Tapachula: primer refugio mexicano para nuevos migrantes “extracontinentales”
Tapachula siempre ha visto pasar migrantes. Pero desde hace algunos años cada vez más por sus calles deambulan africanos, cubanos y asiáticos, que forman parte de la nueva oleada de extranjeros que llegan a México. Ésta es una crónica de vida, la de esos jóvenes que a miles de kilómetros de casa encuentran un primer remanso de paz en su largo viaje a Estados Unidos.
Texto: Conrad Fox
Fotos: Manuel Ureste y Conrad Fox
Justo a la mitad de la avenida 8 en Tapachula, Chiapas, hay un letrero con escritura extranjera curveada, más similar al élfico que al español. Parece de otro mundo, una invocación de sabiduría milenaria entre las estéticas, taquerías, vendedores de tiempo aire y boutiques baratas.
No dice más que “Carne, Pollo, Puerco y Coliflor” en Bengalí, el idioma de Bangladesh, y anuncia un restaurante con mesas de plástico y piso de concreto. En la parte de atrás, en la cocina, el cocinero Sadek Mohammed, un joven delgado con un ligero indicio de barba, mira un sartén en el que se fríen cebollas mientras contesta vagamente las preguntas de un periodista en espanglish. ¿Cual es el motivo, por ejemplo, por el cual esta aquí, trabajando en un negocio Mexicano, a 17,000 kilómetros de su hogar?
“Para salvar mi vida”, responde entre risas, “en segundo lugar por dinero. Después, comida y diversión. Lo primero: salvar mi vida”.
La mayoría de los clientes en Bangladesh Rasunt tienen una historia similar. Como Gorjit, un indio Punjabi que luce exhausto y maltrecho, después de un largo camino a través de la selva Colombiana. Gorjit, quien abandonó su tierra después de que la violencia política matase a su padre y a su tío, parece no poder dejar sus problemas detrás.
“¡Cuando hablo con mi madre, a veces lloramos mucho, porque la policía pregunta dónde está su hijo! Causan mucha molestia”, comenta. A unos pasos se encuentra una pareja proveniente de Togo, delgados y con rastas, comiendo huevo con tortillas.
Él es musulmán y ella católica. El padre del joven amenazó con matarlos por unirse en pareja, así que huyeron y cruzaron una docena de países de Latinoamérica. Tienen la esperanza de llegar a Estados Unidos.
Allí mismo está Bonifacio, quien fue golpeado, casi hasta la muerte, por la policía debido a su trabajo en favor de los derechos de homosexuales en su nativa Camerún. Le gusta México, dice que piensa quedarse. “Hay gente con falta de cultura, pero ya me acostumbré a vivir con los latinos”, cuenta mientras vociferante, con un sombrero de gángster y jeans amplios, se mueve de mesa en mesa, persuadiendo a los demás a compartir sus historias.
No todos están dispuestos a hablar. Evitando hacer contacto visual, un grupo proveniente de Bangladesh se mete en la cocina, murmurando algo a Sadek mientras revuelven las charolas como si fuesen dueños del lugar. “Tendré que pedirles que dejen de hacer eso”, dice Antonio Baraja, el dueño del lugar, mientras suspira desde atrás de la caja. “Salubridad nos podría clausurar”. Pero en realidad él no dice nada a las autoridades. Aquí, los migrantes que vienen a “salvar sus vidas” son buenos para el negocio.
Tapachula siempre ha sido una encrucijada de migrantes. Decenas de miles de centroamericanos pasan por aquí cada año, en su camino hacia Estados Unidos. Pero ahora se les ha unido un creciente número de migrantes provenientes de lugares más lejanos: Sudamérica, Cuba y aún más visibles, de África y Asia.
Mientras que los Centroamericanos pueden pasar rápidamente y casi desapercibidos, los llamados “extracontinentales” han convertido a Tapachula en una estación, un refugio temporal en una de las rutas migratorias mas largas de mundo. A miles de kilómetros de distancia de casa, sin pasaporte o alguna otra forma de probar su nacionalidad, son notoriamente difíciles de deportar por lo que, después de una breve detención, el Instituto Nacional de Migración (INM) generalmente los libera y les otorga un oficio para salir del país antes de 20 días.
