Tierra, me ves partir (*)
Las estadísticas dicen que cada año decenas de miles de personas ingresan a México sin documentos migratorios, la mayoría provenientes de Honduras. Pero los dígitos no explican las razones del éxodo, de la miseria y la violencia que literalmente se respira en sus países de origen. Para quienes se fueron de allí y los que alistan su partida, la ausencia de futuro no deja opciones: quedarse a morir despacio, o jugarse la vida en un viaje al infierno.
Progreso, Honduras.- José Luis se coloca su prótesis en la pierna, se pone su camisa de solo una manga y se enreda un paliacate en el único dedo de la única mano que le quedó aquel día, en el desierto mexicano.
Abre la puerta, cruza la obra negra que, afirma, un día será su hogar de hombre casado y sale a la calle a buscar a una familia que tenga una historia de migración para contar. Como presidente de la Asociación de Migrantes Retornados con Discapacidad, tiene un notable interés en conocer y dar a conocer todos los casos de migración forzada de su tierra y se ofrece como guía para conocerlos.
A José Luis lo conocen bien en esta ciudad, desde hace muchos años. Primero, por su talento para cantar canciones rancheras y religiosas, y después porque hace 8 años perdió un brazo, una pierna y cuatro dedos cuando cayó de un tren de carga en su segundo intento por llegar a Estados Unidos como migrante sin papeles legales. Fue así que, al volver a Progreso, se involucró en acompañar a quienes vivieron lo mismo que él.
Honduras, su país, es el principal expulsor de migrantes en Centroamérica hacia el norte del continente, que es el flujo migratorio de mayor costo humano en el mundo, y Progreso, su ciudad, es en esta nación una de las principales maquiladoras de mano de obra dispuesta a emprender el viaje.
El viaje al norte parece estar en todas partes, sobre todo en los sitios donde inicia el éxodo. Los autobuses estacionados en la rústica terminal del centro de la ciudad salen cada que los choferes y los ayudantes juntan el pasaje suficiente. Los primeros en partir son los que van a San Pedro Sula, el punto de arranque para abandonar el país. Después, cuando se internen en México, vendrá la región de los asesinatos, accidentes mortales, secuestros y desapariciones.
La región donde ocurre lo que el Movimiento Migrante Mesoamericano llama “genocidio migrante”.
Antes de 1998, cuando el huracán Mitch destruyó los cimientos de Honduras, Progreso era un polo de atracción de trabajadores que llegaban del sur del país a la industria bananera y a las maquilas. Hoy, sus calles son una estampa de lo que la migración forzada da y quita: casas construidas con material, pero con familias fracturadas; pequeños negocios comerciales y restaurantes de comida rápida que se mezclan con las costumbres de este lugar; locales de recepción de remesas como Western Union que se levantan como emporios minando el ahorro de los migrantes.
Al caminar por las calles de Progreso, uno encuentra los puestos de la telefónica Claro (propiedad del magnate mexicano Carlos Slim) llenos de clientes reclamando por el mal servicio; más allá, en las polvorientas colonias de la periferia los habitantes esquivan la oscuridad de la noche al salir de sus trabajos para evitar los asaltos. Jornaleros de las últimas fincas bananeras, obreros del parque industrial, taxistas, oficinistas, desempleados, todos ellos vinculados de alguna manera a la migración.
“La mayoría fueron o serán migrantes”, explica Javier, un trabajador de maquila.
Junto a él, su nieto Anthony de 11 años pregunta “¿Honduras es Bonito?”, y él mismo se contesta que no porque “cualquiera te saca una pistola”.
A Anthony no le sirve que le recuerden todas las bellezas naturales de su país. Ni las ruinas de Copán, ni el mar caribeño de Puerto Cortés, ni las maravillas del mar en el departamento de Atlántida, ni la impresionante serranía de Santa Bárbara. Él está creciendo en un país que se está desmoronando.
Mientras, a paso seguro, dominando con habilidad la pierna falsa que le cuelga desde la mitad del muslo derecho, José Luis camina bajo el intenso sol hondureño y señala las casas que se construyeron con dólares de las remesas de los migrantes, la principal fuente de ingresos de Honduras.
Son casas que se salen del molde, construidas a criterio del dueño. Tienen sus paredes pintadas, espacio para un coche, varias habitaciones y están llenas de protecciones contra ladrones. Cada una representa una historia de supervivencia. A sus ventanas entra más luz.
“Son un montón de casas que las han hecho gracias a las remesas de los migrantes que arriesgan su vida en ese camino. Aquí en Progreso, y en especial en esta colonia es donde está la mera raíz de la migración, donde hay hijos huérfanos porque sus papás se fueron y hay bastante desintegración familiar por causa de la migración”, cuenta José Luis.
En la misma cuadra hay otras casas que son unos cuadritos de concreto con techos de lámina de dos aguas, obra del gobierno nacional de Honduras como parte de un programa social de vivienda. Son los hogares sin alguien que les envíen remesas.
En una de esas casitas vive Karla, de 17 años, que todavía no se va.
