Pescadores contra cazadores furtivos en el Golfo de California
*Esta nota fue realizada por Pie de Página, parte de la alianza de medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes leer la original.
Pescadores y campesinos de Baja California Sur buscan mantener un equilibrio con el mar y el desierto, solo pescar lo imprescindible, conservar el mar y la vegetación del desierto, pero se enfrentan a cazadores furtivos, trasnacionales hoteleras y la indolencia de autoridades
Texto y fotos: Aitor Sáez
El islote de los Cuevas
La vaquita marina es tímida y escurridiza. Se le considera el mamífero marino más raro del planeta y por eso fue tardío el descubrimiento de esta especie endémica del Alto Golfo de California.
EL PARDITO.- El primer destello de amanecer impacta en una cámara de videovigilancia que corona El Pardito, un islote de media hectárea donde viven una veintena personas. Antes del alba Juan y Felipe Cuevas Amador ya se han tomado su tercer café y se han enfundado en el peto de hule impermeable. Los cardúmenes de sardinas, que utilizarán de carnaza, se pescan mejor a las seis de la mañana. Cuando los hermanos zarpan en la No Fear, el sol ya escuece y obliga a hacerle reverencia, aunque ellos podrían encontrar la mancha de peces con los ojos cerrados.
La lancha de 23 pies y motor fuera borda de cuatro tiempos —para los terrestres, esto es de bastante potencia— es capaz de resistir cualquier torito, como llaman a los tornados en el extremo sur de la península de Baja California, cortos pero virulentos, que suelen aspirar a los grumetes novatos. Los Cuevas no tienen miedo a los temporales, pero sí a los pescadores furtivos.
«Los de la comunidad le quebraron a los buzos, a los furtivos. Le tiraron la lancha y le pasaron por encima. A veces tiene que ser así, porque la gente no entiende», cuenta Felipe sobre uno de los enfrentamientos.
La única forma de combatir a los depredadores es rompiéndoles el motor o la embarcación para no darles tiempo a que los amenacen con su arpones o directamente con un arma. La mayoría de los pistoleros, así llamados por su agresiva técnica de pesca submarina mediante múltiples disparos, proceden de municipios cercanos, pero los más beligerantes son los de Sinaloa. Sin embargo, ninguno de los parditos —residentes del islote— se aventura a hablar de sus vecinos de la costa de enfrente que llegan a robar la escama después de agotar toda la de su litoral.
Felipe lanza la atarraya –una red de forma redonda– con un artístico giro de muñeca y cintura. Su robusto torso, curtido de estirar cuerdas, hacen el resto. Juan agarra el acelerador y surca con soltura las aguas someras. Fuerza y cabeza. Siempre se repartieron así las tareas: en la lancha y en la vida, siempre con aspiraciones compartidas. Ahora el mayor, Felipe, de 43 años, quiere dedicar más tiempo a realizar rondines de vigilancia para proteger sus aguas, mientras que Juan, dos años menor, prefiere enfocarse en sus planes de montar una empresa turística para dejar de pescar y contribuir a la conservación.
De pequeños tan sólo pisaban tierra firme para comprar los regalos de navidad. El resto del año se entretenían en su pedacito de mundo, fabricando sus propias mallas y barquitos de madera, jugando a atrapar pargos, lisas o mojarritas. Su padre y su abuelo los regañaban por matar los peces chiquitos que trataban como sus semillas. Desde entonces comprendieron la importancia de pescar responsablemente para preservar el ecosistema marino.
«Hacemos todo lo posible por cuidar nuestras aguas. Ellos (los pescadores furtivos) están siempre a la espera de que bajemos la guardia para meterse. Estamos atentos todo el tiempo, tenemos una cámara atrás de la isla, pero se necesita más apoyo», indica Felipe, deseoso de imitar al puerto de Agua Verde, a unas sesenta millas náuticas, cuyos 300 pobladores se organizaron desde comienzos de 2021 para patrullar su ribera.
Los Cuevas han echado el ancla y llevan un rato con la piola a remojo cuando se nos pega una panga azul policial de la Red de Observadores Ciudadanos, una docena de vecinos de La Paz, la capital del estado, que se dieron a la tarea de custodiar los recursos marinos de su bahía. Al ‘Dueño de la Noche’, como su nombre indica, le toca la vigilia nocturna. Los pescadores ilegales aprovechan la oscuridad de las lunas nuevas que adormecen a los peces para atolondrarlos con sus linternas y dispararles con “pistolas matadoras”, arpones modificados para que el recorrido del gancho sea más corto y poder tirar a la velocidad de balas. En tres horas arrasan con toda un área, acabando con caracoles, pepinos y demás especies protegidas.