En 2012, 303 asiáticos y 302 africanos fueron detenidos por las autoridades migratorias de México. En 2015 aumentaron a 2,216 y 2,045 respectivamente. Africanos y asiáticos de ojos cansados, algunos en ropas de brillantes colores como turbantes, hablando idiomas que, aquí, habían sido escuchados solo en películas, buscando comida, hospedaje y cubrir otras de sus necesidades, son ahora algo común en las calles de Tapachula. Los comerciantes de la avenida 8 están felices de servirles.
Baraja está entre los más emprendedores. Contrató a Sadek como su cocinero y convirtió su fonda de comida mexicana en restaurante de curry. También abrió una agencia de viajes al otro lado de la calle, donde vende a los migrantes boletos económicos a Tijuana y a otros lugares de la frontera con Estados Unidos.
Más adelante hay un café Internet con casetas telefónicas, desde donde los migrantes llaman a sus familias para informarles que están bien y que necesitan más dinero. La pared del fondo está tapizada con fotos de grupos provenientes de África, sonriendo a la cámara, todos clientes satisfechos.
Al otro lado del Bangladesh Rasunt, el Hotel Palafox, de tres pisos, hace dinero rápido al rentar dormitorios y cuartos privados a los migrantes, en su mayoría asiáticos, africanos y cubanos, con el negocio adicional de venderles mochilas. Para el viajero sin dinero, el hotel ofrece tomar sus visas en empeño. “Trata uno de ayudarlos”, dice Dalia, la propietaria del lugar mientras posa para una foto a la entrada del hotel. “Tratamos de que se sientan cómodos”.
No todos los negocios de la Avenida 8 salieron ganando. La cocina económica “La Bendición”, un pequeño lugar de paso cerca del centro de la ciudad, parece haber sido un negocio prospero en algún momento. Las paredes sucias están llenas, desde el piso hasta el techo, con firmas y mensajes de buena suerte de parte de los viajeros provenientes de lugares tan lejanos como Nepal, Pakistán, Senegal, Nigeria, Ghana, Eritrea. Hoy el único cliente es Forhad Hamza, un joven de Bangladesh con cabello negro sucio y lentes de Harry Potter. Desde el otro lado de su mesa, una joven mexicana lo mira con amor.
Forhad ha estado viajando por meses, desde Qatar a Bolivia hasta México. El viaje es una inversión familiar: sus padres vendieron sus tierras para juntar 10,000 dólares para los boletos, hoteles y traficantes de personas con la esperanza de que llegue a Estados Unidos. “Si no mando dinero a mis padres, mi familia estará en la ruina”. Pero no se ve preocupado, ¿Por qué?
“¡La comida es mucha y la gente Mexicana! Demasiada ayuda. Demasiado feliz!”, responde.
Doña Etelvina, la dueña del restaurante, sale desde atrás de una estufa, limpiándose las manos en su mandil. “Me encanta servirle a la gente de Bangladesh. Su comida es muy condimentada”. El año pasado, un viajero proveniente de Bangladesh le enseño a preparar curry. Orgullosamente, nos muestra la lista de platillos disponibles: “Hay Isamas, Mas, Bim, Murgi; Guru…”
“Guru Chicle”, corrige amablemente Forhad.
“Guru chicle…” y entonces la mujer comienza a llorar. Su cocinero, proveniente de Bangladesh, se marchó hace seis meses y desde entonces el negocio no ha sido el mismo. Le hicieron una mejor oferta en un restaurante mas adelante. “Y se llevó a todos los migrantes con el”. Ese cocinero resulta ser Sadek.
Hay un hostal con ambiente juvenil e el patio del Hotel Palafox. Los migrantes se sientan en las escaleras, se comunican por Skype con sus familiares, hay música asiática sonando en la bocina de un teléfono celular. La mayoría de los migrantes aquí son tranquilos, pulcros y bien vestidos. Hay hasta un toque de intelectualidad.
“Hey, Magallanes!”, dice bromeando Ismael, un joven Somalí al enterarse que el reportero es de España (todos los demás dicen “Ronaldo” o “Real Madrid”). Sin embargo también hay una tensión palpable, una intranquilidad durmiente justo antes del último esfuerzo hacia la frontera norteamericana donde pueden, o no, ser aceptados como refugiados con el infierno a sus espaldas.
