La niñez haitiana varada en la Ciudad de México
26 mil personas de origen haitiano han solicitado refugio en México en lo que va del 2021, cuatro veces más que en 2019 y 2020. Entre ellos, cientos de niños están atrapados desde septiembre en Ciudad de México sin respuesta gubernamental.
Gloria Muñoz Ramírez/Desinformémonos
Ciudad de México. En el patio del edificio comunitario, entre murales e invernaderos, Paul, Isaac y otros dos niños corren de un lado a otro, saltan, gritan, discuten y demandan atención de sus madres que están sentadas en una banca. Estamos en la colonia Santa María la Rivera, al norte de la Ciudad de México, donde se encuentra “Comunidad Nueva”, organización que realiza con los vecinos actividades culturales, sobre el cuidado del medio ambiente y campañas de salud, entre otras. El espacio se encuentra dentro de una zona que se resiste a la gentrificación y aún está lleno de tienditas, pequeñas fondas de comida, mercados, cantinas, vecindades en ruinas y mucho bullicio.
Patricia Lara, de 51 años, mexicana que fue voluntaria en Haití luego del terremoto del 2010, albañila, facilitadora de arteterapia, activista y acompañante de familias haitianas en su paso, o permanencia, por esta ciudad, invitó a Berenice, madre haitiana, y a otras de sus compañeras de viaje, al espacio de “Comunidad Nueva” para compartir con sus hijos sesiones de arteterapia, con el fin de que poco a poco “saquen lo que representó para ellas y ellos el viaje, salgan más de sus casas y se vayan integrando poco a poco a esta ciudad”. Ahí platicamos con Paul, el hijo de Berenice.
-¿Cómo te llamas?
– Me llamo Paul.
-¿Y cuántos años tienes?
-Tengo cuatro.
-¿Y de dónde eres?
– Del viaje.
-¿Y tus papás de dónde son?
– Son del viaje.
– ¿Y tú que hacías en Chile?
– En el Jardín de Niños. Quiero regresar a la escuela – dice, y nos corta la siguiente pregunta.
Paul es uno de los cientos de niños, entre la comunidad de padres y madres haitianas, que llegaron a la Ciudad de México en septiembre con el grupo procedente de países de Sudamérica (no hay un número preciso, por la dispersión en la que se encuentran). Llevan más de dos meses sin ir a la escuela, semiescondidos y viviendo con lo indispensable, mientras sus padres esperan que se resuelva su solicitud de refugio.
El limbo y el encierro definen la situación de muchas de las familias haitianas en la Ciudad de México. Procedentes en su mayoría de Chile y de Brasil, luego de cruzar ocho países y la peligrosa selva de Darién, entre Colombia y Panamá, aproximadamente 15 mil haitianos llegaron en septiembre pasado a la frontera entre De Río, Texas, y Ciudad Acuña, Coahuila. De ellos, dos de cada tres eran mujeres, niños, niñas y adolescentes, según estimaciones del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), y la mayoría fueron deportados al país de las Antillas, donde la violencia, las pandillas, la crisis política y económica y los desastres naturales son las principales causas que reportan para verse obligados a huir.
La Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados del gobierno federal (COMAR) informó que este 2021 es el año con más solicitudes de refugio desde que se tiene registro. Hasta el momento, de las 108,195 solicitudes, 26,007 son de haitianos. De éstas únicamente han obtenido respuesta 3,216: 943 positivas y 2,273 rechazadas (más del 70 por ciento). El dato que preocupa a los albergues de la sociedad civil es que casi 23,000 personas haitianas siguen sin obtener ningún tipo de respuesta, lo que las deja en la total incertidumbre.
