Tatuaje: ¿Cuánto sabes de los movimientos armados de los 60 y los 70?

Por Carlos Román García

Los perseguidos

Cuánto sabes de los movimientos armados de los 60 y los 70?, me preguntó Stella González Cicero, la directora del Archivo General de la Nación, cuando llegaron los documentos del CISEN al recinto de Lecumberri. Mucho, le respondí. A los 13 años presencié, el 14 de agosto de 1975, el acribillamiento, cometido por un comando armado de miembros del Comité Oriente de la Brigada Roja de la Liga Comunista 23 de septiembre, de cuatro inspectores (vestidos de azul como los policías de tránsito), de la Secretaría de Industria y Comercio; murieron todos y hubo además una mesera herida, que vestía minifalda y mandil, quien recibió dos balazos en un muslo, rollizo y torneado, que vi con gran claridad cuando estaba tirada a medio patio del comedero, sobre el piso color ladrillo, junto a la mesa donde desayunaban las víctimas, que ni siquiera eran propiamente policías y que no recuerdo o no vi si iban armados. (Cotejado el expediente 7 AGN, Fondo DFS, “Liga Comunista 23 de Septiembre”, legajo 6, foja 169, citado en la tesina que para obtener el título de licenciado en Historia por la Universidad Autónoma Metropolitana-Ixtapalapa, presentó José Ángel Escamilla Torres, los muertos fueron seis y no cuatro, tres inspectores de Industria y Comercio y tres policías preventivos, lo que aclara el uso de uniformes y armas).

Madera, periódico clandestino de la Liga

Fue en la zona de fondas del mercado Ignacio Zaragoza en la Colonia del mismo nombre, con un gran acceso sobre la avenida 10, desde donde se veía a los comensales y se percibía el aroma de los chiles rellenos, los frijoles de la olla con epazote y las enchiladas de pollo, junto al sonido de los ingredientes fritos en sartenes –chiles secos, jitomates, ajos y cebollas– o de sus hervores y el ruido de los molcajetes y las licuadoras moliendo salsas y cremas.

Estaba yo formado en la fila de la tortillería sita en la esquina de la dicha avenida y la calle 29, al lado de un puesto de periódicos y revistas donde vendían o alquilaban ejemplares de Chanoc, La Familia Burrón, Tradiciones y leyendas de la Colonia, El caballo del diablo y unos veinte títulos más, que fue mi biblioteca en los años en que adquirí el vicio de la lectura; desde ahí, a no más de 25 metros, miré con la claridad que permitían mis ojos de miope, como cinco personas armadas bajaban de un Datsun blanco, modelo 1970 (1972, según el expediente de la DFS), que había sido robado en la facultad de Odontología en la Ciudad Universitaria de la UNAM, mientras dos más se quedaban dentro del vehículo; cuatro llevaban armas largas y el otro una escuadra calibre .45; sin dar tiempo a sus blancos, sentados uno en cada esquina de una mesa cuadrangular, les dispararon ráfagas de balas hasta verlos caer, el de la pistola se acercó a rematarlos.

Según la prensa de la época, los integrantes del comando eran David Jiménez Sarmiento “Chano”, José Luis Bustamante Castillo “El Pastel”, Lázaro Torralva Álvarez “Charlie”, Luis Miguel Corral García “El Güero”, Francisco Alfonso Pérez Rayón “La Papa”, Ángel Delgado Sarmiento “Héctor” y Blas Claudio Aguilar Sánchez “El Clásico”; los periódicos deben haber tenido acceso al expediente del caso (aclarado ya que existe el de la DFS, que menciona ocho personas, pero enlista sólo siete, con todo y sus apodos) y esa información, que podría cotejarse con otros papeles que hay en el Archivo, puede ser precisa, pero yo recuerdo que entre los tiradores de negro hasta los pies vestidos y cubiertos con pasamontañas, había una mujer de mediana estatura, con el cabello castaño hasta los hombros, boina y paliacate en lugar de pasamontañas cubriendo la mitad inferior del rostro (si fueron ocho y no siete los involucrados la presencia de la mujer, no mencionada por su nombre, es posible).

Puede que mi recuerdo sea impreciso y esté contaminado con los relatos de otros testigos, con quienes reconstruíamos los sucesos acacidos en lo que, a una gran velocidad, llegaban patrullas y ambulancias, dos de la Cruz Roja y una de la Cruz Verde y un helicóptero sobrevolaba la zona; un fotógrafo trepó de mosca en una ambulancia que salió rauda, cayó unas cuadras adelante en una vuelta brusca y detuvo el viaje del vehículo de la institución humanitaria, cuyos camilleros debieron regresar por el nuevo herido.

