La señora dijo que me iba a llamar
Por Cristina García Casado
Casi la mitad de trabajadoras del hogar en América Latina ha sido despedida desde que empezó la pandemia. En Guatemala sólo el 0.2% de empleadas domésticas tiene algún tipo de protección social. La relación de supuesta familiaridad entre jefa y trabajadora es el origen de este tipo de abusos.
Yolanda Flores ya no trabaja. La señora la llamó por teléfono y le dijo que no llegara el lunes. Eso fue el 16 de marzo, primer sábado de pandemia en Guatemala. No ha podido regresar a la casa donde ha limpiado, cocinado y cuidado seis días a la semana durante los últimos seis años. No recibe ninguna paga, tampoco ayuda del Gobierno. La señora no le ofreció nada. Solo le dijo lo que les han dicho a tantas: “Le aviso cuando pase esto”. El teléfono no ha vuelto a sonar.
“La señora tiene dos niños y uno tiene asma. No quería que nadie entrara. Me dijo que mejor me fuera hasta nuevo aviso, que descansara, y aquí estoy”, cuenta Yolanda desde la casa que comparte con su marido y su hijo, donde no entra un sueldo hace tres meses. Desde la casa a la que solo han llegado un par de bolsas de alimentos: de una iglesia, de un sindicato.
A Yolanda, como a tantas trabajadoras domésticas de Guatemala, le pagan por día trabajado. No existe salario fijo ni mínimo, ni contrato, tampoco prestaciones. No hay seguro, no hay certezas. Si la señora la llama para “ayudarla en la casa”, va. Si la señora la llama para ir a coser unas horas en su taller, va. Cuando va, cobra. Unos 80 quetzales al día, unos 10 dólares. Ahora que la señora ya no llama, se cortó en seco el grifo de la subsistencia. Su marido lleva tiempo sin trabajar: la diabetes lo dejó ciego. A su hijo, de 22 años, sus jefes del supermercado también lo mandaron “a descansar” sin salario.
Ningún mensaje gubernamental habla de las trabajadoras domésticas. En la narrativa oficial de la pandemia, ellas no existen. Son una población trabajadora de al menos 250 mil personas, según el Instituto Nacional de Estadística. Es posible que la cifra sea aún mayor, advierte uno de los sindicatos que existe en Guatemala. “Hay un subregistro, hay niñas de 12 y 13 años trabajando en casas que no se cuentan”, explica Floridalma Contreras, una de las fundadoras del Sindicato de Trabajadoras Domésticas, Similares y a Cuenta Propia (Sitradomsa).
El 95% del trabajo doméstico en Guatemala tiene manos de mujer. “Calculamos que 5% sean hombres; ahí entran los choferes, los jardineros”, apunta Contreras.
El perfil mayoritario es el de una mujer que migra del campo a la capital y tiene como máximo estudios primarios. Muchas no saben leer ni escribir. El 44% son mujeres indígenas que migran de Quiché, Huehuetenango, San Marcos, Quetzaltenango, Chimaltenango, Alta y Baja Verapaz. La otra mitad, lo hace desde El Progreso, Chiquimula, Jalapa, Jutiapa, Zacapa, Izabal. Destino mayoritario: Ciudad de Guatemala.
Encierro o despido
La crisis por la pandemia de COVID-19 llegó cuando las trabajadoras domésticas se encontraban en “condiciones muy desventajosas”, dice la Federación Internacional de Trabajadoras del Hogar (FITH). Esta organización hizo una encuesta entre el 15 de abril y el 25 de mayo de manera virtual en 14 países de América Latina a 2.650 trabajadoras domésticas y los resultados de su muestra revelan despidos masivos: el 49 % fue despedida o suspendida sin sueldo. Solo el 13.8 % se encuentra en cuarentena remunerada.
Un 14,2 % de las empleadas del hogar que contestó la encuesta trabaja con reducción de horas o ha tomado vacaciones anticipadas, mientras que un 23.1 % sigue trabajando en condiciones normales, aunque hay testimonios de que son forzadas a quedarse en el hogar del empleador por temor a que se contagie en la calle, lo que afecta su tiempo de descanso. La encuesta incluye a trabajadoras en México, Guatemala, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, República Dominicana, Colombia, Perú, Brasil, Bolivia, Chile, Paraguay y Argentina.