Isaac, de seis años, al igual que los otros cuatro niños que juegan y dibujan en el patio de “Comunidad Nueva”, viste sudadera, tenis de marca nuevos, pantalón de mezclilla y una gorra roja, todo impecable. Sonríe hasta con los ojos y habla sin ninguna inhibición directo a la grabadora. Su corta vida la ha pasado mitad en Haití y mitad en Chile. Hoy, junto a Paul, pasa la mayor parte del tiempo en un cuarto de un hotel en el que también viven otras familias haitianas, en la colonia Buenavista. Casi no salen a la calle pues sus madres, aunque han solicitado refugio en la COMAR, no han recibido respuesta y, por lo tanto, no tienen derecho a trabajar. Saben que mientras se resuelve su trámite no pueden ser deportadas, pero eso, dicen, no les quita el miedo ni la sensación de persecución. Su color de piel les impide mimetizarse en esta ciudad, aunque la habiten más de 20 millones de personas y sea una de las cinco más pobladas del mundo. Aquí viven, de acuerdo con los resultados del Censo de Población y Vivienda 2020, al menos 250 mil personas afroamericanas y/o afrodescendientes, quienes, en muchos casos, enfrentan discriminación asociada al color de piel, según confirma la Encuesta Nacional que se hizo en 2017 sobre este aspecto.
Berenice, la mamá de Paul, mujer de brazos y piernas fuertes, alta y arreglada con un complejo trenzado en el pelo, no separa la mirada ni un segundo de su hijo. Ella tiene 31 años y domina perfectamente el español porque vivió también en República Dominicana, a donde llegó a estudiar, pero nunca encontró trabajo y sí, dice, mucho racismo, “aunque somos del mismo color”. Eso le hizo ahorrar y tomar un avión rumbo a Chile en el 2015, país al que llegó sin papeles, con una visa de tres meses como turista. “Ahí”, cuenta, “la vida no era tan fácil pero tampoco tan difícil. El problema es que no dan papeles. Puedes tener tres o cuatro años trabajando y siempre te consideran ilegal”.
Con el gobierno de Bachelet, cuenta Berenice, “no había tanta discriminación, pero entró Piñera y se acabó todo”. Berenice vivía en Santiago, en la comuna de Conchalí, donde nació Paul. Ahí trabajaba como operaria de producción y haciendo el aseo en un hospital. Su esposo trabajaba en un laboratorio de productos cosmetológicos.
Un día lo vendieron todo: la televisión, los muebles, el refrigerador, la ropa, cerraron la puerta de su casa y emprendieron “el viaje”, eso que el pequeño Paul concibe espontáneamente como su origen y destino. La familia tomó un avión hacia Iquique, luego un autobús a Bolivia, otro a Perú, uno más a Ecuador, a Colombia y de ahí a Panamá, pero antes “caminamos ocho días por la selva Darién, cruzamos ríos grandes en cadenas humanas. Estábamos entre la vida y la muerte. Ahí gente se quebró la pierna, otras el río se las llevó, otras las mataron los ladrones, que les pedían una cosa y como no tenían los mataban. Todo eso lo vi”.
Mientras su mamá platica, Paul dibuja en una hoja árboles y hojas en distintos tonos de verde. Parece no recordar el infierno. “De lodo yo sí sé, pero mi hijo no sabía nada. Le di de tomar agua del río, comía sólo sopa. Por eso ahora está enfermo, porque no había otra cosa y se tenía que tomar esa agua y dormir en la lluvia. Mi hijo lloraba todo el tiempo. Fue hacerle una maldad”.
De Panamá la familia de Paul se trasladó a Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala, y de ahí a Tapachula, Chiapas, ya del lado mexicano, todo el camino guiados por coyotes que les cobraron, en total, 3,500 dólares el viaje. Los dejaron en la frontera y ahí terminó su trabajo. Berenice corría con el pequeño Paul en brazos cuando un mexicano le abrió las puertas de su casa para salvarlos de los agentes de migración y de la Guardia Nacional. Siguió así el camino en autobús hasta la Ciudad de México, junto con otras familias, pues en cuanto salieron de Tapachula se fueron dispersando en pequeños grupos. Y aquí, ya en la capital del país, siguió el peregrinaje para encontrar hospedaje, hasta que un hotel aceptó rentarles unos pequeños cuartos.