«Si nos alcanzan a ver (los furtivos), suben a los buzos inmediatamente y comienza una persecución. Tiran a chocarnos la embarcación de falca a falca o tratan de volarnos el motor con su proa a toda velocidad. A veces nos han sacado una pistola o nos han tirado con el arpón. No estaría mal llevar un arma», explica Luis Alberto sobre los incidentes que acostumbran a enfrentar en sus cuatro rondines mensuales.
Luis Alberto lleva cuatro de sus 27 años como voluntario y parece disfrutar esa dosis de adrenalina. Su único límite es el océano Pacífico. En la otra orilla de la península, en Bahía Magdalena, el crimen organizado navega a sus anchas capturando la almeja generosa, la langosta y el abulón. El otro tripulante del ‘Dueño de la Noche’, de unos cuarenta años —prefiere no identificarse— exhorta a su compañero a callarse, pero al joven le puede el entusiasmo:
«Ahí sí está caliente, la maña está con todo. Los marines les dan balazos en los motores», dice.
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Todos los parditos son parientes. Juancho Cuevas Ramírez se instaló en el islote en 1923 para cuidar a sus hijos de los coyotes y pumas de la playa y esquivar los ingentes mosquitos de islas más grandes. El bisabuelo de Felipe y Juan trabajaba en el boyante negocio de extracción de perlas naturales que hizo famoso al mar de Cortés. “Llegamos aquí mi mujer y yo. Pero, con eso de usar solamente una cobija, ya ve lo que resulta. Ahora somos más de veinte”, le dijo al periodista Federico Jordán, el revelador del escondrijo a mediados de siglo pasado.
«Hemos nacido en el mar. Lo que sabemos ni nosotros sabemos que lo sabemos hasta que alguien de afuera nos lo dice», redunda Juan, entregado en los últimos años a la investigación de la tortuga carey y las mantarrayas diablo.
El Pardito es la única de las 244 islas del Golfo de California que tiene un huinche, es decir, una polea para remolcar las barcas y guarecerlas de las drásticas subidas de la marea. Las olas salpican el pedestal de un pequeño San Pedro que da la bienvenida a la estrecha playa de piedritas. En la decena de casitas de hormigón y paja, siempre han acogido a cualquiera que fondeara.
Juan todavía gateaba cuando aterrizó frente al islote el avión del explorador francés Jacques Cousteau, enamorado de la apoteósica biodiversidad de ese golfo. El anfibio de cuatro motores fue para los parditos lo que la llegada a la Luna para el resto de la humanidad. La aeronave iba y venía a la ciudad quince veces al día para almacenar las muestras recogidas. En los siguientes años el investigador arribó en el Calypso, su mítico buque antiminas que los lugareños visitaban asombrados por sus antenas y aparatejos.
El oceanógrafo y su familia solían almorzar en El Pardito con los pescadores que contrataba para guiarlo por el fondo marino. El abuelo de Juan y Felipe, el tata Cuevas, buceó junto a Cousteau en las expediciones que lo alentaron a definir el mar de Cortés como “el acuario del mundo”.
“El francés era buena onda, pero nos reíamos más con el piloto gringo”, recuerda don Beto, el hermano del tata. El único rastro del célebre marino era una fotografía enmarcada de su familia en el Calypso que Jacques le regaló al padre de don Beto, pero, como todo en la isla, la humedad la corroyó. Lo que aún cuelga en su pared es la mandíbula de un mako, el tiburón más grande que ha atrapado.
«Llegó [Jacques Cousteau] como llega mucha gente. Vienen famosos, personas muy adineradas que no sabemos ni quienes son. Se acercan a platicar (hablar) un rato. Esto les causa mucha curiosidad. Nos piden mariscos, almejas, pescado y aquí les brindamos lo que tenemos», cuenta Juan.
