La hora cero de Monterrey
*Esta nota fue realizada por Pie de Página, parte de la alianza de medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes leer la original.
Esta es una de las urbes más ricas de México, pero ahora esta región se enfrenta a una escasez de agua sin precedentes. El descomunal crecimiento y la pésima planeación urbana explican la carencia de agua
Texto y fotos: Aitor Sáez
MONTERREY, NUEVO LEÓN. -Entrando hacia la zona metropolitana de Monterrey, la segunda más poblada del país, abruma los rascacielos y conjuntos de unidades habitacionales trepándose por las empinadas laderas, pero sobre todo sorprenden la cantidad de macro-obras sin terminar. El propio gobernador reconoció que la especulación inmobiliaria es uno de los grandes negocios de la urbe.
Me desvío por el sur, hacia San Pedro Garza García. El municipio con mayor poder adquisitivo de Latinoamérica también estuvo golpeado por la escasez de agua y tal vez eso marcó la diferencia con otras crisis de esta magnitud y provocó la rápida reacción de las autoridades. En Villas de Álcali llevaban dos meses sin suministro y apenas salieron algunas notas en medios locales, pero, en cuanto faltó agua en la zona noble, se pronunció el gobernador y se activó toda una respuesta.
Diana y Jorge García viven en uno de esos condominios desde donde se ven los suburbios de casuchas. —Al regio le gusta mirar a la miseria a la cara —describe el colega que me acompañaba sobre lo que considera una idiosincrasia pueblerina, chocante con el porte y bonzanza de la metrópolis. La mayoría de viviendas de San Pedro tienen cisternas, pero a muchas de las más nuevas no les pusieron. A nadie le importaba eso hace apenas un lustro.
Al matrimonio le llegaba agua intermitente de los tandeos desde hacía diez días y se había tenido que bañar con baldes en varias ocasiones. Otros vecinos habían ocupado agua de sus albercas para limpiar el piso.
—Hemos aprendido la importancia de cuidar el agua, ya no dejamos la llave abierta al ducharnos o lavarnos los dientes —dice Diana. Cuando visité su casa, la trabajadora doméstica estaba regando las plantas del jardín exterior con una cubitera de Absolut Vodka, que llenaban de agua cuando se les acababan los barreños.
Al ver que la problemática podía alargarse toda la temporada —de hecho se alargará para siempre—, Jorge buscó durante tres días un tinaco, agotados en esas fechas por la ola de pánico. Desde la azotea del dúplex donde lo tiene instalado se ven decenas de esos Rotoplas nuevos. Los precios de los tanques se triplicaron frente a la gran demanda y llegaron de algunos estados aledaños para venderlos por doquier. Era habitual ver camionetas cargadas de tinacos por las carreteras.
En Darvisa, una pequeña empresa de distribución de depósitos y tuberías, me explicaron que se quedaban sin existencias al poco de recibirlas y que el propio gobierno estatal les había pedidos. La lista de espera para adquirir un tinaco era de dos semanas y, pese a todo, aseguraban que por ética habían evitado aumentar los precios. —Monterrey nunca ha sido una ciudad tinaquera —apunta la gerente, Brígida Rodríguez. Según ella, en San Pedro ya estaban colocando tanques bajo suelo porque en las azoteas no llegaba la presión del agua; uno de los inconvenientes de vivir loma arriba. Pese a todo, hoy en día todavía es el municipio de Nuevo León con mayor consumo de agua por persona.
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Cuando María Matús abandonó los Valles de Oaxaca hace 30 años y se trasladó a Nuevo León, nunca imaginó que también en el estado más próspero de México algún día faltaría agua. El nombre de su comunidad prefiere omitirlo, porque, además de la sequía, le persiguen las extorsiones de quienes piensan que por vivir en el norte (de México), es rica. Pero, las cuentas tampoco cuadran de empleada doméstica. Y ahora ni eso. La mujer de 42 años tuvo que dejar de ir a las casas que limpiaba para recoger algo de agua de las pipas que distribuyen cada tres o cuatro días, sin orden ni aviso.
