El guardián de los cenotes
*Esta nota fue realizada por Pie de Página, parte de la alianza de medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes leer la original.
Esta es la historia de tres comunidades que resisten a la megaindustria en Yucatán, mientras abajo, como abejas, organizan la defensa de su territorio para conservar el agua y la vida
Texto y fotos: Aitor Sáez
Homún: Los aluxes y los cerdos de Yucatán
YUCATÁN. -Los mayas llaman a las abejas ‘gente’, porque en su mitología el destino del hombre y de esos insectos está ligado. Kaab significa abeja, miel y también universo.
“Buenas tardes, papá. Buenas tardes, mamá. Han venido unos amigos a visitarte, vamos a entrar a tu casa y te quería pedir permiso, mamá y papá, antes de bajar. Estamos haciendo esto de corazón para poder ayudar a cuidarlos y queríamos mostrarles respeto antes de molestarlos”.
Doroteo Hau Kuk ruega el consentimiento de Chaac, su dios de la lluvia, y la protección de los aluxes, los duendes que resguardan el cenote, antes de descender a la caverna de agua con un grupo de turistas. El crujido de las escaleras y el gorjeo de un pájaro reloj resuenan en los treinta metros de hueco iluminado por un chorro de luz que se cuela por la abertura hasta su fondo turquesa.
—El cenote es un templo para nosotros. Nuestros papás no nos dejaban entrar aunque estuviese en nuestra área, porque era sagrado. Nosotros respetamos mucho, porque era como un santuario donde venían a hacer ofrendas. No es entrar y ya está, tenemos que hacer lo que nos han enseñado —cuenta sobre un rito que ahora se mantiene para implorar que los bañistas salgan sanos y salvos.
A sus 62 años, don Doro parafrasea en maya las palabras de agradecimiento que su padre repetía cada vez que bajaba a buscar agua para beber, cocinar, limpiar o regar sus cultivos. También recuerda que cuando era niño los campesinos acudían a las grutas para invocar a Chaac por buenas cosechas y ofrendarle sus mejores mazorcas. Los cenotes siguen siendo la fuente de vida para los 8.000 indígenas de Homún, al occidente de la península de Yucatán, pero ahora como atractivo ecoturístico.
Para los visitantes, los cenotes son una alberca, pero, en la cosmovisión maya se trata de la puerta al inframundo, uno de los tres planos en que se divide el universo junto a la tierra y el cielo. Sus ancestros celebraban todo tipo de rituales en torno a los ciclos de la vida y en su interior se han hallado vasijas, esculturas y restos humanos.
Don Doro encontró unas pequeñas manos pintadas de rojo en una de las paredes del cenote al lado de su vivienda. Por eso lo bautizó como Bal-Mil, ‘lo que está escondido’. Pese a su cojera y sus maltrechas sandalias, el guía turístico camina sin mirar donde pisa por unas resbaladizas piedras que conoce tan bien como las figuras que moldean las incontables estalactitas. Muy a su pesar, tuvo que colocar unos focos de luz para prevenir que los foráneos se tropezaran, se lastimen, o peor aún, aplasten algún animal.
—Si matas una culebra, te mueres tú, porque las culebras o cualquier ser vivo aquí adentro encarna a los aluxes. Y ellos son los dueños del cenote.
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El ‘abismo’, como lo entendían los antiguos mayas de don Doro, es una de las mil 200 cavidades que componen el Anillo de los Cenotes, un círculo de 180 kilómetros de diámetro formado hace 65 millones de años por el impacto del meteorito que extinguió a los dinosaurios y a gran parte de las especies, lo que permitió la evolución del ser humano. El impacto elevó la superficie marina y creó una llanura de roca caliza cuyos orificios se fueron ensanchando por las precipitaciones acidificadas. Su cráter se conoce como Chicxulub, ‘pozo del diablo’, un término que don Doro tiene prohibido nombrar porque, según su cultura, le traería mala suerte.
La desdicha les cayó de todos modos en 2017, cuando varios polígonos de concreto empezaron a engullir 113 hectáreas de selva —unos 160 campos de fútbol—. La instalación de una granja porcícola puso en riesgo el agua, los cenotes y el sustento de Homún. Sus pobladores saben que cuando llueve fuerte todo se empantana y al poco rato ya se ha secado, porque el agua se escurre con rapidez hacia el subsuelo por hondas grietas. Como dice don Doro, no hay que ser científico para saber que las heces de 49 mil cerdos se iban a filtrar en los cenotes.
