Aldama, la vida entre ráfagas y ausencias
Fotografías: Isaac Guzmán
Texto: Leonardo Toledo Garibaldi
Vamos a Aldama —le dice el fotógrafo a sus colegas—, la situación está muy tensa y un amigo que tiene cargo en el municipio me ha pedido registrar las condiciones en que están. Nos va a llevar a Tabac y a Cocó, que son dos de las comunidades que más ataques han sufrido.
—¿Para qué vas? Está muy peligroso, mejor quédate, vamos a la inauguración del nuevo supermercado, se va a poner bueno, dice uno de ellos.
—Suerte, ahí avisas cuando regreses, dice otro.
Luego de recorrer en auto los 21 kilómetros que separan San Cristóbal de la cabecera municipal de Aldama, el fotógrafo junto con otras dos personas camina media hora por una vereda hasta llegar a Tabac. Recorren las barricadas, desde donde se puede ver el otro lado, la barricada de Santa Martha, en los límites del municipio de Chenalhó. Le muestran las huellas de las balas en la agencia municipal, en la escuela, en las casas. De ahí caminan hacia Cocó. En algún momento el camino deja de estar rodeado de árboles y se abre. El guía se detiene y les dice que tendrán que tomar ciertas medidas.
—Vamos a dividirnos, primero paso yo, luego ustedes, pero separados, espaciados uno del otro.
—¿Y eso para qué?, pregunta el fotógrafo.
—Es que como aquí ya no hay monte, nos pueden ver. Entonces si vamos separados, ya no nos disparan a todos juntos.
El fotógrafo atraviesa el espacio descampado a toda prisa, entre la conciencia de la fragilidad e indefensión pero también de saberse parte de una especie de “vereda rusa”, donde si la bala le cae al otro, tu te salvas. Justo en esa inminencia de muerte es que el conflicto cobra vida, deja de ser piedras apiladas, ventanas rotas o muros perforados, y te convierte en blanco de un tirador desconocido. El paisaje bucólico de hace unos segundos se vuelve un escenario de terror e incertidumbre.
Al llegar a Cocó, el fotógrafo habla con los pobladores, que parecen haber asumido que el conflicto no tendrá fin. Una señora de San Pedro Cotzilnam, con mucha claridad acerca del conflicto y de quiénes son los que disparan, dice “cuando se nota una tranquilidad es cuando más preocupante puede ser, porque no sabes dónde están y si van a aparecer, sea en el día o en la noche” La tranquilidad es inquietante, la amenaza está más presente. Esa sensación de que si escuchas disparos hay menos riesgo, porque sabes que están lejos.
La vida transcurre en Tabac y en Cocó entre esas balas, que bien pueden darle a un familiar, al burro de carga, a las paredes, a las puertas, a las ventanas. El objetivo cuando disparan no es algo preciso, solo disparar a quien se mueva, incluso a los animales de carga. Romper la dinámica, la movilidad, inhabilitar los campos, los animales que sirven para el trabajo, hacer imposible la sobrevivencia.
Las balas no discriminan, han herido a hombres, mujeres y niños. El último herido fue un joven de 18 años, Juan Lunes Sántiz, que está internado en el Hospital de las Culturas de San Cristóbal. Su abuela platica que la bala le pegó cuando iba de la casa a la cocina, que está a unos cinco metros. Ahí lo alcanzó la bala, en ese trayecto de cinco metros. El otro nieto ha tenido que acompañar y cuidar a su hermano en el hospital, así que la abuela, de unos 80 años, se ha quedado sola, sin ayuda. Una bala en un tobillo alcanzó a romper a toda una familia.
Se suma al herido anterior, otro joven con una bala en la columna que lo dejó paralizado. Los médicos ya le han dicho a sus familiares que no pueden hacer nada por él, que la única posibilidad de que recupere la movilidad es trasladarlo a un hospital de la Ciudad de México. Pero no tienen el dinero suficiente para la ambulancia y mucho menos para transporte aéreo. Hay un video donde intenta mover sus piernas, en su cama del hospital; luego de mucho esfuerzo se ve que logra mover un dedo del pie derecho. Se escucha cómo personas presentes celebran esa brizna de esperanza, ese augurio de recuperación. Aunque todos saben que la recuperación está a miles de pesos de distancia, la rehabilitación se mide en los kilómetros que les separan de la capital.
Hace mucho, cuando aquí se llamaba Santa María Magdalena, alguien en la capital decretó que serían un municipio. Pero inmediatamente después dijeron que sería parte de un “departamento”, el Departamento de San Cristóbal. Luego llegó la Revolución y desaparecieron los departamentos. Algunos años más tarde, otro decreto dictado desde la capital del estado determinó que ya no serían municipio, sino delegación, y pasaron a formar parte del municipio de Chenalho. Luego, en 1934, les cambiaron de nombre, dejaron de ser Magdalena para convertirse en Aldama, en honor a un tal Ignacio Aldama que nunca pasó por aquí. Muchos años después el gobernador Albores decidió, otra vez desde la capital, convertir a Aldama junto con veinte comunidades que le rodeaban, en un municipio diferente a Chenalhó. Sin preguntarle a los de Aldama. Si preguntarle a los de Chenalhó. Desde entonces la discusión sobre los límites entre un municipio y otro solo abona a un conflicto mientras la tierra yerma crece alrededor de los límites del incordio.
La gente se acostumbra a todo, dicen. Eso parece en Tabac y en Cocó, donde la vida sigue. Aunque siempre hay alguien vigilando, listo para avisar a los demás en caso de ataque, la gente hace su vida: las mujeres tejen, los niños están con sus madres, —llevan más de año y medio sin ir a la escuela—. La dinámica cotidiana ha normalizado la violencia latente. La comida se prepara, la leña se corta, los fogones se encienden (con excepción de los que quedan demasiado cerca de Santa Martha, porque entonces el humo les convierte en blanco), todo sucede mientras los silbidos de las balas pasan de un lado al otro. Pero todo el mundo sabe que a pesar de la aparente calma, de un momento a otro las cosas podrían empeorar y todo, ese todo minúsculo al que se aferran porque es su único todo, podría desaparecer.
Porque no es solo la fragilidad que conlleva la convivencia cotidiana con las balas, es el abandono y la ausencia de esperanza de más de dos mil personas. La cosecha de café se perdió, los soldados y policías que se instalaron hace unas semanas salieron huyendo, el Estado son solo palabras que quedaron talladas entre las rocas, en estampas pegadas en las puertas donde solo es real el agujero de las balas. El gobierno es una ausencia brutal que gritan las playeras que regaló el exgobernador en su campaña, que grita el cartel con la imagen del síndico municipal recientemente asesinado.
Mientras se hacían estas fotografías, un periodista pedía a gritos la palabra en Palacio Nacional, ya con el micrófono le habló al presidente de la situación en Aldama y pidió su intervención. Nuevamente, porque el mismo periodista hace unos meses denunció lo mismo en el mismo lugar y como resultado de ello fueron enviados esos soldados que solo pudieron mantener su posición unos cuantos días. El presidente le dice que hable con Alejandro Encinas, pero le replica que Encinas no pudo hacer nada la vez anterior, así que la secretaria de gobernación, Olga Sánchez Cordero, se acerca al podio y le pide al periodista reunirse con ella para abordar el tema. ¿Habrá alguna diferencia? ¿Harán algo distinto o su ausencia seguirá creciendo, de ráfaga en ráfaga?
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