Aludo en el relato a mi memoria, pues sólo los nombres de los integrantes de la “Resortera” y algunos detalles, que coinciden con lo que ya sabía, provienen de una transcripción que me mandó por correo electrónico Rodrigo Gonzales, cerrando el círculo: hay un relato de primera mano en su novela Tiempos de fuego, el momento y la situación existieron. El fragmento no fue extraído de Alarma!

Oseas

Entre los conocidos de Rodrigo estaba Raúl Ramos Zavala, fundador del grupo “Los Procesos” a quien frecuentó cuando este iba a viajar con Ignacio Salas Obregón, “Oseas”, de Monterrey a México, muerto luego, en 1972, en un enfrentamiento absurdo provocado por el nerviosismo de Heber Matos Escarpulli, quien sacó el cuete ante una docena de policías montados que bordeaban el Parque México, al que estos reaccionaron abriendo fuego e hiriendo a Raúl. Heber, quien terminó viviendo y muriendo en Chiapa de Corzo, donde adquirió el carácter lugareño de no perder jamás una discusión, aún a costa de la amistad o de acabar a sopapos con el interlocutor que no se convence de carecer de razón, logró huir indemne y no pisó la cárcel.

Ramos Zavala intentó escapar herido como estaba, con la asistencia de un sobrino de Gustavo Hirales, quien narra estos hechos en Memoria de la guerra de los justos, procurando infructuosamente asilo en algún edificio vecino y finalmente capturados y enviados uno a la cárcel y otro a la morgue. Conocí a Gustavo Adolfo en los Diálogos de Larráinzar con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, lo mismo que a Marco Antonio Bernal, también militante de la Liga.

Otro conocido de Rodrigo fue el propio David Jiménez Sarmiento, que estuvo al frente de la acción en el mercado Zaragoza, último dirigente importante de la 23 de septiembre, capaz de cortar cartucho en su escuadra .45 con una sola mano, apalancando el arma en el borde del pantalón de mezclilla entubado, mientras intentaba explicar la realidad mexicana con parágrafos de Marx, con hablar pausado y citas exactas del Dieciocho brumario de Luis Bonaparte.

Estaba entonces la organización en una severa etapa de descomposición, dominada por una compulsión militarista y suicida que incluía atentados contra blancos débiles o indefensos e incluso ejecución de disidentes y delatores reales o supuestos. Su hermano Carlos y su padre David, quien se encargaba de la imprenta de la Brigada Roja y fue desaparecido en 1975 luego de una detención arbitraria tras la que nunca fue presentado ante ninguna autoridad, también eran miembros destacados de la “Orga”.

El secuestro y muerte de Eugenio Garza Sada ocurrió pocos meses despues de la  formación de la Liga, pero se venía planeando desde un año antes; el 15 de marzo de 1973 en Guadalajara, Salas Obregón que gestó la “Organizacón Partidaria” unos meses antes y otros estudiantes nacidos o radicados en Monterrey –el era de Aguascalientes–, influidos por mentores jesuitas, se juntaron con grupos como “Los enfermos de Sinaloa”, entre ellos Camilo Valenzuela, “Los Guajiros”, “Los Lacandones” y parte del Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR) para formar una Liga.

Debido a la infidencia y el abuso de un periodista cuyo nombre merece ser olvidado, la publicación del caso con nuevos, pero mal leídos y peor transcritos datos, provocó cambios indeseados en la dirección del AGN y terminó una etapa en la que, circunstancialmente, me tocó la representación institucional en el grupo que redactó los primeros lineamientos para la consulta de los archivos del CISEN, labor que contó con la opinión de las víctimas, sus familiares o sus defensores.

Pude poner en práctica esos principios abriendo sus expedientes a personajes como Federico Emery Ulloa, quien compartió celda en la crujía “M” con José Revueltas y Martín Dosal, y ayudó a bien morir con un último trago de vodka Oso negro al autor de Los errores, ‘marsista ortodoso’, como le hubiera llamado el personaje siniestro de Guerras secretas, uno de los cuatro libros del recién fallecido Saúl López de la Torre, chiapaneco de Suchiate, municipio de Ciudad Hidalgo y normalista de la Mactumatzá, que militó en el Movimiento de Acción Revolucionaria (MAR) y estuvo en Lecumberri, quien me lo dio a leer cuando estaba en ciernes y llevaba el nombre de Los eslabones del tiempo, lo mismo que Jaime Gutiérrez González, de Yajalón, cuyo hermano Noé salió de los separos de la Procuraduría sin pisar entonces la ominosa prisión que mandó edificar Porfirio Díaz y que se inauguró en 1900.

