Juan Carlos Cabrera Pons: Negro sobre blanco
Por Juan Carlos Cabrera Pons/ Son las 5 de la tarde del miércoles pasado, todavía a una semana de que inicie Rusia 2018. Arturo Montoya, del otro lado de la mesa, me señala Tijuana. Uno a uno elige los fragmentos de ciudad que le parecen más representativos y me los explica. Estamos a cinco pisos sobre el suelo. El sol del atardecer se cuela por el poniente y atraviesa nuestros vasos de cerveza, proyectando una sombra color miel sobre la mesa. Recordamos una mañana del otro lado del país: la del 29 de junio de 1998.
Es 29 de junio de 1998 en San Cristóbal de las Casas. Arturo Montoya tiene 10 años. Su salón es el contiguo al mío. No nos conocemos. En la televisión, Luis Hernández patea el objeto del deseo cuya forma misma se le atribuye a Dios. Es el 29 de junio de 1998 en Montpellier, el balón que pateó Luis Hernández se cuela por un costado de Andreas Köpke. En el salón contiguo al de Arturo Montoya estoy a punto de comprender lo que se siente la derrota. No aprendería lo que se siente ganar sino hasta el próximo año.
Es el 6 de junio de 1999. En Toluca, Erubey Cabuto ve cruzar por uno de sus costados el penalti que sentencia la que es aún quizá la mejor final que nos ha dado el fútbol mexicano. En San Cristóbal, corro de manera triunfal haciael cuarto de mi padre. Lo miro. Sentado sobre su cama, cabizbajo. No aprueba mi alegría. Atlista desde niño, lleva toda su vida esperando la victoria que se le seguiría negando hasta su muerte. No comparte mi gozo, pero yo aprendería a compartir con él el vicio del fútbol.
Es el miércoles pasado. Cuando Arturo y yo recordamos el Mundial, nuestros primeros recuerdos parecen más bien chispazos de color. Fragmentos apenas de una poco estructurada experiencia estética. El cabello de Luis Hernández contra el viento en plena carrera tras su gol contra Andreas Köpke (dorado sobre verde); o las tres franjas (azul, rojo y azul sobre amarillo) del jersey que visitó Gheorghe Hagi el 18 de junio de 1994, cuando dejó caer tras Óscar Córdoba la ópera magna de la selección que capitaneaba; o, aún en 1994, el 10 en la espalda de Roberto Baggio (blanco sobre azul), hincado sobre el césped un 17 de julio –en su rostro la expresión que repetiría mi padre cinco años más tarde-.
Las cervezas (miel sobre madera) se consumen sobre la mesa. Es 14 de junio de 2018 y recuerdo como una gota helada escurrió hace una semana desde el borde de mi vaso hasta sus cimientos. Amanece en la playa de Rosarito. Es un día soleado y a la distancia se escucha el rumor de una refinería. El mar es gris e inquieto. Es el día antes de la Copa del Mundo. La FIFA, como hincada humildemente frente a un gigantesco aparato de promotores y patrocinadores, acaba de anunciar que en ocho años el Mundial será compartido por tres naciones (dos de ellas como hincadas humildemente frente a la otra).
Hoy es 14 de junio de 2018. En mi mano el café de la mañana. En la computadora dejo caer estas rasgaduras sobre la página (negro sobre blanco). La televisión se detiene sobre la imagen del rey Salman y el presidente Vladimir Putin. El camarógrafo me permite un inocente juego de espejos: los observo observar el juego. No es más que un juego: para ninguno de ellos existo. Es algo más que un juego: lo que conversan es para mí secreto.
Ciudad de México a 14 de junio de 2018
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