“Nunca seremos las mismas después de la pandemia”: enfermeras del área COVID
Personal de enfermería que combate la pandemia en la primera línea lleva un año de cansancio, incertidumbre y largas jornada de trabajo; además, muchas veces, su labor es invisibilizada dentro del contexto de la emergencia sanitaria.
#AlianzadeMedios | Por Aranzazú Ayala Martínez de Lado B
El primer día [de pandemia] fue muy difícil (…) porque no sabíamos mucho de ese virus. Te agarra el pánico de lo que no sabes que va a pasar; que nadie se quiere contagiar. Empiezas a respirar más rápido y eso te cansa más rápido, cuenta Mariana*, enfermera de profesión desde hace más de una década y trabajadora en uno de los hospitales COVID de la capital de Puebla.
El miedo y la incertidumbre son la constante desde el inicio de la pandemia. Así como el cansancio extremo, brutal; un hartazgo de que simplemente vivir implique un riesgo constante de contagio.
Especialmente es así para el personal de enfermería que atiende a pacientes COVID en primera línea, pues es uno de los más expuestos y que más ha trabajado desde el comienzo de todo, hace casi un año. Mariana y Alicia*, enfermeras de hospitales COVID, compartieron con LADO B las historias de cómo se vive el día a día trabajando en los hospitales COVID.
La rutina
Alicia, con apenas un par de años de experiencia, trabaja en el turno de la noche en un hospital del estado. Tiene las mañanas libres y, generalmente, duerme un par de horas por la tarde antes de ir a trabajar, para no estar tan cansada. Llegando al hospital, entre ocho y media y nueve de la noche, empieza todo el ritual para entrar al área COVID.
Se cambia en el vestidor: se pone su uniforme quirúrgico y el KN95; sale de ahí, se dirige al “área sucia” —la zona donde están los pacientes infectados— y antes de subir se pone la bata, las botas, dos pares de guantes, los goggles y el gorro, todo desechable.
Mariana tiene más años ejerciendo su profesión y en el hospital donde está tiene un horario distinto al de Alicia: sólo trabaja los fines de semana, en jornadas de 12 horas, que tienden a convertirse en 13 o 14.
Desde el inicio de la pandemia, su día empieza a las seis de la mañana. Se levanta, desayuna lo mejor que puede y toma solamente un vaso de agua, porque una vez entrando al área COVID no se puede beber, comer ni tampoco ir al baño. Su esposo es quien la lleva al hospital, para evitar contagios al usar el transporte público.
La enfermera, ubicada en el área de Urgencias, llega a las siete y media de la mañana al hospital, para iniciar su turno a las ocho. Lleva puesto su uniforme de tela y después va por su equipo de protección; el de ella consiste en: un overol, dos gorros quirúrgicos, dos pares de botas, dos guantes, una bata antifluidos y un cubrebocas.
Primero va el overol, después se pone un par de botas, luego el segundo par. Se coloca la capucha del overol, se sube el cierre, sella el overol con tela adhesiva —para que no se filtre nada—, se coloca la bata antifluidos, y por último el KN95.
“[Vamos] al baño una vez. Te entra miedo, ansiedad, y vas al baño otra vez. Y te empiezas a vestir, siempre con el lavado de manos (…) Trataba de asimilar que iba a estar [con el equipo] ahí 12 horas”.
Y así como el proceso para ponerse todo el equipo, quitárselo y limpiarse es todo un ritual. Para desvestirse va por un pasillo hasta un cuarto especial donde, primero, se lava las manos en seco, luego se frota alcohol en gel, y después se quita la bata. A veces se rocía con cloro antes de empezar a quitarse el overol, que sale junto con el primer par de guantes.
El overol se enrolla de adelante hacia atrás, para que sólo toque la parte interna, no la externa, que es la contaminada; se lava las manos. Se quita el gorro; se vuelve a lavar las manos; se quita el otro, se vuelve a lavar las manos. Se quita el resto del overol y el primer par de botas; se vuelve a lavar las manos, se quita el segundo par de botas; pisa un tapete sanitizante. Se lava las manos por última vez y por fin se quita el último par de guantes, y los goggles; se cambia el cubrebocas por otro.
Y repite el procedimiento, al menos dos veces: luego de salir a comer, durante su única hora de descanso, y para salir del hospital a su casa.
