurado para continuar el proyecto. Pero las cosas cambiaron antes de finalizar el año.
La COEPI se comprometió con la sociedad civil a otorgar el 30 por ciento necesario para continuar el proyecto en el 2021, según comentó Nidia Castillo, coordinadora general. Es decir, COEPI daría alrededor de 1 millón 404 mil pesos.
Después, Paz y Convivencia ingresó el proyecto a la Fundación del Empresariado Chihuahuense (FECHAC), donde les aprobaron 3 millones 254 mil pesos, el 70 por ciento faltante, según el informe de proyectos de enero del 2021 de la misma fundación.
Con el presupuesto total alcanzado, de 4 millones 659 mil pesos, había la posibilidad de extenderse a otras ocho comunidades. La asociación civil estaba tranquila y las familias de Pájaro Azul y Díaz Infante tendrían asegurado el apoyo educativo por otro año.
Sin embargo, esa esperanza cambió de un momento a otro.
Antes de comenzar el 2021, la COEPI avisó a Paz y Convivencia Ciudadana que no facilitaría ese casi millón y medio que había prometido. El pretexto, nuevamente, la pandemia. Tampoco hubo mucho éxito con solicitudes de apoyo realizadas al DIF estatal, la oficina de Desarrollo Social y la Secretaría de Educación.
Hasta ese momento, el órgano estatal de los pueblos indígenas tampoco había cumplido con su promesa de impartir cursos de sensibilización sobre la cultura indígena a las personas que integraban los equipos que apoyaban a las comunidades.
La preocupación llegó de nuevo. El compromiso por parte de la sociedad civil ya estaba hecho con las autoridades de otras siete comunidades. No querían “echarse para atrás”, expresa Nidia Castillo.
La COEPI, ahora a cargo de Enrique Alonso Rascón Carrillo, declaró que en su momento la dependencia proporcionó insumos de limpieza y transporte a visitas guiadas en museos, pero que el presupuesto para el resto de necesidades solo fue proporcionado por la FECHAC. Se solicitó un total y desglose de los gastos realizados por COEPI, pero no se recibió respuesta, argumentando que el proyecto aún no ha finalizado.
También señalaron que impartieron capacitaciones de pertinencia cultural indígena, pero estas no se dieron hasta 2021, un año después de lo prometido.
Sin embargo, las comunidades ni la sociedad civil “se echaron para atrás”. Todo el 2021 realizaron las actividades contempladas para el proyecto, pero con el 70 por ciento del presupuesto pensado originalmente.
Aprender en la carencia
La pintura blanca ya ha empezado a descarapelarse de la vieja puerta metálica del comedor comunitario de Pájaro Azul. Al cruzarla, se puede leer en una pared, con letras recortadas y de diversos colores: “Arte comunitario”. Bajo el mensaje, hay varias hojas con dibujos. En uno hay un caracol arrastrándose lentamente sobre un hongo verde con puntos. Parece moverse hacia la casa café del dibujo a su izquierda. Cerca de los lienzos, pegada en una columna de concreto, está una hoja sobre la que escribieron “Horario”. Va desde las once de la mañana hasta las dos de la tarde.
“Lo cambiamos para que no les dé ni frío ni calor”, explica Jorge Girón.
El área no puede utilizarse en un horario distinto al establecido. La infraestructura del lugar no resguarda lo suficiente para los constantes y drásticos cambios climáticos que registra la ciudad de Chihuahua en un solo día. La falta de ventanas los expone al sofocante calor del verano durante las tardes o a las heladas matutinas de otoño e invierno, y los fuertes vientos que sorprenden ocasionalmente a la capital pueden volar el techo de lámina que los cubre. Se ha solicitado apoyo para mejorar el espacio, pero la COEPI no ha mostrado interés.
Esa falta de atención de la COEPI se replicó en casi todas las dependencias e instituciones locales. Yolanda, Hilda y Guadalupe, gobernadoras de Pájaro Azul, explican que solo encontraron puertas cerradas. Las solicitudes que habían hecho para mejorar las áreas comunes de la comunidad, como la cancha o el comedor, quedaron en la incertidumbre. ¿La excusa? La misma, la pandemia.
“Queríamos amueblarlo o acondicionarlo para los niños”, explicaron las gobernadoras en torno al comedor comunitario. “Para ir a pedir apoyos también se nos decía que no saliéramos de nuestro hogar hasta que pasara el COVID”, señalan.
“Y ciertas cosas que faltaban en la comunidad, para nosotros empezar bien la gobernanza. Mejoras de agua, drenaje, alumbramiento”, agregan. Les decían que las oficinas estaban cerradas, aunque les recibieron los documentos. Las gobernadoras no sabían si alguna de estas peticiones procedería. Hasta el momento, siguen buscando ayuda.
