Homero Ávila Landa: Hacia una tipología de los nacionalismos en torno a la selección nacional

 Hacia una tipología de los nacionalismos en torno a la selección nacional: del nacionalismo cultural al nacionalismo futbolero de la era digital.

 

Homero Ávila Landa

Si un componente de los nacionalismos ha sido la emoción resuelta como lealtad irrestricta a los Estados Nacionales o a la nación de pertenencia, entonces desde el siglo XX hemos visto que la construcción del deporte en general y del futbol en particular -más en la etapa global donde los mundiales son el evento más integrador de audiencias del planeta-, es uno de esos lugares donde se han resguardado esos sentimientos intensos y extremos de la identidad nacional. De por sí, el futbol en su carácter de deporte competitivo ha venido a configurarse en una de esas “emociones controladas” ubicadas en sociedades que han entrado en el proceso civilizatorio, tal cual ha escrito Norbert Elias en Deporte y ocio en el proceso de la civilización.[1]  Y como todo en la vida social, los nacionalismos también han venido cambiando, por caso, no es el mismo nacionalismo mexicano el de los años 70 del siglo XX que el actual. Ello es visible en eso que puede llamarse nacionalismo futbolero

Vale la pena preguntarse si antes de la profundización de la globalización que desreguló mercados y adelgazó Estados, los nacionalismos digamos deportivos eran otros. Y es que hubo un tiempo donde el futbol cristalizaba el carácter nacional, cuando incluso se asoció cierto carácter nacional a determinada forma de juego, al menos de ciertas selecciones: el juego alemán, sistemático, directo, avasallador, irrendible, representaba en cierto modo el ser del alemán común, y así, la historia política, cultural y militar de Alemania; mientras el estilo de juego brasileño representaba la imaginación, cierta forma de libertad y belleza encarnada en precisión, estética, rítmica y técnica, un preciosismo contundente que también encontraba similitud en la alegría, el gusto musical y la idea de un Brasil que jugaba como bailaba.

Esa idea tuvo lugar antes del mundo neoliberal, y todavía más atrás de la naturalización de la vida mediada por tecnologías de la comunicación. Si es así, puede hacer sentido preguntarse ¿qué representa hoy ser campeón mundial de futbol en términos del nacionalismo cultural actual? ¿privan aún, y de qué maneras, esas viejas formas de pertenencia nacional relacionadas con sus representantes futboleros?, ¿aún los campeones representan formas de supremacía en el concierto de las naciones? Pienso que no totalmente; sobre todo porque ahora el Estado nacional no es actor todo poderoso en la hegemonía de la vida nacional. Además, porque el neoliberalismo en un continente como el americano ha mostrado capacidad para debilitar -pero no borrar- la memoria histórica y los elementos culturales constitutivos de la identidad nacional, hasta llevar a aceptarnos en un mundo integrado en bloques económicos y dentro de naciones marcadas por migraciones varias; y no porque también hoy existen formas de comunicación que permiten maneras más horizontales en que los ciudadanos se interrelacionan y comunican.

Sin duda, el futbol asume la forma de nacionalismos contemporáneos en diferentes países. Para el caso México el nacionalismo futbolero que afirma la identidad mexicana adquiere forma visible en la masividad volcada a celebrar -de forma desmedida, ilegal y hasta delincuencialmente- los triunfos de la selección mexicana en las plazas públicas del país y de los países donde tienen lugar los mundiales a los que asiste la Selección Nacional. Es tan contundente (o es contundente hasta la ridiculez) nuestro nacionalismo futbolero que parecer haber más entusiasmo y gusto por esa forma de mexicanidad atada no sólo simbólica sino emocionalmente, apasionadamente, al comportamiento futbolístico de nuestra Selección, que a aquella discursividad que nos impone el ser mexicanos como un deber histórico; o es que quizá hay algo agradable en el sentirse mexicano triunfador o cuando menos competitivo gracias al futbol hoy en día, porque además ese juego demanda una alta inversión de energías para soportar los estados emocionales en los que suelen colocarnos los triunfos y las derrotas.

Más allá de que la relación amor-odio en torno al Tri se asocie a la eficacia ganadora o al mal funcionamiento derivado de las derrotas tricolores en los mundiales, y más allá de las manifestaciones patrioteras, mexicanistas o nacionalistas en torno al “equipo nacional”, las fuentes del nacionalismo articulado a la Selección Mexicana presentan modificaciones sustantivas durante los últimos tiempos. En este sentido, hemos pasado de tener una estructura de nacionalismo vertical que fue definido, pautado, administrado, permitido y comunicado de arriba hacia abajo, y que fue delegado al quehacer cultural e identitario del Estado, a experimentar formas de ese nacionalismo ligado al futbol cuyas fuentes ya no sólo son las estatales. Ello se acentúa cada 4 años en el marco de los mundiales de futbol. En ellos son notorias las modificaciones en las prácticas del nacionalismo, las formas de pertenencia y de expresividad. Las nuevas conductas culturales del nuestro nacionalismo están relacionadas a los pesos diferenciados en la construcción de los sentidos de lo mexicano ligados a la Selección según las fuentes de las que manan los elementos con que se construye el mexicano futbolero, por caso, el del Mundial Rusia 2018.

