Los guardianes del bosque de Topilejo

Los guardianes del bosque de Topilejo.
Foto: Alejandro Ruiz

*Esta nota fue realizada por Pie de Página, parte de la alianza de medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes leer la original.


Desde hace 2 años grupos del crimen organizado han devastado más de 4 mil hectáreas en Topilejo. Ante esto, la guardia forestal ha decidido plantarles cara a los talamontes, arriesgando su vida para defender su territorio

Texto y fotos: Alejandro Ruiz

CIUDAD DE MÉXICO. – Avanzamos sin detenernos, con los ojos puestos en la carretera. El silencio al interior de la camioneta de la Guardia Forestal da cuenta de la concentración de quienes ahí vamos. Miramos por el retrovisor, y nos percatamos de que una camioneta nos sigue desde que salimos del centro de Topilejo. Nos dirigimos hacia el bosque.

–Dale el paso, deja que se siga de largo – dice uno de los comuneros que va de copiloto.

–Sí, desde que agarramos carretera nos viene siguiendo – responde el conductor.

El ambiente es tenso. Nos paramos en un punto antes de agarrar monte y adentrarnos en el bosque. El conductor, con su mano, le hace señas a la camioneta que viene detrás nuestro.

–Pásate, cabrón – le grita al otro conductor mientras mantiene su mirada clavada en la camioneta.

El automóvil se sigue de largo. El riesgo disminuye.

–Así es siempre, nos tienen vigilados. Los talamontes saben cuando venimos al bosque– me dice otro comunero.

Esto, al parecer, es un día normal para quienes integran la Guardia Forestal de Topilejo. Vivir bajo la amenaza de ser interceptados por los talamontes, con la adrenalina al tope y la cabeza fría.

“A veces no nos queda de otra, hay que aguantar. Pues no vamos a dejar de defender el bosque”, agrega.

Seguimos nuestro camino, y la calma regresa al interior de la camioneta de la Guardia Forestal. Los árboles se muestran frondosos, el frío comienza a arreciar. Gallinas de campo, hongos, sembradíos de papa y forraje son algunos retratos del paisaje que habita allá afuera. Detrás nuestro, viene ya una cuadrilla de la brigada forestal, armados con machetes, picos y palas, vienen a remover maleza y limpiar los caminos para prevenirse ante la temporada de incendios. Pero también, para correr a los talamontes que amenazan su territorio.

La tarea no es menor, y los riesgos, lamentablemente, son muchos. Apenas hace un mes, el 3 de noviembre, esta misma brigada se encontró con talamontes que cortaban árboles del bosque. Los delincuentes los recibieron con disparos, y aunque los guardianes del bosque huyeron en búsqueda de ayuda, un par de kilómetros adelante, acusan, un vehículo de la policía estatal de Morelos también les disparó. Uno de los brigadistas resultó herido por un balazo, afortunadamente su lesión no pasó a mayores.

“Eso nos comprueba que los talamontes están coludidos con las autoridades de Morelos. Ellos parece que les dan permiso para que vengan a talar el bosque. Ante eso es muy difícil que nosotros hagamos algo ¿con qué pelamos?”, dice el jefe de la brigada.

Un fenómeno nuevo

Todos los entrevistados, comuneros y brigadistas, piden que sus testimonios sean anónimos. El motivo, las amenazas constantes que han recibido por defender el bosque.

“Nos tienen bien identificados. Hay compañeros a los que incluso los han amenazado de forma directa. No les gusta que los enfrentemos”, dice el jefe de la brigada que está a cargo el día de hoy.

Estamos a la mitad del bosque, la señal de celular es prácticamente inexistente. La única forma de comunicarnos hacia afuera es a través de radios, los cuales, no dejan de sonar y dar indicaciones.

Venimos con la Guardia Forestal de Topilejo, un espacio que nace hace algunos años atrás, a través de “Altépetl”, un programa del gobierno de la Ciudad de México dedicado a fortalecer y resguardar los bosques de la ciudad. La guardia la integran comuneros, hijos de comuneros y habitantes de Topilejo que piden al comisariado de bienes comunales formar parte del cuerpo de guardabosques. Ellos reciben un salario por su trabajo, pero dicen que la mayor satisfacción es “ver el bosque libre, bonito y sano”.

Su superior inmediato, o a quien le rinden cuentas, es el presidente de bienes comunales. Este, a su vez, delega las tareas en distintas comisiones de la planilla a cargo, existiendo una en específico que se encarga de los temas de seguridad.