Revueltas era más bien heterodoxo, al grado de haber sido expulsado de la Liga Leninista Espartaco, organización que fundó luego de ser expulsado tiempo antes del Partido Comunista Mexicano. El “Güero” Emery llegó a mi oficina y me pidió asistirlo en la búsqueda de sus antecedentes. Llamé a Vicente Capello, responsable del acervo del CISEN y transferido al Palacio Negro con él. De memoria fotográfica, el viejo policía me dijo sin colgar y sin haber consultado el catálogo electrónico, que desdeñaba, revisando nomás los millones de registros que había en su cabeza: de Federico Emery Ulloa hay cuatro expedientes y 64 tarjetas, se los voy preparando, licenciado, ni me traiga más papel.

Bajé con Federico a la Galería 1, antes crujía “C”, quien me iba diciendo que cuando estuvo detenido extrajudicialmente, fue torturado dándole a tomar escopolamina para interrogarlo después. Al ver los expedientes, que contenían las fechas desde su secuestro hasta que fue presentado a la autoridad, los cargos en su contra y los nombres de sus captores, descubrimos que quien realizó la terapia previa a los interrogatorios fue el doctor Salvador Roquet, que no usó la sustancia supuesta sino una mezcla de hongos, peyote y mariguana que administraba regularmente a los pacientes de su consultorio para hacer terapias regresivas. El psiquiatra acabó también en Lecumberri acusado por tres de sus consultantes, quienes lo demandaron por malas prácticas, aunque en su descargo hay que decir que otros 300 se declararon satisfechos con las alucinaciones y sus efectos.

La Nacha

Ana Ignacia Rodríguez, “La Nacha”, dirigente estudiantil en 1968, también vio sus papeles y lloró ante su bella imagen adolescente, al ver lo que decían las fojas sobre su persona, su familia y sus amigos. Propuse por su consejo, y así se decidió después, que el orden de prelación en su consulta fuera precisamente el de víctimas, familiares, abogados, defensores, historiadores y periodistas, estos últimos con la autorización de los primeros. Se podía con esas incipientes normas disponer de información para entender la Guerra sucia, reparar los daños y procurar justicia. Años después de estos primeros pasos, gobiernos y autoridades posteriores se han atribuido esa apertura, aunque la verdadera sucedió en el sexenio de Vicente Fox y coincidió con el arribo de la idea de la transparencia gubernamental que a muchos molesta o tiene sin cuidado.

 

II

 

Años antes había revisado con Juan Manuel Herrera algunos archivos de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), y un rasgo común en los expedientes levantados para identificar a los guerrilleros y a otros disidentes pacíficos, es que contenían múltiples copias de fotografías de la persona perseguida, que los policías de la Dirección Federal de Seguridad y de otras corporaciones llevaban en sus bolsillos; la Brigada blanca de la DFS, en oposición a la roja de la Liga, era encabezada por el temible capitán Martínez, Miguel Nazar Haro, e integrada por personajes torvos como Francisco Sahagún Baca, José Salomón Tanús y Jorge Obregón Lima. Otro personaje siniestro era el comandante Jorge Téllez Girón, el comandante Drácula.

David Jiménez Sarmiento murió en un intento de secuestrar a Margarita López Portillo, la “culta dama” hermana del presidente en el óvalo de la Colonia Condesa, en agosto de 1976. Algunos testigos dicen que en realidad se trató de un montaje para congraciarse con don José, quien a su frivolidad, donjuanismo e histrionismo sumaba un amplio conocimiento, verdadero, de la historia de México, y que el cadáver de David fue arrojado ahí para fingir su muerte en el enfrentamiento.

Salas Obregón, primer dirigente de la Liga y diametralmente opuesto a Jiménez Sarmiento en su concepto de la guerra revolucionaria, murió en 1974 tras perder el control de sus acciones mientras estacionaba su Volare azul en una calle de Naucalpan, a dos de la casa de seguridad donde era esperado con cronómetro por el “Viejo”, quien ordenó al resto de los presentes no salir pese a los balazos que se habían escuchado. No se volvió a saber de este avieso personaje, que se esfumo días después sin dejar huella entre acusaciones de ser un infiltrado de la policía, como algunos otros militantes.