Por la isla pasan desde celebridades como los cantantes Luis Miguel, Paulina Rubio, el director de cine Alejandro Gonzalez Iñárritu o la presentadora Galilea Montijo, hasta mafiosos con extravagantes yates de quienes prefieren ni saber su nombre. De unos y otros, a los parditos les interesa lo mismo: su agua.
El agua potable es el bien más preciado en el peñón y sólo se consigue a través de los yates con desalinizadoras. Para obtener agua corriente deben destinar un día entero a ir a la costa y cargar veinte bidones de cincuenta litros, además del elevado coste de la gasolina. La tonelada de agua apenas les dura dos semanas para cocinar y lavar. El único consuelo es pensar que su tata tenía que hacer todo eso en una barca de vela.
La energía eléctrica llegó hace un par de décadas gracias a los paneles solares y desde el inicio de la pandemia contrataron un servicio de internet satelital. Anteriormente, para comunicarse usaban las radios náuticas como teléfonos fijos. Pero, sin duda, la mayor innovación en la isla fue el hielo.
Toda la escama se salaba, pero aguantaba pocos días y se perdía, dada la complejidad para sacar la mercancía. Se tarda una hora de lancha hasta la comunidad ribereña más cercana y otros cien kilómetros hasta La Paz por un sinuoso sendero repleto de piedras y en ocasiones bloqueado por las rocas que se desprenden por el paso de huracanes. La posibilidad de congelar su género les permitió incrementar el intercambio con la ciudad y vender para exportación especies de primera calidad como huachinango, pargo, estacuda o cabrilla.
«Todo pescador pasa por un momento en que nos enfadamos, que escasea el pescado y no sacas mucho. A veces uno dice que quiere hacer otra cosa, pero la verdad es que la pesca es muy bonita», asegura Juan. «Somos un sector muy adaptable, porque nuestra actividad depende del clima, la mancha de peces, el viento… muchos factores que no controlamos. Por eso somos tan resilientes».
Con la extinción de las grandes poblaciones de ostras perleras a partir de los años cuarenta, los isleños se dedicaron de lleno a la comercialización del hígado de tiburón, un producto muy valioso para Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, pues su aceite se utilizaba como lubricante en aviones de guerra. Hasta hace un par de décadas Felipe y Juan todavía pescaban mucho tiburón por su carne tan codiciada. Solían navegar por mar abierto para agarrar más de cincuenta ejemplares en un solo día, pero abandonaron esa pesquería al darse cuenta de la mengua de la especie.
Hacia las seis de la tarde, los Cuevas se quitan las gafas de sol polarizadas por primera vez en todo el día. Ni las camisetas de licra y manga larga evitan que el sol haya tostado su piel por años. El atardecer baña a los pescadores que terminan de limpiar el pescado en la playa. El graznido de las gaviotas, revoloteadas por las tripas desechadas, sólo se quiebra por la música de un bafle. Suena una de las estrofas de Don Arturo, el narcocorrido de la banda norteña Los Dos Carnales que elogia al capo de la droga Arturo Beltrán-Leyva, aliado y luego enemigo del Chapo Guzmán y de otros cárteles:
No me alcanzaron los santos
Para topar a un mundo de guachos
En Cuernavaca tembló la tierra
Por el que iban no era cualquiera
Casi por nadie, un Beltrán Leyva.
Los parditos reciben muchos visitantes de Sinaloa, donde también suelen fondear para comprar sus pangas, repararlas o vender el producto. Sobre las gruesas mesas de madera comienza a haber más botellas de cerveza que filetes de pargos a medida que el sol se oculta tras el acantilado del horizonte.
—¿Cuántas lanchas habéis tenido en vuestra vida?
—No tantas como novias— bromean los hermanos.
Su abuelo tenía tres mujeres, una en cada isla donde faenaba, cuentan los bucaneros, que igualmente se burlan de que algunos de los Cuevas salieron “más blanquitos de lo normal”.
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Cuando eran niños había tantos peces que su padre ni siquiera tenía que arrojar carnada para atraerlos. Simplemente ataba un calcetín al anzuelo. Su paulatina disminución los activó en 2012 a participar en la creación de la primera red de Zonas de Refugio Pesquero en México, trece áreas donde exclusivamente se permite la pesca comercial a sus pobladores y con estrictas medidas de sostenibilidad. Desde entonces ha aumentado un 30 % tanto la talla como el volumen del pescado en los 150 kilómetros de litoral que abarca el Corredor San Cosme – Punta Coyote. Juan y Felipe han duplicado lo que sacan en sus redes. El éxito de recuperación hizo que el instrumento de manejo pesquero se replicase en Sonora y la península de Yucatán, pero no que el gobierno aumentase su interés por defenderlos. Al contrario, en 2018 los inspectores se redujeron de once a tres en Baja California Sur, pese a tratarse del estado con mayor litoral.