Homún se ubica en la zona de recarga del anillo, donde brota la mayor reserva de agua dulce en México, que abastece al 70 % de Yucatán. Pero, eso no fue motivo suficiente para frenar las obras. Tampoco que el anillo se incluyese desde 2009 en la lista Ramsar de humedales de importancia mundial ni que en 2013 lo decretaran área natural protegida, una designación por la que se veda cualquier actividad “no compatible” con el ecosistema, además en este caso, único en el planeta.
—¿Tanto título, para qué sirve? ¿Y quieren poner una granja a cuatro kilómetros de aquí? Nunca imaginamos que esto iba a llegar hasta aquí —reclama el ambientalista maya.
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En 2016, el alcalde en turno concedió una licencia de uso de suelo a la empresa Producción Alimentaria Porcícola (PAPO). La megagranja incurrió en todo tipo de irregularidades al instalarse: sin consultar a las comunidades indígenas (que debía hacerse por ley), sin la autorización del gobierno federal necesaria para ocupar un bosque mediano (de nuevo, era un requisito) y sin una medición contrastada de su impacto ambiental (que también debía hacerse legalmente).
Don Doro y un grupo de vecinos se presentaron en una asamblea local que se crispó a tal punto de amenazar al alcalde con quemarle la casa. En la reunión se votó por unanimidad retirar los permisos a la granja, pero la decisión quedó sin efecto legal. Aún así, confiaban en que las autoridades estatales y federales actuarían para paralizar el proyecto al recibir sus quejas durante los meses posteriores.
—Pensábamos que ya con esa petición a las dependencias del gobierno, todo iba a terminar. Nuestros abuelos nos han dicho que en cada área del gobierno hay expertos muy estudiados que saben lo que hacer —indica el portavoz de uno de los últimos rincones de México que todavía creía en sus instituciones—. Pero, los funcionarios nos cerraron las puertas y nos dijeron que éramos locos, porque iba a traer buenos puestos de trabajo.
La granja inició operaciones en agosto de 2018. Un olor insoportable impregnó el aire. La porosidad del relieve kárstico de la península favoreció la infiltración al manto freático de los excrementos, la orina y los químicos manejados para bañar a los lechones. Los pobladores de Homún, sin embargo, no tenían manera de demostrar estos efectos adversos.
La granja opera bajo un modelo de aparcería: cría y engorda a los cerdos que vende a Kekén (‘cerdo’, en maya), la principal marca del Grupo Kuo, la mayor productora de carne en México. Estos efectúan envíos sobre todo a Japón, Corea del Sur, China, Estados Unidos y Canadá. El negocio porcícola del conglomerado, también dedicado a los químicos y autopartes, registró “un fuerte incremento en el volumen de exportaciones” al gigante asiático, según su balance financiero de 2020.
—Sabemos que nos enfrentamos a empresarios muy poderosos, pero no hay que tener miedo, porque éste es nuestro territorio —se encrespa don Doro—. La culpa no es de los empresarios, sino del gobierno, porque es su responsabilidad y son ellos los que hacen la vista gorda sin importar que nos destruyan.
En septiembre de 2018, una jueza sentenció que la granja significa “un riesgo inminente de afectación al medio ambiente y desequilibrio ecológico grave, cuyas consecuencias serían de muy difícil reparación, dado que una gestión inadecuada de las aguas residuales y de la contaminación sólo se hace patente a largo plazo (…) y la absorción en el manto freático de aguas residuales no tratadas pone en riesgo no sólo la zona en cuestión, sino el acuífero de la península”.
—La Corte Suprema tiene la oportunidad de discutir el principio precautorio y el interés superior de la niñez, que ante cualquier amenaza ambiental debe primar el derecho de las siguientes generaciones. Esto haría que los daños no se pensaran en presente, sino en futuro —aseguraba entusiasmado el activista sobre la posibilidad de que la decisión de la justicia, tomada en mayo de 2021 [dos semanas después de la entrevista], sentase un precedente en México.
Después de esta entrevista, la comunidad de Homún obtuvo una suspension definitiva por el amparo promovido por las infancias, por lo que la megagranja de cerdos deberá estar cerrada hasta que termine el juicio. Además, el 15 de febrero de 2024 un juzgado en Yucatán sentenció que los permisos ambientales otorgados a Homún fueron ilegales.