Todavía.
EL PAIS QUE FUE
Guido Eguiguren, sociólogo de la Asociación de Jueces por la Democracia, dedicado a la defensa de derechos humanos en Honduras, explica la migración forzada en su país a partir del huracán Mitch, en octubre de 1998.
“El huracán no solo destruyó físicamente al país, a la infraestructura, a miles de vidas. También mostró hacia el mundo un país que no se conocía, con un nivel de desigualdad impresionante y olvidado por el mundo de la cooperación. Un país que se recordaba por el papel nefasto que jugó en la década de los 80 en la región sirviendo como portaaviones de los Estados Unidos”.
Mientras El Salvador y Nicaragua se batían en sus guerras civiles, Honduras prestaba su territorio para entrenar a las fuerzas armadas de los gobiernos de esos países.
Honduras es un país de pobres, el 66.5 por ciento de sus habitantes no tienen ingresos suficientes para alimentarse. Es también un país muy desigual que escupe a personas como José Luis o Karla para buscar su sobrevivencia: el 10 por ciento más rico de la población concentra un ingreso similar a lo que percibe el 80 por ciento de la población de menores ingresos.
Con Guatemala y El Salvador comparte los primeros lugares de expulsión de migrantes a México y los primeros lugares de brecha entre ricos y pobres. Honduras el tercer lugar, Guatemala el cuarto y El Salvador el séptimo lugar.
No se sabe con certeza cuántos hondureños dejan su país cada año, es un dato que el gobierno se resiste a abordar. La cifra aproximada la da la Pastoral de Movilidad Humana de la Iglesia Católica y resulta de contar el número de deportados desde México y Estados: en el 2013 fueron 72 mil hondureños, incluidos niños y bebés.
De lunes a viernes los deportados llegan en dos vuelos diarios al Centro de Atención al Migrante Retornado (CAMR) del aeropuerto de San Pedro Sula, a 30 kilómetros de Progreso. De los aviones descienden hombres y mujeres que se fueron libres y regresan amarrados de pies, cintura y muñecas con cadenas y con un costal semivacío como único equipaje.
Al bajar del avión caminan unos pasos, miran a varios lados y salen de la terminal aérea. En pocos días, quizá en ese mismo momento, emprenden el camino de regreso. Y comienzan de cero.
José Luis, quien habitualmente es un parlanchín, guarda silencio cuando los mira llegar, recién desamarrados y agradecidos con su país los recibe con una “baleada”, una simple tortilla de harina embarrada de frijoles.
Es un choque brutal con la realidad. A su regreso son más pobres, más vulnerables y más expuestos a la violencia que cuando dejaron su patria.
EL PAIS QUE ES
José Luis vive a una calle de la colonia San Jorge, un barrio fundado por misioneros jesuitas a principios de la década pasada después de que el huracán Mitch se “estacionó” un día y medio sobre Honduras y arrojó agua y viento con la fuerza de un meteoro categoría cinco, el nivel más furioso de todos.
Hoy, San Jorge está controlado por dos “banderistas” (espías) de la Mara Salvatrucha que informan a sus jefes quién entra y quién sale. Sus cuatro entradas son vigiladas por los “güirros”, unos muchachitos reclutados por los mareros y armados con pistolas que asustan a cualquiera. Desde cerro arriba, atrás de la cortina imaginaria que marca el límite del barrio, llegan las órdenes operativas del hampa que se extiende en Progreso.
Manuel de Jesús Suárez, promotor social del Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación, una organización que intenta entender y las causas de la migración en Honduras, habla de este país que ahora es.
ntes la migración era para escapar de la pobreza. Hoy también es una forma de salvar la vida, escapar de la violencia cotidiana y permanente en cada calle, barrio, casa, gobierno de Honduras.
“Las causas de la migración no son coyunturales sino estructurales, es decir, la falta de trabajo y salario dignos, el acceso a la salud, a la educación, a la vivienda. Ahora otro fenómeno es la violencia, el crimen organizado, la narcoactividad van formando parte de la estructura de país. Las causas se han enquistado en el sistema, están ahí. Esto origina que la mayoría de hombres y mujeres más empobrecidos quedan excluidos del sistema, por tanto, se van”, explica.
Manuel de Jesús, hombre que pasa los 50 años, conoce bien la historia. Nació en Progreso y ha visto el derrumbe de las maquilas y las bananeras, así como la llegada de las cadenas de fast foodnorteamericanas que avientan su olor a grasa a las caóticas calles del corazón de su ciudad. Las sucursales de Wendys, Burguer King y Pizza Hut tienen vigilantes armados con escopetas dentro de sus locales.
En 2013, 9 mil 453 personas murieron en Honduras por “causas externas”, es decir, víctimas de la violencia. El 71.5 por ciento de ellas fueron asesinadas. En este país que libra una guerra no declarada cada mes matan a 563 personas, 19 cada día.
Por estos números Honduras es el país con la mayor tasa de homicidios en el mundo.
