Juan Carlos Cabrera Pons: El día que México ganó el Mundial

El día que México ganó el Mundial

Por Juan Carlos Cabrera Pons

El sol dejaba rodar su resplandor entre las calles en torno a Palacio Nacional. Su luz caía pesada en torno a los faroles apagados, el polvo agitado sobre el concreto, las cabezas descubiertas de los transeúntes. Fue hace una semana. El azar, que a todos nos convida, quiso que atinara a sentarme en el puesto exacto entre Josué Hernández y José Miguel Candia, camaradas cuya sapiencia futbolística no podría ser cuestionada. En un coversatorio sobre el Mundial organizado por el Museo Nacional de las Culturas del Mundo, y que de manera grandilocuente quisimos nombrar “Entre las cuatro esquinas: fútbol, globalización, cultura e identidades”, recordaba un ejemplo de lo que Leonardo Quitián ha llamado fubolización de la política.

Fue hace un mes. Al final del tercer debate presidencial, el Bronco cerró pidiéndole a los electores del país una metáfora fallida: “en México, la mayoría cree que Alemania ganará el Mundial —parafraseo—, pero ¿entonces para qué jugarlo?” Se refería a uno de los elementos constitutivos del fútbol: su imposible predictibilidad, “la ficción de la igualdad de oportunidades”, diría Martín Caparrós. El Bronco continuó: “asimismo, una mayoría parece estar convencida de que yo no puedo ganar las elecciones”. La metáfora es mala porque un presidente, bajo el supuesto de la democracia, es elegido por votación popular, mientras que el Mundial, bajo el supuesto del juego limpio, no necesariamente lo gana el equipo favorito de la mayoría. Al final, ni Alemania –lo sabemos todos– pasaría de la fase de grupos de este nuestro Mundial ni el Bronco obtendría el triunfo en las elecciones –ni en su propio barrio dejó de ser el candidato menos votado, como notaron por ahí.

Juan Carlos Cabrera Pons

Fue hace apenas unos días. Una hora antes del España – Rusia, el domingo de las elecciones. Mi novia y yo bajamos los escasos pisos que separan su departamento del suelo, esa planta baja de la ciudad. Encontramos, para sorpresa nuestra, las casillas electorales justo frente a la puerta de su edificio. Como me enteraría más tarde, no serían las únicas que repentinamente cambiaron su ubicación, gesto que a una importante fracción de la ciudadanía le pareció una estrategia para incitar el abstencionismo. No serían tampoco –como me enteré más adelante– las únicas casillas en abrir con más de una hora de retraso, lo que una fracción mucho menor de la ciudadanía lamentamos: nos quedamos sin el autogol de Seregi Ignashevich.

Unas horas más tarde, en un restaurante de comida chiapaneca cerca de Viaducto, acompañé el Croacia – Dinamarca con un taco de cochito horneado. La tarde era tranquila. Luminosa y fresca. Habíamos ido a votar con una sensación muy parecida a la esperanza. No queríamos despertar de nuevo en el México de los desaparecidos, los feminicidios, la corrupción. El hilo negro de impunidad que ata Tlatelolco con Ayotzinapa, Aguas Blancas con Tlatlaya. Habíamos ido a votar con algo similar a una desidia acostumbrada. Antes habíamos presenciado, junto a millones de ciudadanos, las maquinarias del fraude, de la obsesión por el poder, de la violencia. Hace ya tiempo que las fuentes frente al Palacio de Bellas Artes están vacías para que nadie ya les vuelva a echar pintura roja.

Unas horas más tarde todavía el país no había cambiado, pero algo todavía más similar a la esperanza caminaba en las calles frente a Palacio Nacional. El país no está salvado de por sí, pero más que nunca la gente acudió a las urnas. En torno a los faroles estridentes relucía el supuesto de la social-democracia. La mañana siguiente, México perdería el partido de octavos de final por vez consecutiva desde 1994. Pero la rutina había cambiado. Un espacio político vedado, cerrado con tres candados, parecía abierto de puertas y ventanas. Por una vez desde que tengo memoria política el cambio urgente dejo de ser asunto de la vida privada –cuántas veces nos habían contado esa falacia– y parecía hallarse en la colectividad de un espacio público recobrado.

El país no había cambiado. No ha sido salvado, pero en décadas nos había ofrecido una posibilidad tan presente –tan apabulladora– de intentarlo. Nos toca dar la cara, y espero que estemos más dispuestos y que tengamos menos pretextos en la bolsa que los 22 jugadores de nuestra selección.

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