—Solos no podemos hacer nada, porque no tenemos la potestad de detener a nadie. Si damos la alerta a las autoridades, tardan mucho en llegar. Hay poca presencia —lamenta Felipe, que debe conformarse con escribir en una bitácora la actividad de los furtivos para facilitar a los órganos competentes la aplicación de sanciones.
Una investigación de Oceana descubrió que al menos 19 grandes navíos incursionaron en la zona de refugio en 2020. Su sistema de monitoreo por radar, sin embargo, no detecta las lanchas clandestinas, la principal amenaza para el corredor ecológico. Cerca de la mitad del pescado en México se extrae ilegalmente; el doble que el promedio mundial.
El propio López Obrador expresó su preocupación por la piratería, las extorsiones y el asalto a embarcaciones, que afectan a 300 mil familias que viven directamente de la pesca, pero su gobierno suprimió el subsidio a las comunidades para la vigilancia de sus mares. Asimismo, el gremio pesquero denunció que en 16 de los 17 estados costeros los cárteles aplican el llamado ‘cobro de mar’, un impuesto a los pescadores por salir a faenar, sumado a las tarifas adicionales a los compradores.
—Es un trabajo arriesgado —se refiere Juan a las inclemencias del mar—. Hay que tener pericia para no cortarse la mano con la piola, leer las nubes, predecir los nortes (fuertes vientos). Hay que estar muy atento, ser precavido. Si te distraes, te puede pasar algo, te puede tirar un animal.
Su tata también les enseñó a respetar a las orcas o, como los apodaron, enmascarillados, después de que una de ellas hundiera el bote de un pescador. La otra leyenda con la que crecieron es la de El Mechudo. La costumbre obligaba a los perleros a ofrendar a la virgen la última perla recogida. Aquel buzo se negó, porque el aljófar era muy grande y se sumergió una última vez para sacar otra. Nunca más apareció. Sus largas greñas se enredaron en alguna roca y quedó atrapado en el fondo marino con una concha de madreperla en la mano. El Mechudo se llama ahora al bocado de cordillera frente al que se ahogó el perlero, uno de los puntos de referencia visual que usan los navegantes para guiarse.
—Hay que respetar el mar —resume Juan, que bien sabe las consecuencias de llevarle la contraria.
A los siete años se enfadaba, porque quería quedarse en la playa jugando en lugar de zarpar con su padre y su abuelo. Su forma de expresar el enojo era sentarse en la regala de la panga con los pies colgando y la mirada fija en el oleaje. El tata le aconsejaba que se pusiera a pescar para no marearse, pero el niño lo desoía hasta que vomitaba. Así fue como el mar exigió a Juan a lanzar sus primeros anzuelos.
Los hermanos llegan a capturar 400 kilos de peces en cinco horas. Antes de regresar al islote, Felipe estruja puñados de sardinas sobrantes y las devuelve medio muertas al agua para que a los otros peces les resulte más fácil comérselas.
—Es para que el pescado aprenda a comer. Parece mentira, pero el pescado es muy sentido, hay que consentirlo (mimarlo), si no, se asusta rápido y se va —aclara.
Durante la cena los hermanos discuten algunas remodelaciones a la vivienda para alojar a estudiantes de universidad. Los hermanos reconstruyeron con hormigón las paredes y, diez años después, ya se han resquebrajado. Tiraron por la borda todos los ahorros y el titánico esfuerzo de transportar tantos bloques de cemento. Durante la cena Juan le sugiere a Felipe utilizar tablones, más resistentes a la sal, la humedad y los vientos, como han demostrado dos de las primeras casas de madera que siguen en pie un siglo después.
Su madre sirve un par de los cochitos que pescaron hoy, acompañados de salsa de tomate y otras tantas tazas de café. Los impedimentos para aprovisionarse de refrescos o fruta para jugos volvió al café en adicción. Un océano de estrellas se cierne sobre el islote. El único ruido de las noches en El Pardito son los motores de las lanchas de narcotraficantes que cruzan a toda velocidad el Golfo de California para subir la merca hacia la frontera norte.