Ese 23 de junio de 2022 la pipa sí pasó. María está despierta desde la cuatro de la madrugada y anoche se acostó a las doce a la espera de que salga un chorro de agua por su llave o llegue una pipa. Son las siete de la mañana cuando el rugido del camión hace salir al trote de sus casas a los vecinos de Villas de Álcali, en el municipio de García, a 40 kilómetros del centro de Monterrey. Familias enteras cargadas de botellones, tambos, baldes, botes y carriolas; carros de la compra y hasta carritos infantiles, van siguiendo la cisterna como al flautista de Hamelin.
María improvisó una carretilla con la carriola de su nieto. Sus otras dos nietas, que cuida mientras su hija se pasa toda la semana trabajando fuera, la acompañan con un bidón de basura y tres cubos de pintura vacíos. Se alegra de que no hace mucho calor. La temperatura en Nuevo León para esas épocas puede superar los 40 grados.
La idea de que tendrá agua le hace olvidar por unos instantes sus dos condenas: que su marido haya perdido tantos empleos en fábrica, que les hubiesen dado algo de estabilidad económica, y que se hubiesen instalado al extremo oeste de Monterrey, azarosamente la parte más alejada de las tres presas que abastecen de agua a los 5.3 millones de habitantes de Monterrey, que el verano de ese año sufrió la peor crisis hídrica en toda su historia. Nuevo León tenía un déficit del 40% del recurso en ese momento.
El gobierno estatal anunció restricciones de suministro desde abril, con un tandeo entre las cuatro de la madrugada y las diez de la mañana. Pero, García fue el municipio más afectado por la escasez y a comienzos de mayo ni siquiera recibieron el recurso durante ese horario.
En el humilde fraccionamiento de centenares de viviendas minúsculas adosadas y calcadas —una forma de deshumanizar y recordar a esa clase obrera que ha venido a eso únicamente, a trabajar— llevan dos meses sin recibir agua en sus hogares. María está la decimonovena en la fila. La mujer menuda de pelo rojizo teñido se pone cada día sus aretes y collar de oro para presumir algo frente a las vecinas mientras esperan su turno de agua. Con ellas aprovechan las dos o tres horas de espera para compartir sus últimos ingenios para ahorrar o reutilizar el agua.
—Se puede quitar el tubo del lavaplatos y ahí mismo con esa agua y jabón sirve para lavar el piso —dice una de las mujeres, mayoría en la hilera. Muchas de ellas acarrean a sus pequeños, que en cuanto pueden caminar ya llevan una garrafa en la mano. —¿Esto es como África, verdad? —me pregunta María, dando por hecho que conozco ese continente—. Da pena. Hasta más morenos nos vamos a poner de tanto rato bajo el sol—. La oaxaqueña se percató demasiado tarde, cuando ya había vendido su parcela, que el norte no te blanquea, sólo araña tu color de piel para cerrarte la puerta, para dejarte al margen de las oportunidades.
García tenía apenas 25.000 habitantes en el año 2000 y ahora tiene cerca de 400.000. El descomunal crecimiento y la pésima planeación urbana explican la carencia de agua. Esta periferia se formó de gente del sur que se mudó al mayor polo industrial de México en busca de un contrato en una maquila que les brindase una vida digna. El desencanto hoy tiene forma de cubeta y charcos; ayer y mañana, de atascos en la buseta, de deshaucio o de balacera. La frustración se suma a los dos o tres días sin agua en casa, al picor de cuerpo o a los niños llorando de calor. Algunas de esas interminables filas han terminado en trifulcas y golpes entre grupos que acusan a otros de venir de otras colonias a recoger agua. Varios de los conductores del camión de agua han sido retenidos por los vecinos como forma de presión para reclamar el envío de otra pipa.