“Paul”, dice su mamá, “sólo sabe que no está en su casa y por eso dice que ‘es de viaje’”.
Albergues responden, pero están desbordados
El flujo de hombres, mujeres y niños migrantes en su paso por México, ya sea como país de llegada o de tránsito en su camino a Estados Unidos, no se detiene ni en pandemia. En noviembre de este año están cruzando el territorio mexicano dos caravanas de miles de personas procedentes de Centroamérica, Haití, Cuba, República Dominicana y de algunos países de Sudamérica. Van en busca del sueño americano, pero en el caso concreto de las familias haitianas, la mayoría, al menos del grupo de septiembre, “prefiere quedarse a trabajar aquí”, afirma la hermana Magdalena Silva Rentería, directora de Casa de Acogida, Formación y Empoderamiento de la Mujer Migrante y Refugiada (CAFEMIN), a quien entrevistamos en un salón de este albergue ubicado al norte de la ciudad. Esa significativa decisión la confirman Berenice, Claude, François, Paul, Luciene, Etienne, Marie y decenas de entrevistadas para este reportaje, así como las propias cifras de la COMAR.
Las deportaciones y las imágenes del maltrato de los agentes de migración en Texas, que se difundieron en septiembre, hicieron que quienes venían rezagados ya no intentaran llegar a la frontera y se dispersaran por diferentes lugares, entre ellas la Ciudad de México, donde aún permanecen sin trabajo, en albergues, escondidos en casas particulares e incluso en la calle. Son aproximadamente dos mil, entre adultos y niños y niñas de menos de 14 años de edad, de acuerdo a cálculos de los albergues Tochán y CAFEMIN. En este último, ubicado en la colonia Vallejo, el más grande de toda la ciudad, su directora, la hermana Silva Rentería nos ofrece una extensa entrevista. No duda en afirmar que “la política migratoria del gobierno de Andrés Manuel López Obrador está a disposición de Estados Unidos”. Actualmente, añade, “la emergencia migratoria está siendo atendida por las organizaciones de la sociedad civil en los albergues, a los cuales, además, este gobierno les recortó recursos”.
En septiembre, cuando llegaron más de dos mil haitianos a la Ciudad de México, el gobierno local les ofreció un espacio únicamente para 30 personas. “No hubo respuesta entonces ni la hay ahora”, dice la directora de CAFEMIN.
El patio del albergue de migrantes luce desbordado, lleno de ropa tendida, haitianas y haitianos sentados en sillas o en el piso, mientras los niños se entretienen con juguetes que les han donado. Tiene capacidad para 100 personas, pero hay 196 oriundas de Haití, de los cuales 40 son niños y niñas de entre 3 meses y 13 años de edad. La mayoría de ellos nació en Brasil o Chile, muy pocos conocen Haití. Pasan el día en el patio, pues los dormitorios abren hasta las ocho de la noche. Tienen cama y comida asegurada mientras llega la improbable respuesta de refugio de las autoridades mexicanas.
Hasta aquí, luego de más de tres meses de viaje, los niños llegaron “enfermos y desnutridos”, incluso un bebé de tres meses empezó a convulsionar. “Traían la piel tan seca que se caía como polvo por tanto sol y frío. Con un estrés muy grande, mucha desconfianza, miedo, no podían dormir y no paraban de llorar. Ellos, en el camino, vieron mucha muerte (en la selva de Darién) y aún traen toda esa experiencia adentro”, refiere Silva Rentería.
La mayor parte de los niños son tan pequeños que apenas empiezan a hablar. Es decir, no dominan ningún idioma. Escuchan a sus padres hablarse en criollo y también, en menor cantidad, en francés, pero el resto de la vida es en español. Por eso, dice la hermana, es prioridad para ellos y los adultos que aprendan el idioma.
