Que nadie sepa mi sufrir

Delegación mexicana en Juegos Olímpicos
Foto: Comité Olímpico Mexicano

Por Germán Martínez Aceves*

Cuando inició la sorprendente ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París 2024, un músico alado con acordeón, sentado en uno de los míticos puentes del río Sena, interpretó la popular canción La Foule que hiciera famosa mundialmente Edith Piaf en 1953. El origen de esta composición es argentino con música de Ángel Cabral y letra de Enrique Dizeo. La Piaf la conoció en Buenos Aires y en Francia le pidió a Michel Rivgauche que le cambiara la letra. Se quedó la música, pero no el significado.

“Veo la ciudad celebrando y delirando otra vez/ Asfixiándose bajo el sol y bajo la alegría/ Y escucho en la música los gritos, las risas”. Así inicia La Foule. La letra original compuesta en 1927 dice: “No te asombres si te digo lo que fuiste/Una ingrata con mi pobre corazón/Porque el fuego de tus lindos ojos negros/ Alumbraron el camino de otro amor”

Con los años, la Sonora Dinamita la convertiría en un poderoso cumbión conocido como: “Amor de mis amores”. Lo cierto que las intenciones de Ángel Cabral, Edith Piaf y Lucho Argain reúnen fiesta, amor y decepción. Algo que los mexicanos mostramos con singular alegría en cualquier parte del mundo porque, si para algo somos buenos, es para organizar el relajo y el desmadre. Si el Comité Olímpico Internacional considerara estas expresiones como actividad olímpica seguro tendríamos la medalla de oro, es más, podríamos hacer el uno, dos, tres. Si el breakdance ya es deporte olímpico por qué no el reventón que armamos.

Los mexicanos en las grandes festividades deportivas mundiales como los Juegos Olímpicos o la Copa del Mundo nos caracterizamos por la pachanga permanente. Sin importar la condición social (desde familias endeudas, hasta aventureros y juniors) ni el país (Francia, Qatar, Sudáfrica, Alemania, etc) somos protagonistas del jolgorio en los estadios y en las calles.

Sombreros de charro, sarapes, máscaras de luchadores y rostros y cuerpos pintados de verde-blanco-rojo pueblan las gradas, organizan “la ola” y a la menor provocación cantan el Cielito lindo que, seguro su autor, Quirino Moreno, jamás se imaginó que sería el coro de las batallas que libran los deportistas mexicanos en el mundo. Porque para eso somos: “canta y no llores”.

Sí, porque el relajo es nuestra máscara que oculta nuestros fracasos, nuestra desorganización, nuestro estancamiento en las justas deportivas que se exhibe cada cuatro años, llámense Olimpiadas, llámese Mundial de Futbol

Porque somos un país donde el deporte no es tomado en serio, porque no se ve como un desarrollo integral del ser humano, porque la filosofía griega de “mente sana en cuerpo sano” que redituaría en una mejor sociedad es letra muerta ante la voracidad mercantil que fija el éxito deportivo como la gran oportunidad de vender todo, incluyendo a los deportistas, por supuesto.

Cualquier que haya practicado un deporte estará de acuerdo que es como el amor. Quien se identifica con una disciplina saca sus mejores capacidades y talentos. Se piensa, se practica, se sueña, se ilusiona por jugar, por inventar, por ser el mejor, por ganar y, si se pierde, duele como si el corazón se partiera. Quien practique un deporte (y el amor) sabrá que sin heridas no hay avance, ni anécdota, ni historia. Porque el deporte es pasión, alegría y satisfacción.

Qué pasa cuando uno de los deportistas sobresale en el barrio, en la colonia o en el club. Por supuesto que busca seguir adelante para combinar su talento natural con mayor preparación y disciplina.

Pero ¿Qué sucede en nuestro país? Quien aspira a ser un deportista profesional emprende una verdadera carrera de obstáculos. Hugo Sánchez, el futbolista mexicano más destacado en la historia por su gran talento goleador y disciplina incansable, protegido por su caparazón de soberbia y cultivo excesivo de ego, dijo en alguna ocasión que el mejor ejemplo de los deportistas mexicanos es el de los cangrejos en una cubeta, si uno logra llegar hasta arriba para salir, los demás harán lo imposible por echarlo abajo y hundirlo de nuevo en el fondo.

¿Cuántos jóvenes deportistas talentosos se enfrenta a eso? ¿A cuántos sus entrenadores le solicitan dinero “como ayudadita” para seguir adelante? ¿Cuántos se enfrentan a los acosos sexuales? ¿Cuántos confían en obtener becas deportivas y después de horas de espera ven salir a las autoridades en sus lujosas camionetas sin que les resuelvan ningún tipo de apoyo?

Valga como metáfora exagerada, pero ser atleta de alto rendimiento en México y llegar a Juegos Olímpicos es como ser triunfador de los Juegos del hambre. Obtener una medalla, casi un milagro. En las 32 ediciones olímpicas, nunca hemos pasado de diez preseas en el medallero. Cuando más obtuvimos fue en 1968, en casa, fueron nueve con tres inusitadas de oro (entre ellas la inolvidable del Tibio Muñoz); Londres 2012 fue otra sorpresa, obtuvimos ocho y; Los Ángeles 1984, seis.

Para un país de más de cien millones de habitantes, los resultados olímpicos son paupérrimos y las lecciones que deberían aprender las autoridades del deporte son materia reprobable. Ana Guevara, orgullo de la pista en los 400 metros, pero decepción como dirigente deportiva, dijo una frase que ejemplifica su proyecto deportivo: “tenemos menos cuatro medallas”. Podría decir en la explosión del optimismo que en París ahora tenemos “menos cien medallas” teniendo en cuenta la totalidad de competidores que asistieron.

Lo años pasan y no se ve que existía un proyecto serio que asegure una producción de atletas de alto rendimiento que aspiren a ser más altos, más fuertes, más rápidos, y por qué no, más humanistas.

Mientras, seguimos destacando en el jolgorio, en la nota de color, en el ocurrente que adapta una bocina en la espalda y lleva la “playlist” del reventón con La Chona, El Sonidito, La boda del huitlacoche, El payaso de rodeo más las que se acumulen en la moda. Porque no importa que nuestras estructuras sociales y políticas no tomen en serio al deporte como desarrollo integral del ser humano, porque es mejor armar fiestas, cantar y no llorar. Porque es mejor que nadie sepa nuestro sufrir.

*Integrante de la Editorial de la Universidad Veracruzana y del Observatorio Maradoniano del Deporte

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