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Una reja corta el camino de terracería que lleva a las naves de la granja. Al vernos, el guardia de seguridad que custodia permanentemente el recinto sale de la carpa y se acerca apuntándonos con su teléfono móvil. En ese acceso don Doro ha protagonizado las escenas de mayor tensión en varias de las protestas.
—No es una cosa pequeña, lo que estamos cuidando es el agua. Somos los primeros en dar un paso para defender nuestra agua —asegura, para justificar la furia de sus reivindicaciones.
Aún con un biodigestor, el agua de los cerdos no queda totalmente limpia y se han detectado restos de nitrato cerca de las granjas. Esto pone en peligro a los 10.000 cenotes que se estima que hay en la península; más de mil kilómetros de aguas cristalinas interconectadas que forman el Gran Acuífero Maya, el mayor sistema de ríos subterráneos del mundo. Por eso, concluye don Doro:
—Si se contamina un cenote, se contaminan todos.
Kinchil: La laguna negra
La península de Yucatán es la mayor zona productora de miel en México, pero en los últimos años se ha perdido un 30% de las colmenas debido a la deforestación y al uso de pesticidas que diezman la floración. Los monocultivos han acarreado el exterminio de una especie en vías de extinción a nivel mundial por el cambio climático y han mermado el único sustento para unas 25 mil familias mexicanas de pequeños apicultores.
Los limones de Filiché ya no crecen. El productor de Kinchil, otro poblado en el Anillo de los Cenotes a cien kilómetros de Homún, ha visto sus árboles pudrirse desde que hace una década se afincó una megagranja de Kekén justo al lado de sus cultivos. Las dos hectáreas de cítricos habían dado de comer a su familia hasta entonces.
—Apenas entró la cochinera, en seguida las matas empezaron a quedar tristes, se están secando por abajo. Hay matas que se mueren recién sembradas. Ya no sacamos producto, nos está afectando demasiado —cuenta, agarrado a la rama de un limonero.
Los 74 años de humedad y siembras han corroído la rodilla de Filiché, que se tambalea al caminar y debe sentarse cada pocos metros. Aprovecha las pausas para cortar un limón de un machetazo y comérselo en tres mordiscos. Las moscas le fastidian el refrigerio.
—Creo que las moscas de la cochinera son las que están matando las matas. Hasta en los cocos entra la mosca —agrega.
El agua de su pozo suele apestar. Cuando regresa del campo, siente la garganta tapada y un dolor de estómago que le dura varios días, aunque lo que más le preocupa es el aprieto que tiene para pagar la electricidad con los ínfimos ingresos que le deja la mitad del plantío que aún no se ha marchitado.
Un manto de hierbas grisáceas y troncos carcomidos cubre parte de su parcela, la que colinda con los terrenos de la empresa porcícola. Las aguas contaminadas vertidas durante años han reblandecido el suelo. El barro desprende un fétido olor al removerlo. El limonero se acongoja y sus ojos se vuelven aún más diminutos:
—Si los cochinos siguen aquí, van a desaparecer todas las matas.
Filiché supo su verdadero nombre, Emilio Madera Kanul, cuando ya era adulto y tuvo que interponer una queja en las oficinas de la alcaldía. La sencillez de su vida ni siquiera le demandó conocer sus apellidos hasta que le metieron de vecinos a miles de cerdos y sus limones perdieron el sabor.
***
El amigo de Filiché, el ambientalista Alberto Rodríguez, se adentra en el perímetro de la granja Kekén y sigue un tubo hasta un pequeño páramo que hace un par de años era una ciénaga de excrementos. Él mismo grabó la cloaca para el documental Una laguna negra, que al menos presionó a la empresa a asear el terreno y plantar arbustos para disimular el despropósito ambiental. Al abrir la llave de una de sus mangueras, sin embargo, sale a presión una purulenta y espumosa agua marrón.
Varios hombres vociferan a lo lejos al descubrir nuestra presencia.
—¡Corre, corre, vámonos! —grita Alberto antes de huir despavorido.
Tras el lanzamiento de la investigación audiovisual, la compañía también reforzó la vigilancia: valló gran parte del recinto y multiplicó los centinelas armados.
El activista se rasga los brazos con los zarzales y los alambres de la cerca por la que se desliza para salir de la propiedad antes de que lo atrapen.