Los testimonios recogidos en los distintos puntos de la ciudad repiten las tragedias: la de Haití, las de Chile y Brasil, la salida hacia México, la llegada a la frontera y luego a la capital del país. De la travesía por la selva del Darién se oyen relatos de niños ahogados en el río, violaciones sexuales contra las niñas y mujeres, asesinatos y secuestros de las pandillas, hambre, sed, cansancio extremo. En todas las entrevistadas refieren la constante convivencia con la muerte.
El Albergue Tochán, que en la década de los ochenta fue refugio de personas que huían de las guerras de El Salvador y Guatemala, como la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, es una casa construida como un laberinto. Se sube y se baja por dormitorios, oficinas, talleres, comedor y demás instalaciones. Gabriela Hernández, la directora, cuenta que desde el 2011 empezaron a recibir migrantes, por lo que ha visto de cerca la transformación del flujo de personas en tránsito. De hombres solos a familias completas, cada vez con más niños.
En septiembre pasado, cuando llegó el grupo de haitianos a la capital, fue tal el desborde que Tochán tuvo que recibir familias completas para que no se quedaran a dormir en la calle. Luego, en reunión con los otros albergues, decidieron acomodar en CAFEMIN a familias y mujeres y en Casa Tochán a los hombres.
La directora del lugar advierte que el presidente Andrés Manuel López Obrador “no sólo no está haciendo nada por los migrantes, sino que está revirtiendo pequeños logros”. Por ejemplo, dice, nunca había visto a los migrantes ser tan perseguidos por la policía de migración como ahora, y cuando lo hacían, recuerda, había protestas que lograban parar programas como el Frontera Sur, un plan de militarización puesto en marcha por Enrique Peña Nieto en 2015, para contener la migración hacia Estados Unidos desde la frontera sur mexicana, con el fin de que el flujo centroamericano no llegara al norte. Pero con Andrés Manuel “no lo hemos podido hacer”.
La COMAR tiene 30 días para contestar las solicitudes de refugio, pero tarda hasta cuatro meses, y mientras, manifiesta Gabriela, las autoridades de la ciudad les niegan un albergue. “Es negar lo que está pasando”, considera, pues para las autoridades “la mayoría de los haitianos no entra en la categoría de refugio”. y los mantienen en ascuas. Para obtener el refugio, según la COMAR, deben probar que su vida, libertad o seguridad se encuentran en riesgo en caso de regresar a su país de origen, condición que cumplen los haitianos, pero el “problema es que el grupo que llegó en septiembre no vino directamente de Haití, sino de otros países en los que estuvieron viviendo algún tiempo e incluso ahí engendraron a los hijos con los que viajan”, añadió Gabriela.
Santo Domingo, una colonia más amable
Los Pedregales de Santo Domingo es una colonia del sur de la Ciudad de México a la que llegaron 15 mil personas hace exactamente 50 años. Considerado el asentamiento más grande de América Latina, fue fundado por gente de distintos estados del país y de comunidades indígenas de diversas lenguas. Hoy aquí viven más de 120 mil personas. Y siguen llegando más.
Es paradójico que sea conocida por la inseguridad en sus calles y al mismo tiempo por su hospitalidad. Aquí el color de la piel y la lengua no son motivo de discriminación y los precios de las rentas son accesibles. Por eso empezaron a llegar familias haitianas.
En el patio de un edificio de departamentos, juega un grupo de dos niñas y un niño de madres haitianas con la hija rubia de una vecina. Pero, se repite la historia: casi no salen a la calle, “porque tenemos miedo de que, si salimos, nos encuentren y nos deporten. Nos la pasamos encerrados con los niños en la casa esperando a tener el papel para poder sacarlos a pasear”, dice Sophie (seudónimo), una de las dos mujeres entrevistadas en el lugar, quien se niega a ser fotografiada de frente. ¿La razón? Ni siquiera es por la seguridad, sino porque “nuestras familias en Haití van a ver nuestra situación, y como nosotras somos su sostén, si nos ven mal, ellas se van a poner mal”.
