Juan Pablo Zebadúa Carbonell: Paisajes latinoamericanos en Rusia
Argentina contra Nigeria
Dejen jugar a Messi, carajo. Ese chavo quiere tocar el balón, no ser objeto de la atención mundial, mucho menos de la polémica que desata en Argentina. Dejen jugar a Lionel Messi, el futbol mundial lo agradecerá y Rusia se verá engrandecido con la excelsitud de su juego. Es verdad que no se ha visto, no ha aparecido la genialidad del mejor jugador del mundo, pero es cosa de que lo dejen en paz y no hacerlo parte del escándalo que significa en Argentina no ser campeón del mundo con la albiceleste. Debe ser jodido estar en la cancha y ser parte del terrible ojo acusador de un monstruo como Maradona en la tribuna; también estar en medio de la grilla política de la envergadura de la Asociación de Futbol Argentino; ser asunto de Estado en este país, donde ganar o perder la Copa forma parte del paroxismo nacional que ha paralizado a toda una nación en el dilema de seguir con vida en el Mundial de Futbol o decir “chao” a cualquier esperanza que ennoblezca el sueño de formar parte del “algo”, de la miseria y, al mismo tiempo, de la grandeza de este juego y ritual consumado cada cuatro años.
Déjenlo jugar, de una vez por todas. Es el mejor del mundo y por estar todo el tiempo acechándolo en cada toque, en cada pase, en cada jugada que realiza, comparándolo sin misericordia con glorias pasadas y presentes, no lo sueltan; él mismo no lo hace. Este pibe quiere jugar. Su casi autismo deportivo lo hace único e irrepetible. Capitán a fuerza de la selección, el cinto en su brazo que lo acredita como tal debe dejarlo por ahí, el no necesita de eso. Es más, lo maniata y lo vuelve a poner en el centro de la polémica y la diatriba barata en contra de su arte.
La inmensa soledad de un jugador es visible cuando pierde, pero también cuando gana. Y es preferible ver a Lionel en su parquedad, en su barba pelirroja negada en su masculinidad y cuerpo de imberbe, en sus tatuajes de “hombre rudo” que no es, caminar en silencio, altivo y pensando en el siguiente juego, y no con la pesadísima losa de cargar, solo él, con un equipo de once jugadores, más la banca, más el cuerpo técnico y los 40 millones de paisanos suyos juntados en su alrededor, sedientos de la odisea, del ritual de Prometeo, el consagrado por sus aliados mortales en el hurto del fuego del triunfo en tierras extrañas y lejanas.
Simplemente, dejen jugar a Messi.
México contra Suecia
Al final, de vuelta a lo mismo. El último juego de la fase de grupos se decide todo. Nunca nos lo hubiésemos imaginado en este Mundial: jugando bien, pegándole con fineza y rudeza a la oncena campeona y, por primera vez, estando seguros de la selección y de nosotros mismos, el sistema matemático y de competición puede dejarnos fuera. Cuando alguien lea esto se debe estar jugando ya, no solo el juego que decide nuestra sobrevivencia en Rusia sino la posibilidad, única e irrepetible en estos momentos, de generar la conciencia de que se puede, de que en verdad es posible. Si esto se logra, hemos triunfado, independientemente del resultado del juego que al fin y al cabo es una tribuna lúdica que antecede placeres y gozos, pero no certezas de nuestras propias capacidades. Hay que ganar. Punto y final. Nada de enfatizar probables discusiones estériles (“si empatamos, pero si ganan los otros…”), ni aducir a deidades ajenas a nuestro propio destino.
Es verdad que la nube negra del presagio volvió a invadir nuestros terrenos. Cómo no preocuparse si eso ha pasado durante 40 años. Nubarrones obscuros, oráculos indecentes que no nos dejan en paz. Ojalá que quien lea esto me maldiga y así se conjure la fatalidad: seguro habremos ganado y pasado a la siguiente ronda celebrando sin sobresaltos. Y ahora sí, sea quien sea el rival, incluyendo a Darth Vader o el mismo Poseidón.
Colombia contra Polonia
Contundente y brillante. Parceros queridos, a bailar al son de cualquier ritmo que mueva tu corazón. Colombia entrañable, gritemos con fervor los lances de tus guerreros contra esas fuerzas eslavas que sintieron el sentimiento sudaca en cada contragolpe y los letales remates de tus delanteros punta. Juega James y jugamos todos. Por fin se nota la diferencia. Es como el aguardiente, cuando se toma en colectivo sabe mejor. Como la rumba, con compañía es más entrañable. Ese es el juego de conjunto que queremos ver.
Colombia, ruda en tu propia historia y destino a tientas, compleja como nada, pero definitivamente el paisaje más feliz sobre este planeta. La goliza muestra que los estilos de juego cuentan a la hora de la definición. Aún no se consolida nada para el parche, pero ya dio muestra de lo que fue hecha: tenemos 20 años esperando, desde la gesta del Pibe Valderrama y de René Higuita. La verbena de tu futbol solo es comparable con la forma en que encaras la vida, Colombia.
Colombia, México, Uruguay, Argentina y Brasil, invitados a la fantasía de nuestra Latinoamérica, orgullosa y herida, doliente y admirable, feliz y tantas veces vilipendiada. Hermosa tierra que puede jugar al futbol y hacerse notar en las estepas solitarias. Territorio culturalmente ajeno, pero reto severo para nuestros corazones ávidos de la consagración.
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