En Guatemala, varias trabajadoras domésticas que dieron su testimonio para este reportaje confirman que se han quedado encerradas en casa ajena. A algunas, las patronas no las dejan ir. “Tenemos casos de internas que no pueden salir. Las patronas les dicen que así las tienen vigiladas, que les dan gel y mascarillas, que mejor no se vayan”, explica Floridalma Contreras, de Sitradomsa.
Otras, no pueden volver a sus departamentos porque desde el 17 de marzo no funciona el transporte público urbano ni extraurbano en el país. El domingo, el día habitual de descanso y salida, ha dejado de existir para muchas. No a todas les pagan esa jornada extra, con la excusa de que les dan comida.
El domingo también era el día en que se juntaban las compañeras. Para ir a comer a un parque, para conversar. Ahora se cuentan por teléfono cómo les va con la pandemia.
“A una compañera la dejaron encerrada, los señores le dijeron que no tenía que salir”, cuenta Yolanda Flores. Su amiga es soltera, “no tiene compromisos”, así que “está tranquila”. Incluso da gracias por conservar el trabajo. Para otras, es mucho más duro: llevan meses sin ver a sus hijos, a sus padres o a sus parejas. Sin poder regresar a su propia vida.
A las externas que trabajan por día, como Yolanda Flores y Josefina Espinosa, les dijeron “le aviso cuando pase esto” y nunca más se supo. “Las han despedido sin goce de ninguna prestación; es un despido indirecto. Nadie les asegura cuándo las volverán a llamar o si volverán a hacerlo”, enfatiza Contreras.
Mientras tanto, el tiempo pasa y el hambre aprieta. Muchas trabajadoras son las que sostienen a sus familias. “El gran problema es que no tienen qué comer. Viven al día, van a trabajar un día y con eso comen, ellas y los suyos”, anota Fidelia Castellanos, secretaria general de Sitradomsa y trabajadora doméstica desde los nueve años.
Josefina Espinosa cose mascarillas —o tapabocas, o cubrebocas o barbijos— y las vende en la calle. El 16 de marzo la despidieron dos veces. En las dos casas en las que trabajaba le dijeron que no se presentara “hasta que termine la situación”. “No me dieron nada, pero es que ni siquiera me han preguntado si vivo o muero en estos meses”, explica, dolida, desde su casa en la zona 6 de la capital.
Vive con sus dos hijas: una trabaja en un restaurante y también está “suspendida” sin paga y la otra, maestra, percibe solo una parte de su ya modesto salario. “No le voy a decir que me trataban bien, ya sabe que en las casas no tratan muy bien; siempre viven con eso de que no somos iguales”, añade Espinosa, trabajadora doméstica desde que su marido abandonó el hogar.
A otras externas, “empleadas por día”, no les dijeron que no regresaran, pero tampoco pudieron hacerlo. Sin transporte público, no tenían cómo llegar. “No hay buses que las lleven y si tienen que pagar un taxi, mejor se quedan en casa”, comenta Contreras. A algunas las despidieron por no poder presentarse en el trabajo: sin indemnización, sin ayuda, sin contemplaciones. “Yo le digo al señor presidente que no nos aísle; no nos va a matar el coronavirus, pero nos van a matar de hambre”, pide Castellanos.
Miedo y silencio
Los relatos de injusticias y abusos en estos meses de pandemia son abundantes, pero muy pocos llegan al Ministerio de Trabajo. El miedo se impone a la indignación. Muchas temen perder para siempre los empleos que ahora están en pausa. “Hemos recibido solo unas 100 llamadas sobre trabajo doméstico en los primeros 60 días de la emergencia”, informa Edgar Arana, director de comunicación de esa cartera. Y pone en contexto la cifra: “Solo en la primera semana atendimos más de 8 mil llamadas en total”.
Son llamadas de consulta, no denuncias formales. “Los trabajadores domésticos nos han pedido orientación por suspensiones sin goce de salario, despidos, algunos por no poder presentarse debido a la falta de transporte”, explica Arana. ¿Por qué tan pocas llamadas? “Las personas del servicio doméstico desconocen sus derechos, les da miedo preguntar. Cuando vienen aquí, les atiende una unidad y, al buen rato, empiezan a tomar confianza y decir lo que les pasa”, añade el funcionario. Eso era antes de la pandemia, ahora muchas oficinas públicas —también en este ministerio— están trabajando con el personal mínimo.