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La noticia de la instalación de una granja se celebró con bombo y platillo entre los 7 mil habitantes de Kinchil que en su mayoría vivían bajo el umbral de la pobreza. Se les prometió que iba a traer empleo y bonanza para toda la gente, pero, Alberto no conoce a uno solo del medio millar de locales que trabajan en la planta que haya mejorado sus condiciones de vida. La pobreza se ha reducido en la última década con la misma lentitud que en otras poblaciones cercanas sin ranchos porcícolas.
—Sí hay trabajos, pero mal pagados. La gente también tenía trabajo antes de la granja, eran obreros y campesinos. Y nadie los explotaba —lamenta el hombre de 55 años, ataviado con pantalones cargo, botas, camisa verde militar y un sombrero al estilo Indiana Jones.
La comunidad se percató del desastre en su selva hasta ocho años después. Algunos ejidatarios sufrieron la pérdida de ganado en 2018 y pidieron el apoyo de Alberto por su amplio conocimiento de las veredas. En una de las expediciones para buscar a las vacas se toparon con la laguna negra, que destapó el engaño de la empresa, la cual había asegurado que estaba comprometida con la comunidad a tratar las aguas residuales.
Alberto encabezó el Consejo Maya del Poniente de Yucatán, constituido con la intención de frenar lo que tacha de ecocidio. La maquinaria arrasó con un área natural que los ejidatarios de Kinchil habían respetado desde 1935 por su valor para la crianza del venado, el jabalí y por sus vestigios arqueológicos. En respuesta a las demandas del colectivo, los tres niveles de gobierno han sostenido que la planta cumple con todas las normas ambientales.
Según un estudio de Greenpeace, hay 257 granjas porcícolas en toda la península que han causado deforestación, contaminación de acuíferos y despojo de tierras. De éstas, 43 se ubican en áreas protegidas y sólo 22 cuentan con los permisos ambientales. A raíz del informe La Carne que está consumiendo al planeta, la procuraduría ambiental realizó inspecciones que derivaron en la orden de clausura de cuatro granjas —entre ellas, la de Kinchil—, como apunta el documento, “por no contar con las autorizaciones en materia de impacto ambiental, por las afectaciones a la biodiversidad, por no presentar los resultados de sus descargas de aguas residuales, y una inadecuada gestión y manejo de sus residuos peligrosos”. No obstante, la empresa nunca interrumpió sus actividades.
—Van a seguir vertiendo agua manchada al manto freático, porque gozan de la protección del gobierno de Yucatán, de cualquiera de las administraciones pasadas, presentes y futuras, porque todas se han dejado comprar por la industria porcícola —señala el activista sobre una cruzada a ciegas.
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Los lechones andaban sueltos por los poblados maya, donde a menudo una iglesia y una pirámide comparten la plaza mayor. El cerdo es parte central de la gastronomía yucateca desde la época prehispánica. Las mujeres solían cocinarlos con frijoles cada lunes, porque era un plato rápido de preparar que les dejaba tiempo para dedicarse a las tareas del hogar acumuladas tras el descanso dominical.
La mitad del mercado de Kinchil lo ocupan puestos de carne, colmados de cortes que se terminan antes que el calor los encarroñe. Por las tornasoladas calles circulan numerosos triciclos con la misma parsimonia que la de sus gentes, cuya única preocupación era la de observar la dirección del viento y la forma de las nubes para predecir las lluvias sobre sus campos.
Alberto tenía una vida tranquila. Era guía turístico y eso le permitía interpretar la naturaleza; un saber básico sobre la importancia de preservar el medio ambiente que le impulsó a movilizarse cuando descubrieron los desmanes de la granja. Abandonó todo para librar de lleno una batalla que confrontó a su pueblo entre quienes quieren proteger los recursos naturales y quienes reciben alguna retribución de Kekén.
—Es casi tan grave la contaminación como el rompimiento social. Los partidarios a la empresa dicen: ‘Si nos están dando trabajo, al menos que contaminen un poco’. Es una forma de pensar muy pobre que denota una falta de cultura de conservación —comenta Alberto—. Los pueblos mayas siempre hemos estado rezagados con lo que llaman desarrollo.
Los grupos ambientalistas lograron, finalmente, convocar una consulta popular sobre la granja. En Kinchil, 576 personas votaron a favor de su continuidad y 423, se opusieron; una derrota amarga, pero esperada por Alberto. Algunos de sus compañeros del Consejo Maya reportaron durante la jornada intimidaciones de representantes locales acompañados por empleados de la empresa.