El ranchero oasiano
Tan sólo quedan una decena de vaquitas marinas debido a la pesca furtiva del pez totoaba, en cuyas redes la marsopa se atora. La vejiga natatoria de la totoaba se vende a 9 mil dólares el kilo en el mercado negro de China, donde es un producto de lujo al que se le atribuyen propiedades afrodisíacas y curativas. La pesca del pez más caro del mundo es el enésimo negocio de los cárteles mexicanos.
LA SOLEDAD.- El mar de Cortés lleva el nombre del colonizador Hernán Cortés, aunque éste no pasó demasiado tiempo en la península, debido a sus rudas condiciones. El sol hierve los párpados. Baja California Sur es el estado mexicano con menos lluvias y las pocas que caen lo hacen de forma torrencial. La primera de este año se desató en octubre [hace tres semanas] y permitió germinar a varios arbustos bajo los cardones, los cactus más altos del planeta. El arenal luce algo verdoso. “El desierto es agradecido”, dicen sus habitantes, porque aprovecha las contadas aguas para florecer.
En una de las depresiones de la escarpada cordillera sobresalen algunas palmeras, señal de que hay un oasis, de que hay agua, de que hay humanos. Una mujer sale de su choza y se asoma a la trocha para saludarnos. Es la única persona que encontramos en cuatro horas de trayecto y para ella somos el primer vehículo que ve en días.
Los primeros evangelizadores de finales del siglo XVII se asentaron junto a los oasis, pero no pudieron someter a los nativos nómadas que se desplazaban continuamente en busca de los esteros donde pescar moluscos y de las lagunas estacionarias que se formaban durante algunos meses tras una tormenta.
Baja California es un angosto y elevado brazo de tierra. Las huracanadas precipitaciones provocan fuertes escorrentías que desaguan rápidamente la mitad de las lluvias en el océano. La otra mitad se evapora al impactar en el abrasante suelo. Desde el avión se observan los profundos surcos que se deslizan por la serranía. Únicamente en los prístinos cañones de las sierras La Giganta y Guadalupe, espina dorsal de la península, crece la suficiente vegetación para captar un poco del agua que surte a tres de los cinco municipios surcalifornianos y a su principal valle agrícola.
La flora del desierto está adaptada a las elevadas temperaturas, pero le afecta mucho la radiación solar. Con el incremento de la intensidad de los rayos ultravioletas en los últimos tiempos, las plantas se saturan y dejan de hacer la fotosíntesis. Y a menos matorrales, más rebota el sol en la piedra, como un asador. Los cardones alzan su cuello para despedirse de la luz. El crepúsculo nos obliga a pernoctar en uno de los ranchos del camino ante el peligro de conducir en la oscuridad y chocarse con alguna de las tantas vacas que andan sueltas.
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La mayoría de los pescadores eran serranos que abandonaron sus cultivos por la carencia de agua. Además de los lazos familiares, mantienen un estrecho vínculo comercial con esas tierras. Los campesinos bajan a comprar pescado y sal para curtir sus pieles, mientras que los pescadores suben a conseguir frutas, verduras y algo de carne para las festividades. Manuel Amador comparte apellido con los Cuevas y nació en la misma ranchería que su madre, aunque no se conocen. También comparten su vicio por la cafeína.
—Si no tomas café, te sientes drogado, andas todo el día de mal humor. Aquí cuesta traer otra bebida —dice el corpulento ranchero sobre el síndrome de abstinencia.
Antes de tomarse la primera taza del día, aprovecha el sereno para ordeñar a sus cuatro vacas y tener algo de leche para su café. El resto del ganado de don Nino pastura libre por el monte para que puedan encontrar algún aguaje donde beber. Recogerá a su centenar de reses entre marzo y abril, cuando comienza la sequía extrema, pero sabe que al menos una cuarta parte habrán muerto. Es la lucha a la que ha sobrevivido cada temporada. Su última idea fue obtener una rudimentaria prensadora de quesos, que le da suficientes ingresos para mantener a sus vacas lecheras y le deja cierta ganancia adicional.