“A esta edad mi hijo debería estar con otros niños, debería jugar con otros para desarrollarse, pero como hay deportación nos la pasamos dentro de la casa”, dice Sophie, sentada en un sillón de un departamento semivacío; mientras Anne (seudónimo), amiga de Sophie, añade que ya fueron a la COMAR a realizar sus trámites, pero que aún no tienen respuesta. “Cuando una llega a un país, ¿qué puede conseguir si no tienes papel? Sólo lo básico. Yo hice una entrevista para ser etiquetadora y trabajar desde la casa. Fui a dos lugares en un día, pero no me llaman”, lamenta esta mujer que, asegura, no piensa rendirse.
Ambas llegaron de Chile, donde, cuentan, tenían trabajo, pero sufrían discriminación. En cambio, dice Sophie, aquí en la colonia Santo Domingo “la gente es muy amable. Me ayudan, no con plata, pero con su amabilidad. Aunque no esté trabajando me siento feliz. En Chile una trabaja llorando por la discriminación. Allá en el autobús te gritan ‘¡fuera de mi país, no necesitamos negros acá!’ Una vez mi hijo me dijo ‘mamá, no quiero ir al colegio’, le pregunté por qué y me respondió ‘porque tales niños no quieren jugar conmigo porque soy negro’. Sé que así es en todas partes, pero una se siente mejor donde hay menos”. Y en Santo Domingo se sienten entre iguales. La opción de la deportación es inconcebible para ellas. “Es como matarnos, así de simple”, remata Anne, que se comunica en un español con entonación criolla, pero entendible.
“En Haití todo es más difícil. Es muy peligroso. No creo que haya alguien que quiera vivir allá, porque en cualquier momento puede desaparecer tu hijo, lo pueden secuestrar, y si no tienes plata para pagar te lo van a matar. A veces yo no podía salir de mi casa porque había gente con machetes afuera. Mi hijo nació en Chile, pero lo que yo pasé en Haití no quiero que él lo pase ningún día, por eso prefiero irme a cualquier otro país, aunque vaya a sufrir, pero con seguridad”. En 2017, añade Anne, mataron a su hermana menor, entonces ella decidió volar a Chile, y cuatro años más tarde a México.
En el café La Resistencia: “Fue y sigue siendo la sociedad civil la que atendió la emergencia”
La tarde del 23 de septiembre empezaron a hacer fila decenas de familias haitianas en las afueras de la COMAR. Ana Enamorado, fundadora de la Red Regional de Familias Migrantes CA, recibió un aviso de que llegaban grupos con niños sin comer y sin un lugar para quedarse; y en los hoteles del centro de la ciudad no los querían hospedar, aunque ofrecieran pagar.
Ana, originaria de Honduras, llegó a México en busca de su hijo Óscar Antonio López, migrante desaparecido en 2010 en el estado de Jalisco. Hoy, además de continuar la búsqueda de su hijo, es una emblemática defensora de los derechos de los migrantes en su paso por México.
Esa tarde de septiembre, recuerda, los albergues de la capital ya estaban rebasados. Desesperada, tomó una foto de las familias en la calle y la difundió en sus redes. “No los podía dejar en la calle”. Se comunicó con sus compañeros del pequeño café La Resistencia, en el que ella también tiene un espacio de trabajo, y decidieron abrir las puertas e iniciar una campaña de acopio para apoyarlos, convirtiéndose a partir de ese momento en un punto de encuentro entre esta comunidad itinerante.
“Los niños lloraban porque tenían hambre, querían leche, pero no teníamos nada. Nunca se acercó el gobierno para preguntarnos en qué podían apoyar, pero sí nos dijo que no nos iban a atender”, recuerda Enamorado. En este contexto, explica, fue, y sigue siendo, la sociedad civil la que atendió la emergencia de “muchas parejas con niños de meses de nacidos”.