Ismael está sentado en uno de los escalones y habla en voz baja. “No sé si mis familiares están vivos o muertos”, confiesa. Hace un año vivía en Sudáfrica cuando disputas raciales destruyeron su negocio, poniendo en riesgo su vida. En pánico, su esposa e hijos huyeron de regreso a Somalia sin avisarle. Ismael le pagó a un contacto de Kenia, llamado Johnny, 5,000 dólares a cambio de un pasaporte falso y un boleto de avión a Brasil.
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Europa, previamente un destino que favorecía migrantes africanos, se ha vuelto poco atractivo. La economía languidece y la vigilancia en las fronteras es más estricta. En contraste, Sudamérica se ha vuelto, hasta hace poco, notoriamente atractiva. Ecuador, por ejemplo, no requiere visa a nacionales de 130 países desde 2008.
Aun en los lugares donde se requiere visa, muchos de los aeropuertos y puntos de entrada están carcomidos por la corrupción, de acuerdo con Rodolfo Casillas, investigador de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) de México, quien ha escrito ampliamente acerca del fenómeno de la migración en México y Centroamérica.
“Todos estos filtros los puedes aceitar con dinero”, dice Casillas. Migrantes de naciones mas adineradas, como China, pagan hasta 60,000 dólares para llegar a Estados Unidos a través de Latinoamérica, y mucho de ese dinero va a oficiales fronterizos sin escrúpulos. Son pocos en numero y casi invisibles para la prensa pero forman parte de un sector desproporcionadamente grande en la economía del tráfico de personas.
“El tren lleno de centroamericanos no deja tanto dinero como los treinta chinos en el aeropuerto del DF”, afirma Casillas.
Se sabe poco acerca de qué tan intrincadas están las redes de los traficantes que los traen, a través de continentes y culturas; sin embargo, el año pasado una investigación italiana de alto perfil acerca de los traficantes eritreos ofreció pistas acerca de la capacidad de respuesta de dichos grupos ante los rápidos cambios del mercado.
La organización es mejor conocida por ser la responsable de un bote que zozobró en el Mediterráneo en 2013, con un saldo de 366 migrantes muertos. La intervención de líneas telefónicas reveló que, recientemente, han establecido contacto con traficantes en Norteamérica, incluyendo México. “Esa fue la primera vez que vi algo por el estilo”, declaró Calogero Ferrara, investigador en jefe.
Ferrara dice no saber la identidad de los traficantes mexicanos, sin embargo, de acuerdo a Casillas es casi una certeza que llegaron a un acuerdo con grupos criminales violentos como Los Zetas, ya sea por elección o a punta de pistola. “Los Zetas se dedican a la protección, no al trafico de migrantes”, declara. “Lo que sí van a hacer es subordinar a las organizaciones que sí se dedican al tráfico de personas, para que les paguen una cuota y permitirles existir”. Y la muestra es que se encontró un migrante de la India entre los 72 cadáveres de la masacre de San Fernando, Tamaulipas, en agosto de 2010.
El somalí Ismael dice que trata de no pensar mucho en ello. “No es posible saber si se conocen entre ellos, o cuánto se pagan el uno al otro. Tu solo vas, como ganado. El ganado no pregunta a donde se le lleva. No se sabe con quien te vas a encontrar. ¿Es un hombre malo? ¿Huyes para salvar tu vida?”, reflexiona.
Cualquiera que sea la ruta que usan los migrantes al entrar al continente, eventualmente los llevará a la impenetrable jungla de la región de Darién que separa Colombia de Centroamérica. Algunas costas de la región están sobrepobladas con lanchas ilegales que se dirigen a la costa de Panamá, luchando contra oleaje de 2 metros. En ellas los migrantes se enfrentan también al riesgo de ser asaltados por los conductores de las embarcaciones quienes, se ha reportado, los dejan a la deriva si no cuentan con algo de valor.
“Para mí fue lo más peligroso”, dice Bonifacio. “Hay muchos que caen dentro del agua y se ahogan”.
Aquellos que no pueden costear el viaje en bote, caminan através de la jungla, atravesando territorios patrullados por mortales fuerzas paramilitares. Muchos aun tiemblan en Tapachula al recordarlo. “No comer. No comida. ¡Yo pensé que iba a morir!”, dice Forhad mientras sacude su cabeza como tratando de borrar su memoria. “Fuimos tres días sin comida, solo pasto”.