—Aquí no crece nada y si no llueve, tampoco hay pasto, no hay ramajo, está todo seco. ¿Qué van a comer (las vacas)? Entonces, para tener el ganado encerrado y meterle pura pastura comprada, es donde todo ranchero va al fracaso. Desde luego no es el primer año que no llueve y vamos superando, pero, lloviendo algo, lo poquito que tenemos tiene valor. Como aquí estamos tan aislados, todo cuesta mucho dinero conseguirlo —asegura bajo el sombrero vaquero y el canoso bigote de herradura.
El medio centenar de aldeanos de La Soledad no gozan ni de una tienda, ni una cantina, ni un médico, pero sí un internado donde las familias de la zona dejan a sus hijos durante cinco días a la semana ante la lejanía para recogerlos cada tarde. Esa formación Primaria con la que pueden aspirar a ciertos empleos formales, así como la acuciante sequía de la última década, han precipitado la migración de los jóvenes a la urbe.
—Hay ranchos que no tienen agua para el forraje ni para el ganado. La escasez afecta que muchos rancheros han tenido que cambiar de lugar. Todo el joven se va saliendo a la ciudad. Es un gran riesgo para ellos, ya sabemos cómo corre el agua en la ciudad, es fácil que (los cárteles) capten a los (migrantes) de la sierra cuando les va mal —apunta el hombre de 65 años sobre la creciente inseguridad en La Paz, donde se cuadruplicaron los homicidios de 2014 a 2017, su año más violento con 212 muertes.
Don Nino tuvo que salir de su ranchería cuando se casó, porque el oasis ya no alcanzaba para abastecer a más familias. Al principio debía acarrear el agua en camioneta y cubetas para dar de beber a sus animales. Tardó cuatro décadas en juntar los 300.000 pesos (unos 12.000 euros) para construir una pila y tirar una manguera de cuatro kilómetros hasta el oasis más cercano. Disponer de agua continuamente le ha cambiado la vida.
—Ahora sembramos poquito, pero sembramos. Es mucha mejoría. Con el agua constante podemos tener el pedacito de tierra limpio y en forma para trabajar —señala en su media hectárea de frijol, maíz y alfalfa.
—Pese a toda la complejidad de vivir en la sierra, ¿por qué decidieron quedarse?
—Para mí ser ranchero ha sido mi afición. Es lo que me ha gustado. Se sufre tantito, pero también se está a gusto —guasea don Nino, con un inquebrantable apego a aquello que lo hace feliz y a la vida en general.
El ranchero tuvo un perro, León, que acostumbraba a morder los neumáticos de los coches hasta reventarlos. Durante años don Nino se gastó más dinero en pagar ruedas a los damnificados que en comprar más vacas o en ahorrar para su fuente de agua. Nunca le importó. León murió de viejo y adoptó a otro compañero de rancho, Tigre, cuya diversión consiste en perseguir cualquier animal que ande suelto.
Una joya natural desecada
La vaquita marina no se adapta a la vida bajo cuidado humano y la única forma de salvarla es conservando su hábitat, que la Unesco declaró patrimonio de la humanidad en peligro. Washington anunció que México será sancionado con un embargo al camarón y a varios pescados por no haber hecho lo suficiente para proteger del narco al cetáceo más pequeño del planeta. Los barcos de organizaciones ambientalistas han recibido disparos y ataques con cócteles molotov por parte de los traficantes de buche de totoaba, conocida como la ‘cocaína del mar’.
CABO PULMO.- “Hay algo en el Golfo, que cuando uno se encuentra en aquel escenario fantástico y exótico, le hace asentir y decirse interiormente: ‘Sí, lo conozco’. Recordar el Golfo es como recordar un sueño”. Con esas palabras describió en los años cuarenta el nobel de Literatura, John Steinbeck, la sensación que experimentó al surcar las costas de Cabo Pulmo.
Juan Castro solía contar la historia de cuando sintió que su lancha se agitaba y al voltearse vio una ballena azul con la boca abierta. Mito o realidad, lo cierto es que en los años ochenta se sacaban ejemplares del tamaño humano.
—De niño me tocó ver los grandes meros de 300 kilos, los goliats que les llamamos. Ya no se ven, se han ido alejando. Luego de joven me tocó salir a pescar más lejos, durante más horas y más arriesgado, porque no se encontraba pescado cerca. A veces dormíamos en la panga a mar abierto —explica su hijo, Javier Castro, de 51 años.