María Juliana Tubes sí estaba dispuesta esta vez a denunciar en el Ministerio de Trabajo, pero no pudo llegar. Suspendieron todo el transporte público. En 19 años laborando para la misma patrona ha aguantado muchas humillaciones, pero la última colmó el vaso. El 19 de abril la despidieron sin argumentos ni indemnización.
Ella no regresará tras la pandemia: ya hay otra persona en su lugar. “Me decían que desde que estaba en el sindicato me creía ‘esto y lo otro’, solo porque les pedía que nos dieran almuerzo, porque les decía que no nos podían llamar indias ni shumitas”, cuenta la trabajadora, mientras espulga chipilín en la casa que comparte con su hijo y su nuera. Tienen un bebé en camino, los dos están desempleados.
Cuando puede, María Juliana Tubes lava la ropa a alguien o sale a tortear. Ella tenía sus planes: este año iba a arreglar los hoyos del techo de su casa, que gotea mucho. “Yo era mil usos donde la patrona, hacía de todo”: despachar maíz, lavar trastes, limpiar, tortear, todo por 40 quetzales a la semana —cinco dólares—. “Yo soy indígena, le dije que no nos trataran mal, y la patrona me dijo que si en el sindicato hablaba mal de ella, se iba a defender con dientes, uñas y hierros”, cuenta, segura de que la despidieron por protestar.
La precariedad laboral de las trabajadoras del hogar está expuesta en cifras de manera muy evidente: de una población de 250 mil empleados domésticos que existen en el país, solo 516 están inscritos en el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS). Es decir, solo 0.2% tiene algún tipo de protección social.
Hasta 2009, los empleados domésticos no existían para el IGSS. Ese año se creó el Reglamento del Programa Especial de Protección para Trabajadoras de Casa Particular (Precapi), que solo cubre la maternidad, “el control del niño sano” —exclusivamente revisiones— y accidentes. “No es funcional, no es atractivo, porque no incluye otros programas como los de enfermedad común, invalidez, vejez y sobrevivencia. Les hemos dicho a los dirigentes del Instituto que eso es una desgracia”, explica Floridalma Contreras. ¿La justificación oficial? “Que la trabajadora doméstica no aporta lo suficiente para cubrir esos programas tan caros”.
El reglamento estipula que el Precapi tiene “carácter progresivo” —debería ampliarse con el tiempo— y “obligatorio” para empleadores que tengan “una o más trabajadoras domésticas que laboren al menos tres días a la semana”.
Sin embargo, las patronas se niegan a inscribir a sus empleadas, aprovechando la falta de controles y que todavía no se ha aprobado una ley. No lo hacen aunque solo les costaría 40 quetzales, cinco dólares al mes. El Estado paga otros cinco dólares y la trabajadora dos dólares y medio. “Las patronas no quieren entender que tienen una relación laboral con la trabajadora desde el momento en que entra a laborar en su casa”, anota.
Desde su nacimiento en 2011, y con mucho esfuerzo, el sindicato solo ha logrado reunir a 525 afiliadas. “A mucha gente en Guatemala le sigue dando miedo la palabra sindicato”, apunta la cofundadora. De entre sus afiliadas, apenas “unas tres o cinco” se encuentran inscritas en el seguro social. No solo las patronas son reacias a hacerlo, para las trabajadoras supone pagar cada mes el dinero con el que subsisten un día, “sin tener apenas beneficios”.
Su seguro “especial” no cubre ninguna enfermedad no relacionada con el embarazo o que no lo afecte. El “control del niño sano” incluye únicamente las revisiones hasta los cinco años, pero no la atención médica.
Fuera de la capital los salarios son ínfimos, los abusos mayores. “Allí están mucho peor. En Chiquimula, por ejemplo, llegamos a encontrar las cosas más desastrosas de este mundo”, recuerda Floridalma Contreras. A una madre soltera no le pagaban nada por hacer todas las labores de una casa todos los días, con la excusa de que la dejaban vivir allí con sus tres hijos. En los departamentos, las que sí reciben paga no pasan de los 600 quetzales al mes (78 dólares), solo un 20% del salario mínimo del país (3 mil quetzales, 391 dólares).