—A veces la gente se pone agresiva —dice el pipero de manera anónima. Deja la manguera en manos de dos mujeres y un hombre, al parecer los líderes de la barriada.
García sólo contaba con cuatro pipas antes de la extrema escasez y ahora disponen de 25, muchas donadas por empresas. Aún así, el recurso es insuficiente y la alcaldía ha solicitado la presencia de agentes federales para vigilar el hidrante de donde se surten los vehículos cisterna.
María carga con esfuerzo y cuidado los tres cubos de agua en una tabla de madera sobre la carriola y la arrastra junto a Evelyn, la nieta de siete años, a quien regaña cada vez que se derraman unas gotas. —La niña está contenta de ir a la pipa, porque ve a la gente contenta (de recibir el agua) —asegura la abuela, aunque las caras de la fila son más bien fruncidas. Son dos cuadras hasta su casa, unos dos cientos metros, pero se hacen una eternidad. En el último y único bordillo para entrar la carretilla, ambas aguantan la respiración. La familia tapó con una caja de fruta plástica, amarrada con candado, la bomba, llave y tubería exterior de la vivienda para evitar el hurto de su agua. Los ahorritos apenas les alcanzaron para pintar de verde pistacho la fachada del primer piso y dejar el segundo de blanco yeso. El resto tuvieron que gastárselo para poner doble reja en la puerta y las ventanas hacia el 2012, cuando Los Zetas se escindieron del Cártel del Golfo y detonó una guerra en la ciudad. En Valles de Álcali aumentaron los robos en domicilio por parte de aquellos jóvenes que tenían que pagar sus deudas por drogas o llevar dinero a sus patrones para financiar la contienda. A María le atracaron tres veces y en la calle de abajo hubo un tiroteo. —Hay un poco de miedo —dice.
Una diputada local opositora denunció que 14 hombres armados irrumpieron durante el reparto de una pipa para secuestrar el vehículo y llevarse toda el agua, en la colonia Independencia, una de las zonas cooptadas por el crimen organizado. El gobierno estatal de Samuel García, desmintió esos hechos.
Monterrey es una plaza en disputa por el narcomenudeo, el oasis de bodegas donde esconder la droga y por ser paso obligado de transporte pesado hacia Estados Unidos, tanto para el control de la ruta de contrabando como para el cobro de impuesto carretero a cualquier mercancía. El agua tal vez era un negocio demasiado enjuto en una urbe tan dinámica, pero fue en algunos casos un instrumento de propaganda social para las bandas delicitivas, al igual que sucedió con la entrega de despensas durante la pandemia. Tres semanas después de mi visita, vecinos de Allende, a 60 kilómetros al sur de Monterrey, quemaron 18 tubos con los que el gobierno estatal pretendía canalizar agua de su río hacia la capital de Nuevo León.
A María y su familia le protege el San Judas que preside en una enorme pintura y figura su sala principal. En el comedor y la cocina hay una docena de cubos y seis garrafones repletos. Lo primero que hacen es vaciar el agua sobrante de la lavadora, que aprovechan para limpiar el baño, así como el agua de la ducha. Pese a todo ello, suelen quedarse sin agua durante dos o tres días.
—A mi nieta mayor le da vergüenza a veces ir a la escuela porque se siente sucia. No puede bañarse cada día y se suda mucho en el verano —dice.
Estefanía, de 9 años, llena un par de botellines de litro para llevarse a la escuela, una de las obligaciones impuestas a los alumnos para afrontar la emergencia. También se restringió el uso de los baños, se recortaron los horarios y algunos centros incluso suspendieron clases. En una de las dos recámaras del fondo su nieto de 4 años ve la tele a primera línea del colchón y mira de reojo a sus hermanas y abuela sin entender tanto trajín.