Su padre fue de los primeros que trabajó como guía de buzos y se percató de que ganaba más acompañando a turistas que yendo a pescar. Por eso también fue uno de los principales impulsores de la creación de un parque natural que 25 años después ha recuperado el 500% de su fauna marina, una joya de la conservación en México.
—Cada año está aumentando la visitación y es un gran reto para que no se vuelva un destino de sol y playa. El turismo masivo también genera un impacto negativo —apunta—. El secreto es tratar de llevarlo más equilibrado, mantenerlo rústico, no sobreexplotar el lugar.
La comunidad ha tenido que pelear en los últimos años contra varios macroproyectos hoteleros en sus alrededores; uno de ellos, de capital chino, pretendía incluir un acuario del tamaño necesario para meter un tiburón ballena. En el sendero que conduce al poblado hay numerosos rótulos de real state con teléfonos estadounidenses para la compra de enormes lotes ya perimetrados. Dicen las malas lenguas que fue el patriarca de los Castro, una de las tres familias que fundaron la aldea, quien en los años sesenta del siglo XX malvendió miles de hectáreas de terreno ejidal a un gringo, aunque no está claro si lo hizo engañado o por avaricia.
Actualmente, hay 24 fondos internacionales que han invertido más 1 mil 100 millones de dólares en sesenta desarrollos inmobiliarios en Baja California Sur, visitada por 18 millones de viajeros en 2019. Cabo Pulmo se ubica a dos horas de Los Cabos, destino de muchas estrellas de Hollywood. El paraíso de lujos, excesos, playas vírgenes y campos de golf tampoco estuvo exento de la violencia desenfrenada en 2017 por la guerra entre cárteles que se disputaban el narcomenudeo y las redes de prostitución. El segundo hogar de Jennifer Aniston, George Clooney o Leonardo DiCaprio pasó a conocerse por ser la ciudad más peligrosa del mundo.
—Ya hemos visto lo que pasó en Los Cabos. Por eso nos levantamos ante cualquier intento de construir cerca nuestro —advierte el guía—. Si el polo turístico se expande, para nosotros será desastroso. El parque desaparecerá.
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Javier corre estresado de un lado para el otro de la palapa del Eco Adventures, la empresa de paseos de la que es socio junto a su hermano Juan. Tan sólo puede sentarse cinco minutos a hablar antes de enredarse en otra tarea. Algunos jóvenes locales ni siquiera querían ser turisteros, pero, al heredar el negocio familiar y al no haber otra actividad, tampoco les quedó más opción. A Juan lo siguen a todas partes sus tres huskies siberianos, otro de los disparates por la súbita llegada de foráneos.
—Ahora es muy movido, hay que estar continuamente actualizándose con las reglas del parque, reservar las zonas donde vamos a fondear, atender a los visitantes… antes era más relajado, era un rancho muy tranquilo. Cabo Pulmo era para nosotros —dice el lanchero de gorra y bañador de marca.
Añora la época en que su única preocupación era escoger cuál de los chivos cocinar. El turismo ha traído pleno empleo y opulencia, pero los ha esclavizado. La comunidad trabaja para comprarse una mejor lancha y llevar a más turistas y así ganar más dinero que invertirán en mejores equipos de buceo para captar a más turistas y así ganar más dinero que invertirán en renovar los chalecos salvavidas… y así en una espiral que les ha robado hasta el agua.
La belleza de este tesoro natural también ha atraído una creciente colonia sobre todo de estadounidenses para construir su residencia de veraneo. Las mansiones obtienen el agua de un pozo privado gestionado por una empresa que les proporciona un suministro constante mientras que los locales reciben agua de manera intermitente y apenas llega a las viviendas de primera línea de playa.
—Ya se batalla con el agua. Nos preocupa que vaya a pasar en un futuro no muy lejano con el tema del agua si se sigue creciendo a este ritmo —pronostica Juan.
Los de la barda alta utilizan el agua para regar las plantas exóticas del jardín mientras que los autóctonos no tienen ni para cocinar, pero todo el recurso hídrico se extrae del mismo acuífero, El Santiago, que desde hace unos años se declaró sobreexplotado. Esto ha generado un resentimiento que se evidencia en el murete y la barrera que los pobladores colocaron durante la pandemia para aislarse de los extranjeros que ya los han superado en número.