EL DESPOJO Y EL ABANDONO
José Luis camina por las calles de Progreso con maestría sobre su única pierna y desde las ventanas de las casas se alcanza a escuchar el sonido de un aparato radiofónico. La estación Radio Progreso fundada por jesuitas recoge los problemas laborales y de violencia de los comuneros, del sistema educativo, de derechos humanos y de migración con su programa de los domingos que sirve de catarsis para el abandono.
La señal que se escucha desde esas ventanas bien puede hacer de compañía de las personas que quedan en las familias rotas. Un migrante entra al aire para contar que, cuando se fue de Honduras, “otro gallo le echó plumas a su mujer” y se quedó sin esposa. Las llamadas siguen entrando. En su mayoría, son radioescuchas que viven o vivieron alguna consecuencia de la migración forzada.
Las conductoras del programa dominical son Rosa Nelly Santos y Marcia Martínez, integrantes del Comité de Familiares de Migrantes Desaparecidos (Cofamipro), y en esta ocasión hablan de desintegración familiar. Antes de ir a un corte en el programa, Rosa Nelly presenta la melodía Hermano Migrante, de Natividad Herrera que canta: “Vuélvete pronto y goza con los tuyos / olvida el llanto y todo ese dolor”.
Volver a la patria, repoblar los pueblos a quienes la migración al norte les arrebató a su gente. Progreso, como muchas comunidades y barrios de Centroamérica, se vacía paulatinamente desde hace varios años. Atrás quedan las casas, a veces solitarias, la mayor parte habitadas a medias.
Detrás de cada puerta y ventana hay historias fracturadas.
LA VIDA MUTILADA
Corría el año 2005, era el segundo intento de José Luis de ir a Estados Unidos. Él y su amigo Selvi tardaron en llegar al norte de México 19 días que transcurrieron en calma. Viajaron desde Progreso sin parar. Tomaron el tren en Tapachula. Llegaron al estado de Chihuahua porque cruzarían la frontera Ciudad Juárez-El Paso.
Para José Luis, el éxito del viaje consistía en no dejar que su amigo se durmiera sobre el tren. Lo molestaba, le hablaba, lo hacía enojar y le daba de patadas. No quería que él se durmiera.
José Luis –buen futbolista, guitarrista y aficionado a pescar en el río Ulúa que bordea Progreso- se sentó al lado de los engranajes de los vagones y se inclinó al frente hacia sus pies para amarrarse un zapato. Cosa rara: el sudor le cubría toda la nuca hasta la coronilla. Nunca había estado en el desierto. El tren se adentraba a la ciudad de Delicias y José Luis Pestañeó.
“De repente quedé a oscuras y me caí, fue un desmayo por el calor seco que hace ahí en junio. El tren me cortó una pierna. Después metí el brazo al no poder sacar mi pierna y también me lo cortó. Después metí el otro brazo y me lo aplastó la rueda del tren”.
Su amigo Silvi no se dio cuenta hasta que, kilómetros adelante, notó que las ruedas del tren estaban pintadas de sangre. Lo creyó muerto. Ahora él vive en Estados Unidos donde creó una familia. En el sur se quedó su amigo, el que le cuidó en el lomo del tren y quien ahora se mueve sobre una pierna y balancea por las calles el brazo que le perdonó La Bestia.
(*) Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y que el texto forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Fundations.
Texto: Rodrigo Soberanes Santín
Soy un reportero que anda de aquí para allá, sobre todo en Veracruz, México, tierra bien fértil para este oficio. Las historias hay que sacarlas de los rincones y llevarlas a la superficie, como papalotes. Actualmente colaboro en Noticias MVS, Associated Press, Diario19 y Jornada Veracruz.
Imágenes: Moysés Zuñiga Santiago
Fotoperiodista chiapaneco interesado en la lucha de las comunidades indígenas y en el proceso migratorio en la frontera sur del País. Colaboro en La Jornada, AP, Reuters y AFP. Mi trabajo fue expuesto en la Universidad de Nueva York en los años 2010 y 2013. Me encontré con jóvenes como yo cruzando una frontera en busca de una oportunidad, llevando a cuestas historias de vida que me invitaron a caminar con ellos. Por eso hago este trabajo, quiero visibilizar una situación de extrema violencia que podría no ser y podría no cobrar vidas.
Fotoperiodista freelance enfocado en temas de derechos humanos, migración y medio ambiente. Ha colaborado con La Jornada, grupo Expansión, Proceso, Desacatos, Biodiversidad Sustento y Culturas, Letras Libres, Variopinto, agencias Latitudes Press, Zuma Press, AP y Reuters, entre otros. Sus fotos aparecen en los libros 72migrantes (Almadía, 2011), Secretaría de Educación Pública (2010); Altares y Ofrendas en México (2010); Cartografías Disidentes (Aecid, 2008). Ha publicado los libros «Dignas: Voces de defensoras de derechos humanos» (2012) y «Acompañando la Esperanza» (2013). Finalista en los concurso»Rostros de la Discriminación» (México, 2012) “Los Trabajos y los Días” (Colombia, 2013) y “Hasselblad Masters” (2014).
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