La mujer de espalda y cintura ancha vuelve a la pipa. Será el segundo de seis viajes para llenar en cada uno tres cubos de 20 litros y el tambo. En total, recoge por cada pipa unos 500 litros de agua. El volumen suena cuantioso, pero apenas les alcanza para un par de días a las ocho personas del hogar. (Un mexicano o mexicana gasta en promedio 307 litros diarios, el triple de lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud para satisfacer las necesidades de higiene personal y limpieza del hogar.) La familia de María estaba consumiendo tan sólo 30 litros al día cada uno. Ya se habían acostumbrado a ese ahorro. Lo que ahora más perturbaba a María era la compra de comida y demás bienes básicos.
—Como tuve que dejar de trabajar para buscar agua, ahora sólo contamos con los ingresos de mi marido, de albañil. No nos llega —dice. Con ese sueldo deben pagar, además, la clínica de rehabilitación para uno de sus hijos adolescentes, que cayó en las drogas. Esa era la tercera condena de María y la enésima bofetada de la gran ciudad.
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Un motel del centro de Monterrey ofrecía ‘regaderazos’ a 120 pesos. La imagen trascendió a la prensa y al propio gobierno, que aseguró que investigaría el caso por tratarse de un abuso y una posible irregularidad.
En la Avenida Revolución, una de las arterias, se desplegaron unos cincuenta antidisturbios frente a la convocatoria de bloqueo por la falta de suministro. A la protesta acudieron seis personas. Días antes, habitantes del extrarradio habían cortado alguna de las principales vías y provocaron graves afectaciones al tráfico. Algunos restaurantes tuvieron que cerrar al quedarse sin agua potable. Vecinos de varias colonias hacían guardias para custodiar los tinacos gigantes entregados por el gobierno estatal para surtir a las periferias más urgidas. Una de esas mujeres vigilantes, Gloria Ilda Pérez, me cuenta que han sufrido agresiones, insultos y amenazas de personas que vienen de otros barrios a cargar sus botes o de otras que quieren sobrepasarse de los litros que ella misma estipulaba.
Ante ese panorama, Samuel García puso el grito en el cielo y tomó acciones contundentes, como movilizar a todas las dependencias en labores para resolver la emergencia hídrica. También tuvo un discurso frontal hacia la industria por su ingente consumo de agua y pidió apoyo para la entrega de parte de sus extracciones de agua. Todo esto envuelto de la espectacularización de la política que lo caracteriza, al aparecer en operativos contra el huachicol de agua o caminando sobre un río.
El presidente López Obrador se sumó a la arremetida contra el poder económico y reveló que varias compañías fueron beneficiadas desde los años noventa por la entrega de 63 concesiones que en conjunto ascienden a los 50 millones de metros cúbicos. Casi todas son cerveceras (Heineken), refresqueras (Topo Chico), cementeras (Cemex), ganaderas (Lala), avícolas o productoras de papel, pero destaca la acerera Ternium, que dispone de cerca de 10 millones de metros cúbicos, por encima del nivel actual de La Boca, una de las presas desecadas en Nuevo León.
A corto plazo, sin embargo, el objetivo era cubrir la demanda de agua de las poblaciones más afectadas. Una de las oficinas de los Servicios de Agua y Drenaje parecía una sala de crisis de guerra, de hecho, la apodaron como la ‘war room’. Bajo una lona con el título ‘Mesa de control y monitoreo’ decenas de técnicos de varias áreas, desde Protección Civil hasta atención a violencia de género, se coordinaban entorno a largos mesones. Apenas un mes antes el salón tan sólo contaba con cuatro funcionarios y un pizarrón, ahora tenía varias pantallas gigantes con mapas y gráficas.
Su director, Juan Ignacio Barragán, daba instrucciones frenéticas. El cargo del máximo representante de la gestión del agua en Nuevo León pendía de un hilo y al organismo se le había señalado por varios casos de corrupción en anteriores en anteriores administraciones. —Hemos tenido que modernizarnos y equiparnos —.