“No nos dejan andar armados, nomás con nuestros machetes y picos, y es que hasta antes del 2020 no era necesario, pues no había riesgos en este trabajo; pero ahora llegaron los talamontes”, cuenta uno de los brigadistas.

Desde febrero de 2020 los comuneros y brigadistas forestales de Topilejo identificaron la presencia de talamontes en su bosque. No es que antes de esa fecha no existiera quién cortara ilegalmente los árboles, sino que este grupo en particular tenía características distintas a los de un leñador ordinario.

“Vienen con armas largas, equipo táctico y radios. También vemos que están protegidos por las autoridades de Morelos. Son integrantes del crimen organizado”, cuenta uno de los comuneros.

La zona es difícil, y desde hace años es alta en criminalidad. Secuestros, asaltos, homicidios y robo de combustible son tan solo algunas de las actividades que históricamente realizan los grupos criminales en la frontera de la Ciudad de México y Morelos, justo a las faldas del bosque de Topilejo.

Inclusive, desde hace algunos años, en la zona se ha identificado la presencia de carteles como el Jalisco Nueva Generación y la Familia Michoacana. Los límites entre ambos estados, son también un punto estratégico para el trasiego de droga. Los talamontes, de acuerdo a la lectura de los comuneros y brigadistas, son parte de estos grupos delictivos.

“Son morrillos, no pasan de los 30 años la verdad, pero están bien corriosos y vienen bien drogados y armados”, dice uno de ellos.

Antes del 2020 estas personas no venían a talar el bosque. Pero un hecho marcó el inicio de su presencia en Topilejo.

“Fue cuando el presidente les cierra un ducto para el huachicol donde empiezan a ver en la madera del bosque un negocio rentable. Vienen de Morelos, no son de aquí. Y la madera la venden allá, en los aserraderos”, cuentan los comuneros.

Las acciones contra el robo de combustible no significaron la desarticulación de los grupos criminales, al contrario, al cerrarles una fuente de ingresos lo que se provocó fue la diversificación de sus actividades, como la tala ilegal.

Los aserrados a los que hacen referencia los comuneros están ubicados en el poblado de “El Toro”, justo en los límites de Morelos y la Ciudad de México.

“De ahí vienen, los hemos visto ahí estacionados en sus camionetas. Pero, aunque pongamos denuncias no les hacen nada, están coludidos”, narran.

Los efectos de esta actividad son visibles en el bosque. Los árboles caídos a mitad del camino, dan cuenta del paso de los talamontes. El negocio no es menor, pues una camioneta cargada con madera vale aproximadamente poco más de 6 mil pesos. De acuerdo con registros de la comunidad, de 2020 a la fecha se han talado ilegalmente más de 4 mil hectáreas del bosque.

A la vez, las acciones que le quedan por hacer a la Guardia Forestal parecen insuficientes ante la burocracia y la probable colusión de autoridades gubernamentales con los delincuentes. Por ejemplo, desde 2020 el consejo de bienes comunales ha interpuesto más de 200 denuncias por delitos ambientales ante la Profepa y autoridades de la Ciudad de México. De estas, aseguran los comuneros, solo les han respondido 5.

“Y luego nos dicen que no pueden hacer nada, y en parte es cierto. Por ejemplo, un día venimos a una brigada con policías de la ciudad y nos encontramos con unos talamontes, los perseguimos algunos kilómetros, pero en cuanto cruzaron la frontera con Morelos ya no se pudo hacer nada, pues no es jurisdicción de las autoridades de la ciudad. Y allá los protegen, están con ellos, nos quedó claro cuando nos dispararon a inicios de noviembre”, cuentan.

Paramos un momento a la mitad del bosque. El silencio es abrumador. Un motor se escucha entre el trino de las aves. “Son talamontes, aquí andan”, dice el más joven de la brigada. Todos se ponen alerta. Empuñan sus machetes, se miran los unos a los otros. “Tenemos que movernos, es peligroso, pues vienen armados”, repone el jefe de la brigada. Descendemos de las camionetas. Avanzamos con sigilo. Las motosierras se siguen escuchando. El riesgo de encontrarles es latente, nadie está preparado para un enfrentamiento.

“Yo no les tengo miedo, que vengan, aquí está mi protectora”, repone el más joven. Después, descubre su espalda, un tatuaje de la Coatlicue se deja ver.

“Nosotros estamos aquí para defender el bosque, sin miedo”, agrega.

“Aquí vamos a seguir”

Entre los troncos en el piso, con las ramas tristemente tiradas al suelo, avanzamos con cautela. Les pregunto, inocentemente, si ellos también van armados.