Por otro lado, la operación al 70 por ciento de las capacidades presupuestales ha dificultado la tarea de Paz y Convivencia. De hecho, también repercute en los salarios de los equipos. Ninguno lo percibe al 100 por ciento.
“Nuestra intención sería integrar el comedor comunitario, que de perdida en la mañana ya hubiera un alimento para todos”, explica Jorge Girón, ya que han detectado a infantes que acuden a las actividades sin desayunar, un problema que se replica en las otras nueve comunidades.
Las familias han recibido donaciones que les permiten resarcir los efectos de ese recurso faltante de la COEPI. Alimentos como burritos y materiales escolares como cuadernos, lápices, mochilas e incluso zapatos, son cosas muy necesarias para cada comunidad.
“Teniendo el material básico, los niños pueden hacer una infinidad de cosas. Se facilita el aprendizaje”, señala el coordinador del proyecto en Pájaro Azul.
A la lista de carencias en medio de la pandemia, la maestra Lupita cree que se suma otro elemento: el idioma. Aunque Lupita tiene consigo algunos libros en rarámuri impresos por la SEP, ella afirma que este tipo de material no es común en las escuelas con alumnado indígena.
Según datos de la oficina de Servicios Educativos del Estado de Chihuahua (Seech), en el ciclo escolar de enero a junio del 2021, se imprimieron a nivel estatal, como apoyo a las labores de enseñanza de los docentes de educación indígena, casi 20 mil Cuadernos de Trabajo para niños y niñas indígenas. Pero en todo el estado, según datos de la misma dependencia, existen alrededor de 25 mil alumnos registrados.
Para compensar la falta de reproducción de contenidos educativos en rarámuri, la maestra pide a sus alumnos utilizar otros elementos para recordar sus raíces. “En ocasiones les digo que vengan vestidos con su ropa típica para que no se olviden de nuestras tradiciones, (nuestras) danzas, matachín y pascol”, refiere.
Pese al esfuerzo en conjunto entre familias y sociedad civil, desde su comienzo el proyecto tiene los días contados, pues finalizó el 15 de diciembre del año pasado.
Ahora, el reto vuelve a ser casi el mismo: obtener financiamiento. Paz y Convivencia ven probabilidades de que el FECHAC retome la propuesta de trabajo y puedan dar seguimiento a las comunidades a partir de febrero o marzo de este 2022, pero nuevamente con tan solo 70 por ciento de lo necesario. El otro 30 por ciento seguiría faltando y desde el año pasado, la COEPI no ha dado indicios de facilitar este recurso.
Aunque las gestiones y esfuerzos por conseguir el dinero están ahí, no hay certezas de nada.
Las tareas pendientes
Después de las elecciones a nivel estatal que ocurrieron durante junio del 2021, el mapa político en las dependencias gubernamentales de Chihuahua se ha reconfigurado.
La gobernadora electa María Eugenia Campos, del Partido Acción Nacional (PAN), considerado un grupo político de derecha conservadora, ha dejado a cargo del órgano de gobierno a Enrique Alonso Rascón Carrillo, un joven sin ningún tipo de experiencia sobre comunidades indígenas, pero con una larga trayectoria dentro del Partido Revolucionario Institucional (PRI), considerado de centro-izquierda.
La designación de Rascón al frente de la COEPI ha sido cuestionada por tener un conflicto de intereses, ya que es suplente en el Congreso de Chihuahua del diputado Omar Bazán Flores, quien tiene una demanda penal contra la comunidad rarámuri de Mogótavo, con la que busca desalojar al pueblo ubicado en la zona de Barrancas del Cobre, en el municipio de Urique.
Los habitantes de Mogótavo señalan que el despojo que busca cometer Bazán tiene intereses inmobiliarios, pues hablan de la construcción de complejos turísticos e incluso de campos de golf en su territorio.
Por lo tanto, comunidades indígenas y activistas piden la destitución de Rascón como titular de la COEPI. Aseguran que su nula experiencia con los pueblos originarios y su relación con el legislador Bazán pone en peligro a las comunidades y lo hacen indiferente a las necesidades de estas en cualquier región del estado.
Y aunque la falta de apoyo en términos educativos para las personas indígenas de la ciudad de Chihuahua no ocurrió durante la gestión de Rascón, sino de su antecesora María Teresa Guerrero, el exgobernador panista, Javier Corral el tema no ha sido retomado.
Por lo pronto, así como niños y niñas al final de un día de escuela, el Estado aún tiene tareas pendientes. Lo único seguro, tanto para las comunidades indígenas urbanas como para la sociedad civil, es la incertidumbre y la permanente desigualdad.
* Este texto forma parte del proyecto Covid y Desigualdad de la Red de Periodistas de a Pie elaborado en colaboración con DW Akademie, con el apoyo del Ministerio Federal de Cooperación Económica y Desarrollo de Alemania (BMZ).
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