“¡Algunos hindúes mueren. Lo veo frente a mis ojos!”. El avistamiento de cadáveres es reportado por casi la totalidad de los migrantes que toman ese camino.
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El Río Suchiate difícilmente tiene la apariencia de una frontera. A lo largo del dia, una flotilla de botes construidos de cámaras de llanta va y viene a través de las escasas aguas. Transportan mercancía y personas entre México y Guatemala. Aun cuando el puente que atraviesa el río un kilómetro mas abajo está resguardado por agentes de migración, el cual fue recientemente reforzado con fondos norteamericanos por parte del Plan Mérida, la única señal de la zona es un colorido letrero sobre un dique que se lee: “Bienvenidos al paso del coyote”.
No es sorpresa que muchos de los que abordan los botes sean migrantes indocumentados. Cada vez más, de acuerdo a Wilson, dueño de una de esas improvisadas balsas, uno de los viajeros es africano o asiático.
“A veces llegan sin dinero por que les robaron todo en el camino. Intentamos no aprovecharnos de ellos”. Eso no es cierto, dicen en Tapachula. Bonifacio asegura haber pagado 100 dólares para cruzar. Aun así, el alivio de llegar a México ayuda a reducir la preocupación.
“Apenas la semana pasada, llegaron 10 Africanos. Los acogí”, dice Wilson “Uno de ellos preguntó: ‘¿Esto es México?’. Sí, le dije. ‘¿En serio, aquí?’. No lo podía creer, lo había logrado. Estaba tan feliz que brincó como canguro”.
Los danzantes giran al ritmo de la música folclórica en el quiosco de Tapachula. Bonifacio se ve tranquilo mientras se abre paso entre la multitud de espectadores. Los locales lo saludan como a un viejo amigo. Un grupo de mujeres jóvenes se le acerca y le piden tomarse una foto con ellas.
“¿De donde eres?”, le preguntan entre risas.
“Oaxaca”, responde y les ofrece una lección sobre la historia poco conocida de los afro mestizos en las costas del Pacífico mexicano. “¿Por qué no habría de ser mexicano?”, pregunta el camerunés.
“Por…” Las jóvenes dudan mientras buscan torpemente el termino correcto. “Por tu… genética”.
No se puede quedar a seguir la plática. Debe impartir una clase de francés en la universidad, un puesto voluntario que espera lo lleve a un empleo. Usa un libro de texto que el mismo escribió durante su viaje, llevando su escrito en autobuses, hoteles y el viaje de 18 horas a lo largo de Panamá.
Una vez que llegó a México, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) le ayudó a publicarlo. A diferencia de muchos otros migrantes aquí, Bonifacio espera quedarse en México en lugar de arriesgarse a pedir asilo político en Estados Unidos. “Soy un hombre que quiere vivir como los demás. Quiero tener una buena calidad de vida y una familia. Sólo me quiero establecer”.
Forhad piensa igual, pareciese que esta apunto de establecerse. Camina a través de la plaza de la mano de la joven con quien estaba en el restaurante La Bendición. Sin embargo, su felicidad tiene otra causa. Saluda y anuncia en inglés que ha comprado su boleto a Tijuana. Partirá mañana. La chica le sonríe, pero no esta claro si le entiende.
Afuera de Rasunt Bangladesh, Gorjit se recarga contra la pared. Su visa mexicana está a punto de expirar y también deberá irse, pero él no viajará en avión. No tiene a nadie que le mande más dinero. Planea viajar por tierra con el resto de los centroamericanos. Suspira.
“Tengo miedo. Mucho miedo. Yo llorando a veces pienso en mi vida. Porque escucho que adelante hay mucha mafia que quiere matar, y uno tiene sólo una vida nada más. Para eso salí de mi país”.
Dentro del restaurante, Sadek trabaja duro cortando pollo. El no se ira de aquí en algún tiempo. Por razones ajenas a él, el INM nunca le otorgó un oficio de salida. En su lugar, lo clasificaron sin nacionalidad. Luce exasperado, pero se resigna y se queja únicamente del calor en Tapachula. Pero al menos, insiste, “salvé la vida”.
Este trabajo fue producido con el apoyo de Round Earth Media
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y la siguiente frase: “Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations. Conoce más del proyecto aquí: enelcamino.periodistasdeapie.org.mx”
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