“No, eso no lo tenemos permitido… Pero bueno, hay que decir que como están las condiciones ahora sí hay quienes cargan su pistola, para al menos defendernos o repeler los ataques. Ya hemos hablado con las autoridades, pero son muchos requisitos para que nos dejen andar armados, exámenes psicológicos, estudios… Pues traer un arma no es cualquier cosa”, dice el jefe de la brigada.

Las motosierras dejan de escucharse. Las aves vuelven a trinar. Un par de risas se escapan, la tensión parece alivianarse.

El jefe de la brigada es un hombre adulto de no más de 50 años. Cuando él ingresó a la brigada, cuenta, fue cuando arrancó el programa Altépetl, hace 20 años. “Desde ese entonces aquí sigo, me gusta mi trabajo”, me dice, con una sonrisa en el rostro que parece calmar el nerviosismo de encontrarnos con los talamontes.

“La verdad es que uno no se acostumbra a estar así, en riesgo. Antes este trabajo era relajante, vivir el bosque, cuidarlo. Pero desde que aparecieron estos la cosa es distinta. Ahora no solo andamos cortando brecha, quitando maleza, apagando incendios… no, ahora también tenemos que identificar a estos malvivientes para detenerlos”, dice el guardabosques.

Para ellos, estar en la Guardia Forestal es un trabajo que implica una consciencia profunda sobre su territorio. Defender el bosque, es defender el legado de sus padres, abuelos, de los otros comuneros que han preservado el bosque, y de las generaciones futuras que también tienen derecho a disfrutar de los recursos en el monte.

“Si no lo defendemos se lo van a acabar, ¿y qué le vamos a dejar a los que vienen? No podemos no dejarles nada, el bosque es nuestro y por eso lo defendemos”, añade.

Sin embargo, desde que aparecieron los talamontes, y desde que se comenzaron a registrar las agresiones, el número de habitantes de Topilejo que se inscribe a la Guardia Forestal se ha reducido. Las cuadrillas no se renuevan, e incluso, afirman, hay quienes después de uno o dos días deciden salirse, pues el miedo a perder la vida en un enfrentamiento es latente y real.

“También eso merma la participación, ahora los chavos tienen miedo, y es entendible, nadie quiere perder la vida”, afirma otro miembro de la brigada.

Incluso, narran, sus familias algunas veces les piden  desistir de su labor.

“Sí nos dicen, como no, que ya dejemos esto, que no nos deja nada… Y a lo mejor tienen razón, pero la verdad es que defender el bosque es lo nuestro, y aquí vamos a seguir, aunque eso a veces implique arriesgar la vida”, afirma el jefe de la brigada.

Llegamos a un punto seguro. La brigada empieza a preparar sus machetes y picos para ir a la parte alta del bosque. “Acá ya no nos puedes acompañar, es muy riesgoso”, me dicen.

“Ojalá que esto haga consciencia de nuestra labor, ya viste cómo están dejando el bosque, se lo están acabando. Ya viste cómo se escuchan las motosierras, cómo se benefician y se coluden autoridades con esos criminales. Ojalá la gente haga consciencia y nos apoyen, pero más las autoridades, que hagan consciencia”, concluye el jefe de la brigada.

Nos despedimos, y yo subo a otra camioneta. Vamos camino abajo, rumbo al centro de Topilejo. En el trayecto, una camioneta parece sospechosa, se nos acerca. Quienes vamos en el otro vehículo nos ponemos alerta. Se escucha el cortar de cartuchos. Las armas, empuñadas con fuerza en las manos de quienes ahí viajamos, están quietas. La camioneta se sigue de largo, nos rebasa por la orilla. Las miradas de los hombres que la manejaban era de descontento. La tensión se acumula. Metros más adelante un automóvil está parado a la mitad del camino. Los cartuchos se vuelven a escuchar. El conductor reduce la velocidad, miramos hacia la izquierda:

–Qiubo, ¿qué andan haciendo? – dice alguien desde la camioneta a dos hombres que están recogiendo pedazos de leña.

–Aquí, nomás – responden. Sus rostros también se ven con miedo.

–Está bueno, ahí nos vemos luego– les dicen. Se despiden. Seguimos nuestro camino.

–Esa era gente del pueblo, no todos son malos, pero hay que estar alerta, que en esto se nos puede ir la vida – me dice el conductor. Seguimos el camino en silencio.

“Y así son todos los días, cada segundo cuenta”, enfatiza.

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