La carretera hacia la granja está bloqueada por un portón del que cuelgan varias pancartas con animados anuncios de trabajo en Kekén. Un celador de chaleco reflectante, vecino de la zona, se acerca a pedirnos nuestros datos personales. Desde ahí, hablamos por teléfono con uno de los encargados de la planta, que me cierra el acceso y cualquier declaración sobre cuestiones ambientales.
—Mi vida ya se la encargué al gobernador del estado y al comandante de la policía. Si me pasa algo que les pregunten a ellos, porque, ¿quién más me puede eliminar sino quienes protegen a Kekén? —apunta el defensor, debe cambiar constantemente de lugar durante un mismo día y pernoctar en distintas casas de familiares y amigos como medidas de seguridad.
—¿Crees que tu vida corre peligro, pese a que Yucatán sea el estado mexicano con menos violencia? —le pregunto.
—No creo que haya un estado seguro cuando hay dinero de por medio. Si lo comparamos con otras partes, en Yucatán tal vez no hay tanto crimen organizado, o al menos no se ve, pero no quiere decir que los ambientalistas estén exentos de ser eliminados.
—¿Has recibido amenazas por tu labor?
—No, pero tampoco les hace falta. A la gente que defiende el agua, simplemente se le secuestra y se le mata. Esa es la realidad de nuestro México ¿Entonces, por qué a mí no, si estoy atentando contra grandes intereses de gente muy poderosa?
Calakmul: Las duras aguas del jagüey
La Xunáan Kaab, la abeja melipona nativa de la península, no tiene aguijón y para defender su colonia muerde hasta morir en la contienda. Llegan a introducirse en la nariz y orejas de otros animales para asfixiarlos.
Samuel García enciende su lámpara de cabeza para evitar un tropiezo o una picada de serpiente en medio de la oscuridad. El joven carga en una mano una cubeta y un bidón y, con la otra, se sujeta a la pared de la grieta que desciende a la garganta de un magro cenote. En el descansillo coge aire para sumergirse en la angosta hendidura de un metro de altura por donde solamente se puede bajar arrastrando el culo por la roca. El joven se pierde en la negrura hasta pisar un charco y agazapado utiliza media botella de refresco como embudo para llenar el agua lo más rápido posible y salir antes de asfixiarse por la falta de oxígeno o por la claustrofobia. Una improvisada baranda de hierro le facilita el resbaladizo ascenso con veinte litros a su espalda.
—Está peligroso, te puedes resbalar, golpear con una piedra, puedes encontrarte culebras o arañas. Sin lamparita, no haces nada —asegura fatigado.
A sus 28 años, Samuel recuerda que de pequeño llovía en abundancia y muy pocas veces se veían con la urgencia de aprovisionarse del cenote, pero ahora tienen que venir una vez por semana. La cueva provee de agua al centenar de habitantes de La Victoria en los tiempos de sequía, cuando se agosta el jagüey, la balsa artificial que capta las contadas precipitaciones. Sólo unos pocos tienen camioneta para transportar los bidones; el resto lo hace en bicicleta, carretilla, caminando o a caballo, como Samuel, que tarda tres horas en ir y volver del cenote.
—Al caballo podemos echarle como máximo ochenta litros. En escasez no es nada. Si le das agua a tus puercos y a tus pollos, ya no te queda para lavar la ropa. No tenemos dinero para pagar un auto que nos lleve. Es mucho trabajo venir a la cueva —se queja entre la selvática vereda.
En su traspatio retoza en el lodo un fornido cerdo pelón, especie endémica mexicana, al que le echa la mitad del agua que acaba de acarrear para mantenerlo fresco y limpio. La venta del animal es la mayor esperanza de Samuel para comprarse un triciclo que le permita cargar más agua y llevar a sus tres hijos a la escuela. Su esposa lava la ropa a mano y la extiende con restos de jabón porque ya no le alcanza el agua para enjuagarla.
Al lado de su vivienda de listones y láminas tienen un depósito de hormigón que recoge hasta 400 litros de lluvias, la única manera de abastecerse de agua medio potable. En la península de Yucatán no hay ríos, debido a su geografía completamente llana y absorbente. La familia vive a cien metros del jagüey que surte durante la mitad del año a la remota comunidad en la arista con Belice y Guatemala, pero sus aguas no son aptas para beber o cocinar.