Los cabopulmeños perforaron un pozo informal que no está registrado ante la Conagua y, por tanto, ninguna autoridad puede administrarlo o darle mantenimiento. La cuota del servicio se paga a don Toni, el anciano responsable de abrir las llaves y encender la bomba para que baje el agua a las casas. Pero, algunos vecinos optan directamente por subir con su camioneta y cargar un tanque entero.
—El pozo es muy rudimentario y el sistema de bombeo no funciona al 100%, el agua escasea en verano —añade Juan.
Las divisiones entre los tres clanes originarios obstaculizan cualquier intento de coordinación para regular el uso del agua o buscar formas de mejorar la distribución. La expansión del barrio de los foráneos incluso absorbió su pozo, sin ninguna reacción para impedir que la fuente de agua local quedase dentro de una propiedad privada.
La bióloga Gabriela Anaya, la ideóloga del parque nacional, indicó en una entrevista de 2016 que hacía “cinco años que Cabo Pulmo pasó de ser el interés de varias familias de una pequeña comunidad a ser el interés de una comunidad que ya no tiene fronteras”. Ni tampoco agua.
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Juan Cuevas extraña mucho a su esposa y a sus dos hijos durante las tres semanas que pasa en El Pardito. Pero, al llegar a La Paz, antes de abrazar a su familia, lo primero que debe hacer es ir a buscar agua purificada. Baja California Sur es el estado con mayor falta de agua potable, en cambio, una décima parte del agua tratada se destina a campos de golf. El pescador llena cuatro garrafones en uno de los locales de tratamiento de agua por osmosis que hay en cada esquina. Los ochenta litros que utilizan para beber y cocinar apenas les dura una semana.
—Casi nadie toma agua de la llave por sentido común. En el baño se genera mucho sarro. Cada seis meses hay que cambiar la regadera (grifo de la ducha), porque se tapa. Tiene un sabor muy malo, ni para lavarse los dientes —asegura.
El agua se distribuye en la mayoría de domicilios cada dos o tres días, pero a muchos de sus 250 mil habitantes ni siquiera les llega y deben comprarla a los camiones de reparto que se anuncian con un megáfono por toda la ciudad. Además de la carencia, la sobreexplotación del acuífero de La Paz ha desencadenado una intrusión salina en el manto freático que ha empeorado la calidad del agua.
La familia de Juan vive en uno de los nuevos condominios de la periferia, donde cunden los solares con publicidad de conjuntos residenciales. El descontrolado crecimiento urbano y el pésimo manejo hídrico han quintuplicado la escasez de agua en la capital surcaliforniana en el último lustro. Su pequeño pero moderno dúplex cuenta con una cisterna que almacena los tandeos y les permite tener siempre agua corriente.
—Tampoco gastamos demasiada agua. Desde pequeño me he acostumbrado a racionarla porque en la isla siempre faltaba agua, electricidad. Siempre tenemos un infinito cuidado con las cosas. Eso trato de inculcarle a mi hijo menor, así como la cuestión del reciclaje. Esa doble realidad (entre el islote y la urbe) sirve mucho para intercambiar lo mejor de ambos modos de vida —reflexiona el pescador.
Pese a las bondades del mar, sus dos hijos de quince y cinco años han crecido en La Paz, al igual que los tres niños de Felipe. Ambos tuvieron claro que sus pequeños debían estudiar para dedicarse a otra cosa, o bien, para hacerse cargo del negocio turístico de pesca recreativa que tienen en mente. Todo con el propósito de reducir la pesquería y aportar a la regeneración de la fauna marina.
—Somos pescadores de nacimiento, el mar es nuestra casa. Es el mejor lugar para estar tranquilo, estar a gusto, un lugar especial, pero ser pescador también es muy duro y ellos (sus hijos) ya no tienen el conocimiento —valora—. Sí queremos que sepan pescar, porque así se pueden defender. Allí donde anden siempre puedan sacar un pescado para que no les falte de comer. Pero, poco más.
En los años noventa vivieron en El Pardito más de medio centenar de Cuevas, pero las últimas generaciones se fueron yendo por la creciente dificultad para extraer escama y el enorme sacrificio para vivir de la pesca apartados de cualquier ápice de comodidad. Los parditos son otra de las especies del Golfo de California, como bromea Juan, en peligro de extinción.
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