Josué Hernández Ramírez: De afectos y subjetividades colectivas
Josué Hernández Ramírez
Se nos acaba el Mundial. Estos días en los que descansan los jugadores también nos sirven para volver a acostumbrarnos al ritmo cotidiano de nuestras vidas. Lamento que quizás dejen de existir esas congregaciones espontáneas alrededor de una pantalla con gente que no conoces para seguir los partidos. Cuando no me tocaba ver esos juegos en la soledad de la oficina, podía escaparme un rato al departamento de diseño, donde inmediatamente mencionábamos a qué equipo apoyábamos y entonces encontrábamos efímeras afinidades y rivalidades. Incluso personas que enuncian un justificado desprecio al deporte de los miles de millones de dólares asistían a esa efervescencia colectiva de angustia, alegrías y tristezas.
El futbol, aunque quizás encubiertas y sutiles, ha sido el escenario de tensiones identitarias que se configuran alrededor del juego y de la apropiación de una serie de símbolos y prácticas. Recuerdo el primer equipo de mi infancia, con el que, digamos, adquirí esa membresía al futbol. Era el Necaxa de Aguinaga, del Ratón zarate; por el que pasaron Adolfo Ríos, Zague y hasta el mismo Cuauhtémoc Blanco. Todavía con Necaxa supe lo que se sentía ganar hasta que llegaron otros equipos como Santos a quitarnos esa sensación.
No recuerdo qué motivación me haya llevado a cambiar la afición por el Atlas (con ellos aprendí lo que significa la derrota como vocación y pasión). Quizás que muchos de los jugadores que sobresalieron durante los noventa y la mitad de la primera década del dos mil eran canteranos del Atlas. Poco a poco fui perdiendo la afición por el equipo, hasta me alejé del futbol como quien se aleja de su religión cuando deja de darle sentido a su vida.
Sin embargo, el grupo que poco a poco se fue formando, mucho por iniciativa de Juan Carlos, Juan Pablo y Gabriel, a la que nos fuimos sumando Arturo Montoya, Rully, Raciel, Homero y en la que han colaborado muchas personas de esas que uno puede decir que han hecho de la vida propia un camino que ya ha valido los tropiezos, me ha reencontrado con aspectos del futbol que no descubrimos nosotros y sobre los cuales hemos seguido algunos pasos, cuando quizás, más otros que yo mismo, abierto líneas de reflexión que no he conocido en nuestro país.
Este redescubrimiento del futbol me hace eco de cuando aprendes a ver otras líneas de una película, cuando te topas con la crítica literaria, pero también cuando recuerdas que ahí también hay un instante que devuelve sensaciones al cuerpo y los afectos, y que no se clausura por la mirada academicista, ni se reduce al supuesto consumo pasivo del espectador.
Hablo de colectividades en este texto, como pueden ver, y es justo eso lo que retomo de mis experiencias personales con el futbol. Creo en la urgente necesidad de buscar los espacios en los que emerjan subjetividades colectivas. Es decir, no sólo aquellas significaciones íntimas, sino aquellas que se constituyen a sabiendas de lo externo, de lo que existe además de mí, de un yo, pero que nos congrega; eso que en otros espacios han denominado con mejores voces “lo común”.
Cuando empezamos a hablar, a coincidir a través de nuestros textos sobre futbol, a quienes he nombrado, a las otras personas que saben que también han estado ahí y a mí nos llega una especie de lenguaje cifrado, pero a la vez abierto. Cifrado para entendernos entre nosotros, pero abierto para intentar hacer y hacernos parte de otros espacios y otros oídos. Ese reencuentro con el futbol a través de ellos ha configurado también mi interés político por otros temas. Me han permitido generar una lectura en un vaivén que va del futbol hacia la política, hacia el arte, hacia la literatura y hacia otros ámbitos de la vida que también han provocado la aparición de tejidos de amistad insospechados.
Sólo desde ese afecto al futbol es que entiendo la posibilidad de haber construido esta forma de subjetividad colectiva. Vuelvo, entonces, a la imagen sobre las congregaciones espontáneas alrededor de una pantalla.
Cuando gana el equipo que apoyamos por ese rato, gane o pierda, la despedida ya no sabe igual, guarda siempre un grado de complicidad, de silencio comprensivo. Tal vez sea ese pequeño silencio de afinidades afectivas el que nos devuelva la posibilidad de reconstruir lo que, por todos lados, parece roto.
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