—Si hierves frijoles con esa agua, te quedan durísimos y te hace daño en el estómago —afirma Samuel.
El relieve de Campeche, el estado del sur peninsular, contiene altos niveles de yeso. Esto hace que sus pocas aguas superficiales sean muy duras, un peligro para la salud. Además, la mayoría de sus domicilios no cuentan con baño y las excretas de las letrinas se desbordan a menudo con las frecuentes tormentas torrenciales.
En la región caen mil 200 milímetros anuales de precipitaciones, el doble que en Londres, pero concentrados en tan sólo cinco meses. De ahí la complejidad para almacenar esas aguas y mucho más para hacerlo antes de que toquen el suelo y se enturbien: menos del 5 % del agua utilizable en Yucatán se sanea y el 70 % de la potable está contaminada.
Varios niños juegan a la pelota en la cancha cubierta que ofrece una de las pocas sombras en la aldea, aunque su principal función sea la de recoger en su techo el agua pluvial y canalizarla a un aljibe comunitario; la enésima artimaña en estos lindes para aprovechar hasta la última gota.
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Rosa Hidalgo ha sufrido en carne propia los efectos del cambio climático. En 2005, salió de su hogar flotando sobre una puerta que la salvó de morir en una inundación que anegó la periferia de Villahermosa, capital de Tabasco. Dos años después, otro huracán arrasó tres cuartas partes del estado y le arrambló sus pertenencias.
La posibilidad de que en unos años su chamizo desaparezca bajo el mar la forzó a buscar un lugar alto para protegerse, al menos psicológicamente, de las catástrofes naturales. La huida con dos de sus hijas la llevó en 2012 hasta El Manantial, donde hace medio siglo se asentaron un centenar de familias, porque, como su nombre indica, había una fuente de agua. Aunque no se trata de un manantial, sino de un cenote a cielo abierto.
—Estaba muy arriesgado bajar a buscar agua. No había escaleras y a menudo la gente se caía. Cercar el manantial fue lo mejor que sucedió —valora la mujer de 68 años.
Sus rodillas todavía aguantan la pronunciada pendiente para sacar agua de un pozo que ha desnucado a dos niños. La valla que colocaron hace una década alrededor de la cavidad evitó los accidentes de la chamacada y también impidió que el ganado defecase en sus aguas originando brotes de enfermedades gastrointestinales. Y, pese al perimetraje, se ha colado un envase de detergente y una bolsa de plástico desmenuzada.
Tan sólo seis años después de empezar su vida de cero en unas huertas de maíz, frijol y chile, la comunidad escogió a doña Rosa como comisaria municipal. Se había ganado su confianza y se impuso al doble escollo de ser foránea y mujer en un entorno rural pringado por el patriarcado. Lo primero que hizo la tabasqueña fue alambrar la bomba que succiona el agua del cenote hacia unos tinacos destapados donde se habían ahogado niños y que los animales también ensuciaban.
—Antes necesitábamos una hora para el llenado de agua y ahora son cinco minutos. Abres un grifo y sale el agua —se maravilla ante el mayor indicio del progreso en una aldea donde ni llega la señal de internet.
Por sus calles de arena se cruzan las crías de cerdos con triciclos cargados de bidones y pedaleados sobre todo por adolescentes y mujeres, las encargadas de buscar el agua y quienes admiran a doña Rosa por su ahínco en aliviarles su rutina. Varios operarios de la Conagua llegaron al pueblo para plantearles el montaje de unos ductos de agua potable como parte de las obras del Tren Maya, una red ferroviaria de 1.500 kilómetros para el transporte de turistas y mercancías por toda la península; el megaproyecto de AMLO para promover el desarrollo del sur del país que ha despertado las críticas de ambientalistas por sus repercusiones ambientales. Ante las constantes promesas incumplidas, la comisaria optó por utilizar los fondos en conseguir una bomba para traer el líquido desde una tubería que llevaba nueve años rota y reparó.
Su última conquista fue la instalación de una planta potabilizadora que sanea la nociva agua del aljibe comunitario. Al principio nadie quería gastarse diez pesos (cuarenta céntimos de euro) por un galón de agua, pero doña Rosa se propuso convencer a los vecinos de la necesidad de beber agua purificada para cuidar su salud. Ahora ya son treinta las personas que a diario llenan su garrafón en un cuarto de máquinas resguardado por una verja de púas. Únicamente la comisaria tiene la llave de la fortaleza.