Si bien una primera fuente de nuestro nacionalismo posrevolucionario tuvo su momento dorado, digamos arbitrariamente, entre los años 40 y 90 del siglo pasado, cuando el discurso de la mexicanidad era hegemonizado por el Estado mexicano y por Televisa, una segunda fuente estructural derivo de la implantación del modelo económico neoliberal que implicó el adelgazamiento del Estado como concentrador y distribuidor de la riqueza nacional, a la vez que como ordenador del deber ser social. Así, la entrada del neoliberalismo en el juego de la construcción de la identidad nacional ligada a la selección de futbol vino a opacar aquella forma de identificación propia del nacionalismo cultural del México moderno surgido de la Revolución Mexicana. Con la instauración del neoliberalismo, el mercado fue haciéndose de un lugar determinante en la producción de la identidad nacional ligada al futbol. Desde entonces, grandes empresas mexicanas o no, han sacado ventaja económica de la identificación con la selección de futbol. Si no, recuérdese y véase hoy la cantidad de comerciales que protagonizan varios de los seleccionados (los que más popularidad tienen, los que más puedan atraer consumidores de los productos que publicitan) y véase que empresas importantes no dejan de hacer comerciales que tienen a la selección nacional y al mundial como parte de sus discursos.

Pero es una tercera fuente de esa producción activa y de la práctica del nacionalismo futbolero mexicano la que ha venido a ser la primera que no necesariamente genera un nacionalismo vertical, sino que permite la generación misma del sentido y de las formas de participación en la patria futbolera. Esta tercera fuente la configura el sistema comunicacional digital. La presencia del Internet, de las plataformas de información, y de la inundación de los dispositivos móviles, principalmente tabletas y más aún de celulares inteligentes, ha modificado la experiencia del ser aficionado, sobre todo porque ha venido a permitir una manera de identificación nacional en el futbol más participativa, o menos pasiva en el modelo estatal y no solamente consumista en el modelo mercantil. Y es que el “empoderamiento” comunicacional que permite la telefonía inteligente, la presencia de las redes sociales digitales y la participación comunicacional debida a la web 2.0, han hecho que dejemos de ser únicamente consumidores de datos y podamos ser productores de ellos.

Sabiendo que trazo una caricatura, puede decirse que el nacionalismo estatal, monolítico y vertical, tenía como correlato una selección que representaba el carácter nacional de un mexicano ideal que en gran medida el poder estatal caracterizaba como entrón, voluntarista, gritón, aspiracional y muy macho (el cine mexicano está plagado de estos estereotipos), aunque la selección siempre perdía y se reducía mediáticamente a un temeroso ratón verde sin capacidad de dominar un sistema ni tener una identidad de juego, roedor perdido dentro del campo. Era aquella etapa la de un nacionalismo que se emborrachaba con la idea de ser muy futbolero, aunque no se tuviera con qué competir en los mundiales y cuyo mayor logro era haber sido sede de dos copas del mundo.

Curiosamente, aunque el neoliberalismo propio de la etapa de profundización globalizadora hablaría del desdibujamiento de los Estados Nacionales, hoy queda claro que desregulación estatal no es igual a desaparición del Estado, sino que se trata más bien de la priorización del mercado en la vida social, que por una parte privilegió las lógicas mercantiles, empresariales y financieras para dirigir la economía y la sociedad, y por otra al adelgazar al Estado abrió las puertas al infierno de la violencia descontrolada antes administrada estatalmente. En ese horizonte, la Selección Nacional devino en un gran empresa que hoy prefiere jugar en Estados Unidos porque allá sí es negocio, que tiene a los seleccionados en calidad de actores para comerciales de productos varios y que nos ha vuelto consumidores asiduos de productos que traen las imágenes de los jugadores, consumidores que hallamos recompensa en las camisetas que “regalan” o que se “gana” uno por comprar los productos “oficiales de la selección”.

Homero Ávila Landa.

Pero la revancha, el placer desmadroso e inteligente, la posibilidad horizontal de hacer parte de la producción de sentido de modo serio y crítico, es decir, de actuar nuestra identidad nacional futbolera, la hallamos en nuestros celulares inteligentes, que nos permiten no sólo revisar la información de lo acontecido con Memo Ochoa o con “El Chicharito”, sino también lanzar al ciberespacio nuestra voz, en apariencia libre y no dominada por otro poder que no sea nuestras competencias comunicativas, y así hacer parte activa de esto que nos revitaliza tanto en cada Mundial. Allí están, por ejemplo, el Twitter y el WhatsApp que nos tienen comentando todo, proveyendo las bases para nuestra colectividad digital aunque en el espacio real estemos limitados por horarios de oficina y responsabilidades laborales. Quizá las redes digitales y la telefonía móvil no representen ni permitan el triunfo del ocio sobre el trabajo, pero sí que nos hacen la vida más intensa en temporadas mundialistas; además de que permiten comunicarnos a partir de constituir comunidades virtuales con nuestros afines sin la intervención contundente del poder estatal y del poder mercantil (aunque estos siempre siguen allí).

En todo caso, las tres fuentes del nacionalismo futbolero están vigentes; de hecho, conviven y se combinan; y de pronto muestran rasgos que hablan de cierto nivel de autonomía; como cuando lo memes son capaces de alterar la semiótica estatal impuesta antaño, para representar la nación futbol de modo nuevo, muchas veces en tonos tan irreverentes como chuscos, como lo hacen sustantivamente los memes que circulan por la carreta digital a la mano en nuestros teléfonos. Digamos que, si las dos primeras fuentes buscan ganarse nuestras almas, convencernos, dominarnos, obligarnos a llevar a cabo ciertas conductas (obediencia y consumo), la tercera fuente, sin ser ninguna panacea liberadora -sino quizá, al contrario-, sí permite entrar al discurso futbolero desde la producción de sentido según las capacidades, intereses, sensaciones, de cada uno.

[1]Elias, Norbert y Eric Dunning, 2014, Deporte y ocio en el proceso de la civilización, México, FCE.

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