Mientras se detenía, Ignacio miró por el retrovisor la torreta luminosa de una patrulla, el cansancio y su mala vista –los cristales de sus anteojos eran extremadamente gruesos– lo pusieron nervioso e intempestívamente sacó la pistola y cuando un policía se acercaba lo recibió disparando, el segundo le disparó a él. Estuvo por varios días hospitalizado como paciente no identificado en el Hospital del Seguro Social en Lomas Verdes (el expediente aludido dice que en el Hospital Municipal de Tlanepantla, pero estoy seguro de mi dato, porque leí completo el legajo de quien primero se hizo llamar “Vicente”); consta que en esos días fue torturado y que no confesó sino hasta 72 horas después, como decía el protocolo de la guerrilla urbana, para proteger la huída de quienes disolvían cualquier reunión un minuto después de que algún convocado faltaba y escapaban tras un día si no había reporte del ausente, como dictaba Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión de Victor Serge. Termina el reporte con la salida de Arturo Ignacio del nosocomio y sin decir cuál fue su último destino, sólo que no había sanado y su condición era crítica.

Por angas o por mangas he conocido y trabado amistad con Salvador Castañeda, autor de ¿Por qué no dijiste todo?, y La patria celestial, José Luis Moreno Borbolla; José López Arévalo, periodista también yajalonteco; el crítico de arte Alberto Híjar; Carlos Salcedo, inventor de la “Salcediña”, una bebida hecha con un caballo de tequila blanco vertido en nieve de limón en una “Matildona” que se rellena con cerveza clara, servida originalmente en los portales de Toluca; Jesús “El Güero” Sandoval, cuya memoria abarcaba El Capital completo, pero era incapaz de recordar las direcciones de las casas de seguridad ni con tortura, y la mayoría de los sobrevivientes o muertos recientes que se mencionan arriba.

Lucio

Con ellos y con otros huéspedes de Lecumberri me reuní el 8 de diciembre de 2005, Rodolfo Echeverría Martínez, “El Chicali”; Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, quien insistió en trepar a la cúpula del Torreón de la crujía “M”, como lo hacía en los días de visita; Florentino Jaimes Hernández, lugarteniente de Genaro Vázquez Rojas, y Carlos Montemayor, este último instado por mí a salir a fumar su pipa al patio, pues quería hacerlo en la cúpula del Archivo; involuntariamente lo salvé de la ira de unos hermanos de Lucio Cabañas, descontentos con lo dicho por el chihuahuense en La Guerra en el Paraíso. Salvo él y otros cuantos, los demás nos enrrumbamos, terminado sin protocolo el acto, conmigo en representación del director Jorge Ruiz Dueñas, quien propició la apertura de una exposición exclusiva para víctimas y familiares, a cuyo montaje me ayudó Elizabeth Zamudio, a un restaurante frente a la cámara de diputados para un banquete donde se recordaron aquellos años que perdieron discutiendo si Trosky, si marxistas-leninistas pensamiento Mao Tsé Tung, si guevaristas, si pescados, si reformistas, si la cumbia de Lenin –un paso adelante y dos pasos atrás–, en la alegría de haber aprendido de una experiencia cabrona, sin poses heroicas ni victimizaciones, con una autocrítica que acepta que retaron al Estado a muerte y que tras su paso quedó una estela de difuntos, de viudas, de huérfanos, de desaparecidos y de otros que justifican el verso de Efraín Huerta: “A mis viejos maestros de marxismo / no los puedo entender / unos están en la cárcel / y otros están en el poder.

Genaro

Luego conocí a Leticia Carrasco, hermana de Jorge Carrasco, integrante de la Liga desaparecido en Guadalajara en 1977; con ella, su novio Hugo y Rodrigo Gonzales se nos ocurrió hacer un diccionario de la guerrilla en México, idea que no concretamos y que algún o algunos historiadores pudieran hacer realidad. Contra esos jóvenes, más temerarios y arrojados que valientes, herederos  de una tradición secular de conflictos y enfrentamientos armados, el gobierno mexicano usó recursos en extremo violentos: tortura, desapariciones, cárcel sin el debido proceso, como no se ha atrevido a hacer contra los narcos y el crimen organizado, no porque esos métodos sean buenos, sino porque ha renunciado al uso legítimo de la fuerza que le corresponde, como no lo hizo ante los grupos que, del asalto al Cuartel militar de Ciudad Madera, Chihuahua, en 1966, a finales de la década de los 70, se levantaron en armas.