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La Boca, una de las tres presas que surte a Monterrey, se convirtió en el símbolo de la sequía. Su volumen disminuyó al 9% de su capacidad, su mínimo histórico. También es el cuerpo de agua más cercano a la ciudad, a una media hora. El paraje dominguero para los regios era hoy un atractivo por sus grietas hexagonales del terreno y sus franjas multicolores en los montes circundantes, que daban testigo del abrupto descenso del nivel del agua. Varios barcos quedaron varados en tierra. En lugar de dar paseos por la presa, los visitantes sólo podían alimentar al averío de patos sedientos. La comida se compraba en unas máquinas expendedoras de pienso que habían colocado desde 2020 los arruinados restauranteros de la orilla. La escasez de agua venía avisando, pero nadie se lo tomó en serio.
El biólogo Antonio Hernández también lo había alertado. El hombre de ropa deportiva y perilla de cabra contrastaba con la formalidad del regio citadino. Monitoreaba a diario los niveles de las presas y también su deterioro por vía satelital. —Hay un interés político por parte del gobierno estatal en profundizar la crisis para presionar al ejecutivo federal a otorgar fondos para la construcción de la Presa Libertad —dice. Lo justifica por la supuesta reparación de compuertas en un par de momentos en que se soltaron millones de litros de agua y el aumento del nivel de la presa El Cuchillo en abril y mayo de 2022, lo cuál indica que no se extrajo agua y eso aceleró la sequía de las otras dos presas.
El ambientalista recibió amenazas hace unos cinco años por su oposición a varios desarrollos inmobiliarios, había bajado su exposición pública por un tiempo, pero la actual emergencia ameritaba volver a asumir el riesgo. Para él, la solución pasa por la restauración de la cuenca del río Santa Catarina, donde brota el agua para el 60% de Monterrey. La ribera de esa fábrica de agua, sin embargo, ha perdido masa forestal a pasos agigantados debido al crecimiento urbano.
El padre de Antonio solía bañarse con sus amigos en el caudal del Santa Catarina que atraviesa la zona metropolitana de Monterrey, del que ya sólo queda su huella, incómoda para los miles de conductores que se atascan cotidianamente en sus puentes. —Los pueblos antes se asentaban entorno al río, era su fuente de vida. Desde que empezamos a entubarlos, nos olvidamos de dónde viene el agua y les dimos la espalda. Pero, ahí debajo hay agua —dice.
Samuel García, en cambio, prometió la perforación de centenares de pozos y la construcción de presas y acueductos. Así lo ha hecho, en gran medida gracias al financiamiento y voluntad del gobierno federal. Tan sólo un año después ya funcionaba la Presa Libertad y a finales de 2023 se inauguró el segundo acueducto de El Cuchillo, que además sirvió para impedir el trasvase de agua a Tamaulipas, porque la capacidad de la presa quedó por debajo del límite acordado.
Cuando regresé a La Boca en octubre de 2023 sufría el mismo agostamiento. Tanto esa como las otras presas estaban a niveles incluso más bajos que el año anterior. Nuevo León sufría una sequía igual o más severa, pero Monterrey tenía agua. La población se había olvidado de la crisis hídrica, apenas había reducido seis litros en promedio su consumo diario y se entusiasmaba con la llegada de una mega-fábrica de Tesla. Me encontré a Antonio en ese mismo suelo resquebrajado.
—La gente habla de dejarle un mejor planeta a las nuevas generaciones, pero ni se acuerda de cuando ayer le faltó agua. Creemos que por tener agua el problema está resuelto —dice. El agua se extrae de otras partes donde a la larga también se acabará. La única salida es producir el recurso y eso sólo se consigue preservando el entorno natural. Parece tópico y fácil, agrega el biólogo, pero implica cambios sociales y decisiones políticas profundas.
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