Según información recabada por Sitradomsa, en Ciudad de Guatemala, la mayoría gana alrededor de mil 200 quetzales (156 dólares) y un grupo muy reducido, las que trabajan en las acomodadas zona 16 y zona 17, llega a los 2 mil 500 (326 dólares).
La canasta básica alimentaria, para una familia de 4 o 5 personas, cuesta 3 mil 561 quetzales (465 dólares) y la canasta ampliada, que incluye gastos básicos como el transporte y la vivienda, alcanza los 8 mil 223 quetzales (unos mil dólares). “Los salarios del trabajo doméstico son salarios de hambre”, denuncia la sindicalista.
El Código de Trabajo, que data de 1947, ubica el trabajo de las empleadas del hogar en un régimen especial que las excluye de los derechos laborales más básicos. “Ese régimen se creó pensando en que eran como esclavas”, señala Contreras.
Su sindicato reclama desde hace años al Gobierno que fije la remuneración mínima para el sector, como sí lo hace para las maquilas o el trabajo agrícola, pero no ha habido avances, ni siquiera intención.
Guatemala es uno de los países latinoamericanos más duros para las trabajadoras domésticas, pero las condiciones generales las comparte toda la región en mayor o menor grado. En 2018 se reunieron en Ciudad de Guatemala organizaciones sociales y sindicales de 15 países. Denunciaron que los empleadores desean “preservar la esclavitud moderna”. Cuando no se reconoce el salario, destacaron, se “legitima la desvalorización de la mano de obra”. En América Latina, la remuneración promedio de una trabajadora doméstica oscila entre los 40 y los 150 dólares mensuales.
En Latinoamérica y el Caribe el 93% de los entre 11 y 18 millones de personas dedicadas al trabajo doméstico son mujeres. La mayoría carece de un contrato o de acceso a la seguridad social.
La batalla de las organizaciones y sindicatos se llama Convenio 189. Este documento de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) recoge lo esencial: la jornada de ocho horas, salario mínimo para el sector, afiliación obligatoria al seguro social y mayor control sobre los empleadores.
En algunos países, como Perú o Argentina, ya está en vigencia. En otros, como México o Guatemala, sigue pendiente. “Teníamos muy buena planificación para impulsar el convenio, pero la pandemia nos tiró todo”, lamenta Contreras.
Desde hace ocho años que Sitradomsa lucha para que el Congreso de Guatemala convierta en ley el Convenio 189 sobre el “trabajo decente” de las trabajadoras domésticas. A la espera de que ello ocurra, en el sindicato las enseñan a sus afiliadas a defenderse.
Les explican que en las casas que atienden no pueden llamarlas “la sirvienta”, “la muchacha”, “María”, “la criada”, “la patoja”, “la china”, “la chacha”, “la cholera”. Les hablan del Código de Trabajo, de la Constitución. En cuatro años han ganado 30 casos a pilotos aviadores, publicistas, médicos y magistrados que no pagaron el salario de sus trabajadoras domésticas o que las despidieron sin justificación.
Durante la pandemia, las trabajadoras del sindicato visitan a sus afiliadas en sus casas, les llevan bolsas con víveres, les preguntan —ellas sí— cómo están. Yolanda Flores, Josefina Espinosa, María Juliana Tubes, tantas otras, están, sobre todo, a la espera.
A las casas en las que han limpiado, cocinado y cuidado seis días a la semana durante los últimos seis, dos o 19 años ahora no pueden volver. Las señoras no les ofrecieron nada. Las patronas no las han llamado, ni un ¿cómo sigue? de cortesía. Están dolidas, tristes, enojadas. Sienten rabia, querrían buscar otras casas donde las traten mejor. Pero también pesa el miedo: tienen más de 50 años, saben que cada vez será más difícil. Que a partir de cierta edad “ya no le dan a uno trabajo”. En su horizonte, solo aparece la promesa vaga de aquel “ya te aviso cuando pase esto”. O ni siquiera eso.
Esta publicación forma parte del Programa Lupa, liderado por la plataforma digital colaborativa Salud con Lupa, con el apoyo del Centro Internacional para Periodistas (ICFJ).
No comments yet.