A los alzados de entonces no les ofrecieron abrazos, los exterminaron sin piedad; entre quienes subsistieron, los que más aprendieron han contribuido a ensanchar la democracia, los que menos a perpetuar las formas de ejercer el poder que combatieron. De tener un tatuaje me gustaría la viñeta del cabezal de Madera, el periódico de la Liga 23 de Septiembre, pues es la imagen idealizada de quienes fueron mis héroes en la adolescencia.

Vinieron estos recuerdos a mí porque José Antonio Molina Farro me envió la referencia de un libro escrito a cuatro manos por Dulce María Sauri Riancho y José Luis Sierra Villarreal, La casta divina por dentro y por fuera, ella priísta que llegó a ser gobernadora de Yucatán y él fundador de la 23 de Septiembre. Con Dulce iba los domingos la doctora González a llevarle comida a José Luis, allá por el rumbo de la Colonia Porfirio Díaz en Ciudad Nezahualcóyotl, a una parroquia donde se hacía trabajo comunitario y cuyo sacerdote era evidentemente jesuita, como el Papa Francisco, como los curas de Bachajón, Chilón y Ocosingo cercanos a la formación del EZLN; ahí se reunía el núcleo de la mayor organización guerrillera urbana del México de los 70; ellas lo ignoraban.

El historiador belga Jan de Vos, jesuita, fue cura de la comunidad tseltal de Bachajón, municipio de Chilón y en el único lugar de hospedaje de la cabecera municipal en los años 70, entraba preguntando en alta voz: hay aquí una cerveza para un viajero sediento; siempre recibía la misma respuesta de  Roberto Trujillo, el propietario, quien no se levantaba de la hamaca en una estancia de paredes de cedro: para el Güero Jan siempre hay una. La estima entre ambos nació porque Roberto, que trabajó largos años en las campañas de salud y vacunación contra enfermedades tropicales llevadas a la Lacandona, fue su guía en ese territorio del Oro verde, entonces sin carreteras, apenas con algunas brechas en el monte que llevaban a pequeñas aldeas, lejanas una de otra, en recorridos a caballo o en lancha en alguno de los numeroso ríos o lagos de la zona.

Se trataba de un espacio inmenso, de más de un millón de hectáreas, poco transitado e imposible de conocer completo, apenas con unos cuantos descampados que quedaron como huella del paso de quienes expoliaron sus maderas, tras unos años en que la vegetación original se había recuperado casi completamente, no como ahora, que se han abierto carreteras y pistas de aviación, que han crecido los núcleos urbanos, se ha disgregado el municipio de Ocosingo y creado Maravilla Tenejapa, Marques de Comillas y Zamora Pico de Oro; que los delincuentes de los cárteles se han apropiado de las rutas de tránsito y controlan la región al grado de obligar al Ejército Zapatista de Liberación Nacional a replegarse y cerrar sus Caracoles. En la selva se formó el EZLN, como antes lo hicieron otros grupos nacionales, con el Frente de Liberación Nacional, cuyos integrantes sostuvieron enfrentamientos con el ejército nacional en 1974 y tuvieron numerosas bajas, y guatemaltecos, como el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), cuya historia relata Mario Payeras, uno de sus comandantes, en Los días de la selva  y en Los fusiles de octubre, entre otros libros. Otro guatemalteco, Marco Antonio Yon Sosa, militar disidente que siendo líder del Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre (MR-13) entraba y salía de las FARC, quien al parecer fue capturado de manera accidental y muerto por el ejército mexicano en la Selva Lacandona en mayo de 1970 y está sepultado en el panteón municipal de Tuxtla Gutiérrez, a donde cada año era visitado en su tumba por el periodista Gervasio Grajales quien no falto hasta su propia  muerte.

Muchos mexicanos desconocen estos acontecimientos del pasado reciente, que explican los motivos y caminos de una guerra que nos cambió. Firmo este recuerdo desde una ladera de pobres, vecina a la Colonia Emiliano Zapata, dos de cuyas calles se llaman Genaro Vázquez y Lucio Cabañas.

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