La robusta mujer de espalda y caderas anchas carga sin vacilar los veinte litros de agua embotellada. Para doña Rosa no hay tradición ni poesía en los cenotes. Tampoco tiene un significado especial para el resto de las comunidades de Calakmul, una de las capitales del imperio maya desolada por los colonizadores y repoblada el siglo pasado por campesinos de estados adyacentes que buscaban terrenos y fuentes de agua que para entonces ya empezaban a escasear.
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Del cenote de don Doro emerge un esbelto álamo, el árbol que indicaba a los antiguos mayas la presencia de agua y, por tanto, el lugar donde debían establecerse. Sus raíces penden por la cueva y se zambulle en sus aguas. El ingreso al Bal-Mil, ese espectáculo de la naturaleza, tan sólo cuesta cincuenta pesos (unos dos euros). Su propietario —aunque él odie que lo llamen así— no quiere hacerse rico, sino conservar su hogar.
Cuando la llegada de los 49 mil cerdos amenazó con destrozar su centro de vida, don Doro y otros comuneros crearon Ka’anan Ts’onot, en maya, ‘guardianes de los cenotes’. La Suprema Corte les dio la razón en mayo de 2021 y confirmó el cese de operaciones de la fábrica porcícola. Homún celebró la decisión por todo lo alto, pero el ambientalista sabía que la lucha no terminaba ahí.
La semana posterior al fallo las autoridades ambientales del estado clausuraron tres paradores turísticos de los principales defensores del agua, colegas de don Doro. La evidente medida de represalia recibió semejante alud de críticas que el propio gobernador se vio obligado a rectificar personalmente.
Al mes siguiente, PAPO presentó un recurso para levantar la suspensión con el argumento de aportar nuevas pruebas, en este caso, un documento de la Secretaría de Desarrollo Sustentable de la entidad que señala que la granja cumple con todos los requisitos de tratamiento de aguas. Los tribunales de Yucatán todavía deben resolver este nuevo giro de tuerca de una opulenta industria que sacrifica cerca de dos millones de puercos al año en la península, que alcanzó un récord nacional de producción de 1.5 millones de toneladas de carne en 2020 y cuyo valor de exportaciones aumentó un 13%.
—Los tribunales siempre tienen la última palabra y sabemos que ellos (Kekén) tienen mucha influencia. Pero, nosotros vamos a seguir defendiendo esto. No los diputados, no los federales, el pueblo, porque nosotros sabemos la amenaza y sabemos que nos va a dañar —se enerva don Doro, el guardián de un cenote que quiere dejar intacto a sus cuatro nietos.
Los cenoteros son conscientes de la fragilidad de ese ecosistema y en la entrada de todas las grutas hay letreros que prohíben el uso de bronceadores o cremas solares que afecten el equilibrio ecológico. Don Doro también aconseja a los turistas que no se porten indebidamente, porque los aluxes, los traviesos duendes que habitan su interior, harán que les suba la tensión, se mareen o les echarán un mal de ojo. El ambientalista se enorgullece de unas raíces que blande hasta con una bandera maya en el estacionamiento de la vivienda.
—El gobierno quiere marcarnos de que sí somos maya, quieren ponernos una marca. A ellos los vamos a marcar hijos de su chingada. Yo no tengo que demostrar que soy maya. A mí me gusta que me digan maseual (término náhuatl empleado despectivamente para dirigirse a los plebeyos). Soy indio, no hay que avergonzarnos —enfurece en un entrecortado castellano que tampoco lo arruga.
El cabrilleo de las aguas baila sobre las estalactitas en infinidad de reflejos. Don Doro ha escuchado muchos ruidos y ha visto a niños en las profundidades de la caverna, pero, los aluxes no le asustan, porque los respeta tal y como le mostró su padre. Los guerreros maya descendían a los cenotes antes de una batalla. Se bañaban y oraban para que, si los mataban, sus almas se quedasen en el interior. Don Doro cruza la puerta al inframundo y se purifica en sus aguas cada vez que sale de la comunidad para encabezar una protesta o declarar en el juzgado:
—Si nosotros defendemos esto a capa y espada y nos sucede algo, ya sabe la gente por qué estábamos peleando y contra quién.
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