Ana considera que es falso el argumento de que los adultos usan como escudo a los niños para que los dejen pasar. “Una vida digna es lo único que buscan, no quieren vivir de donativos, sino trabajar y salir adelante con sus hijos”, enfatiza. Y con lo que se encuentran es con el racismo y el clasismo, “porque ni siquiera hablan el mismo idioma, y el color de la piel hace que de inmediato se identifique que no son de aquí, y los vean como personas ‘indeseables’”. Y a esto, señala, contribuye el discurso y las acciones del gobierno federal. “No queremos que México se convierta en un campamento de migrantes”, declaró el presidente Andrés Manuel López Obrador la mañana del 24 de septiembre, en plena crisis migratoria.
Esperar de México algo más que una política de contención.
La hermana Magdalena, de CAFEMIN; Gabriela Hernández, de Casa Tochán, y Laura Carlsen, experta en flujos migratorios, coinciden en que no hay voluntad política del gobierno federal para resolver la incertidumbre de las familias haitianas. De lo que se trata ahora, insisten, es que las autoridades construyan una modalidad para que puedan quedarse a trabajar y los niños salgan del encierro, que empiecen a estudiar y que jueguen como cualquiera.
No otorgarles refugio porque no vienen directamente de Haití, considera Carlsen, “no tiene sustento legal, porque en algún momento sí tuvieron que huir de su país y luego de otro. Muchos no tienen ciudadanía en los países donde estuvieron antes (Brasil o Chile) y no los pueden deportar hacia allá. Y devolverlos a Haití para ellos representa la muerte”.
Laura Carlsen es directora del Programa de las Américas, un centro de documentación e información para activistas y analistas interesados en las relaciones internacionales entre Estados Unidos y América Latina. Es experta en temas migratorios y en relaciones entre México y Estados Unidos, y ha colaborado con la Organización Internacional para las Migraciones y la Iniciativa de Mujeres Nobel. Identifica un solo eje en la actual política migratoria de México: “la contención”, lo cual, opina, “es lamentable porque este gobierno prometía otro paradigma, algo diferente a lo que se había visto antes. Muchos nos sorprendimos al ver que el gobierno de México no se opuso a esta política iniciada por Donald Trump y que, al contrario, se hizo cómplice. Es una negación total del derecho a la movilidad y a los derechos de los migrantes con la separación de las familias, las deportaciones sin audiencias y la negación del derecho al asilo”. La experta añade que la política de contención iniciada por Trump es continuada por el actual presidente Joe Biden, y que “México tiró a la basura cualquier intención de desarrollar otra política soberana y de derechos humanos”.
Para las tres expertas, la COMAR debe tener nuevas figuras de regulación, como visas humanitarias. “México”, añade Carlsen, “es un país que tiene la capacidad de absorber a esta gente. Lo que dicen los estudios es que la población migrante, cuando tiene la oportunidad de hacerlo, genera empleos y recursos no sólo para ellos, sino también para otros”.
Un ejemplo de integración es la “Pequeña Haití”, asentamaiento de haitianos en la ciudad fronteriza de Tijuana que con trabajo y empeño han conseguido ser parte de la vida local, donde “los niños aprendieron español y rápidamente se integraron a las escuelas, sin perder su cultura e identidad”, ejemplifica la directora del Programa de las Américas.
“Es oscuro el panorama”, asiente Carlsen, pero “las formas de organización de las personas migrantes y su capacidad de resistir y sobrevivir, y de hacerlo incluso con alegría, es lo único que nos puede dar esperanzas. Si la sociedad civil es capaz de responder a esto de forma solidaria, entonces quizá podamos tener otro camino”. Aunque le corresponde al gobierno de México ofrecer opciones humanitarias, la mayoría de las entrevistadas no esperan casi nada de las autoridades.
Este reportaje es parte del especial “Los niños del viaje en América Latina” impulsado por la alianza Otras Miradas, Proyecto Migración Venezuela de Revista Semana, Desinformémonos, Semanario Universidad y Agencia Ocote.
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