Juan Pablo Zebadúa: Futbol y sociedad
La narración de la jugada comienza así: “arranca por la derecha Maradona, el genio del futbol mundial…”, en tanto avanza la secuencia “genio, genio, genio, tatata, tata, tata” y culmina en un mar de llanto gritando el gol, “gracias Dios, gracias futbol”. Es Víctor Hugo Morales en el Mundial de México 1986, en una apoteósica llamada de atención de lo que el futbol puede llegar a hacer. Lo demás es leyenda. Está narrando el gol de Diego Armando Maradona contra Inglaterra, en lo que para muchos ha sido el mejor gol de la historia (aunque la FIFA haya votado por el de Manuel Negrete, otro súper golazo, en ese mismo Mundial). El de Diego se trata de un gol que no tiene que ver mucho con el futbol. He aquí la causa para poder ser el mejor gol de todos y también una de la grandes hazañas del deporte más popular del orbe: poner de manifiesto las pasiones nacionales al limbo, y generar ese incierto “todos nosotros”, el de la identidad colectiva forjada a fuerzas, efímera, delirante, en una oncena de jugadores y en apenas 90 minutos de juego.
En 1982 se desarrolló la Guerra de las Malvinas entre Argentina e Inglaterra. Esta disputa territorial terminó en un cruento episodio bélico a favor de Inglaterra. En el Mundial del 86, bajo el liderazgo indiscutible de Maradona (en ese Mundial excelso, fino, sublime), Argentina se dispuso a saldar la afrenta como mejor lo sabían hacer, jugando al futbol. Por eso, esa pasión desbordada durante el juego no tenía que ver con el deporte, sino con una sociedad entera agraviada y que podía ser “salvada” de esa manera. Lo logró. 2-0 a favor de Argentina, después fueron campeones del mundo e inauguró en ese juego uno de los “clásicos” más distinguidos del planeta.
Por increíble que parezca, ese juego narrado por Morales es también uno de los más emocionantes, visto y sentido desde la vena latinoamericana y por todo lo que significó el juego y posterior triunfo. Al contrario, el juego transmitido por ingleses es uno de los mas aburridos de todos los que se hayan transmitido. Es la paradoja de la pasión. No todas son iguales, y dependiendo de qué atalaya se vea es por donde se demande la flama de la inmortalidad.
Por ese hecho y muchos más, Diego Armando Maradona es casi Dios en su país (existe una religión, la “Iglesia Maradonista”) y el futbol no es un deporte popular sino El Deporte por el cual se paraliza toda la nación, a grados sociales donde el sentimiento “patrio” y la pertenencia a algo muy profundo está en juego. Algo muy difícil entender en otros países, entre ellos México.
Aquí mucho se ha hablado del sentido que tiene apoyar a una selección que, casi siempre, va a los Mundiales alicaída y con el ánimo por los suelos, pero que en el desarrollo del torneo se crece que nos permite soñar más de la cuenta. Así se comienza ahora, en Rusia 2018: nadie cree en un grupo que en un torneo internacional pueda representar al país entero. El periodista Carlos Puig escribió hace días lo que para él significaba la selección nacional, dolor y angustia, pero al mismo tiempo fervor y esperanza. En ese tenor, quizá no hay institución nacional que no refleje tanto la percepción social y política de un país como la selección mexicana. Cada vez más, debido a muchas de las frustraciones que hemos tenido cuando juega en los mundiales, la gente no se implanta el equipo. Existe hartazgo y la sensación que el futbol y la identidad nacional han sido usurpadas por un conjunto de empresarios, dueños de los equipos y gerentes de las poderosas televisoras públicas de México. Por eso, hasta una fiesta en día libre es objeto de escarnio público y pone a discusión el deber serde los jugadores, que ahora se les exige triunfar a plenitud y además comportarse como ascetas y célibes guerreros en una batalla que quizá ya esté perdida de antemano. Así parece ser la sensación general.
Mucha gente piensa eso de las cúpulas del dinero que se arrogan el derecho de crear “patria” o ese “nacionalismo” televisero que ahora ya no es eficaz, al contrario, muy artificial y lleno de fisuras inducido por los malos manejos de la Federación Mexicana de Futbol.
En un evento deportivo mundial, que es uno de los dos últimos resquicios de los nacionalismos (el otro son los juegos olímpicos), ese mismo que ahora, en el mundo global, ya no debería funcionar como antes porque ya no podríamos enfrentar al enemigo “con un soldado en cada hijo te dio”, tenemos el deber de formar parte de un México que se pone como mártir en su mejor papel internacional. Por eso funciona, o al menos eso nos da a entender, que sin nacionalismo no hay sentido ir a jugar a nada el Mundial de Futbol. Es la inmolación de toda esperanza.
En tiempos electoreros, con las percepciones políticas a flor de piel, el país desangrándose y lleno de encono pero, al mismo tiempo, con una idea de ser parte de una ola avasalladora que limpie toda la suciedad social de años, vamos a la batalla sabiendo de antemano la derrota, pero que en algún momento iluminado nos convertiremos en héroes. Después de todo, en nuestras grandes gestas bélicas de antaño hemos estado en la adversidad, y como mi General Zaragoza en Puebla de 1864, no teníamos nada que perder y mucho que ganar. Lo demás se cuenta solo.
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