Uno de los grandes problemas que conlleva esto es el exceso de sudoración y el vapor en los goggles, pues si se empañan no hay forma de limpiarlos. Así que, cuenta Mariana, muchas veces trabaja casi a ciegas.
Las enfermeras llevan casi un año así: con días de 13 horas de no tomar líquidos, de no poder ir al baño, de estar sudando con el equipo de protección puesto, de no ver bien.
Y a esto se le suman las largas jornadas laborales. Como en el caso de Alicia, quien aunque en teoría trabaja tres noches a la semana, desde el inicio de la pandemia hay ocasiones que descansa sólo tres o cuatro noches a la quincena.
Alicia se puso mal ya dos veces: se le ha bajado la presión mientras suda atrapada entre el equipo de protección. Dentro del área COVID hace mucho calor, como una suma de la falta de aire acondicionado y todo lo que se usa para evitar contagiarse. Dice que lo que viven dentro del área contaminada es tan impresionante que sobrepasa la realidad. La mayoría de los pacientes no saturan bien, y su condición física es muy inestable.
A ella ya le dio COVID, pese a haberse cuidado siempre, e incluso rociarse cloro diluido al terminar sus jornadas laborales. Alicia piensa que es porque físicamente está débil: en general el sistema inmune del personal de enfermería ya no está tan fuerte. A veces es tanto el cansancio que algunas personas prefieren dormir en vez de comer, y eso va mermando.
Ahora, en esta segunda ola, las condiciones son más complicadas que al comienzo de la pandemia, pues además del cansancio acumulado, los pacientes llegan más graves, y hay menos equipo y medicamentos.
Mariana, por su parte, se quiebra al llegar a casa. Llora porque, cuenta, no sabe en qué momento le va a tocar a ella, o a su familia. Ella ve a sus familiares sólo los domingos: al terminar la jornada se baña y después, antes de subirse al coche de su esposo, se rocía con sanitizante, y sin quitarse el cubrebocas pasa exactamente dos horas con sus seres queridos, para evitar un posible contagio.
Confiesa: “Es demasiado fuerte no ver a tu familia; pensar que estás enfermo y pensar lo que te puede hacer el virus, porque tú ya conoces lo que puede hacer, has visto mucha gente morir por el virus (…) me da mucho miedo”.
Entonces recuerda a su primera paciente con COVID-19. A ella le avisaron que ingresarían a unas personas de traslado de otro hospital, y empezó a preparar los medicamentos mientras esperaba. “A pesar de que he tenido a muchos pacientes para entubar, esta vez era diferente: el equipo te resta movilidad, agilidad, tienes miedo”.
Quien llegó fue una mujer de 46 años a la que le explicaron que la tenían que intubar porque saturaba apenas 40 por ciento con 15 litros de oxígeno, cuando la saturación normal es de 90 a 100 por ciento.
Y, cuando la doctora a cargo iba a dar el informe sobre su estado a la familia, Mariana se dio cuenta de que todo sería distinto: desde el inicio de la pandemia los familiares no pueden ver a las y los pacientes internados. La doctora llamó a la hija de la paciente.
Durante la llamada, la paciente le empezó a decir a su hija que pensaba que ya no iba a salir, que iba a morir. Le pidió que estuviera tranquila, que recordara que ya sabía qué necesitaba hacer, en dónde quería que pusieran sus cenizas. Le dijo que le agradecía que hubiera sido una buena hija con ella, y su ella respondió que le agradecía que hubiera sido una buena madre. “Entonces en ese momento no sabes qué decir, qué hacer. Estás con la lágrima, y piensas: si lloro se me van a empañar los goggles, no voy a poder hacer nada, ni a atenderla como se debe”.
Eso ha sido lo que emocionalmente más ha impactado tanto a Mariana como a muchos y muchas de sus colegas: el que las y los enfermos no se pueden despedir de sus familiares de una forma adecuada, el que no los vuelven a ver, el que los pacientes tengan miedo y les haga prometerles que les van a pasar un mensaje a sus seres queridos.
Pero la realidad es que casi nunca pueden llevar ese mensaje de despedida; por los protocolos de salud e higiene, el personal médico no tiene contacto con los familiares de las personas internadas.
Nunca las mismas
Desde finales de 2020 y sobre todo a inicios de este 2021, la pandemia ha empeorado considerablemente: de la mano del incremento de casos, viene ese aumento en el cansancio del personal de salud que Alicia y Mariana han experimentado.
Por su parte, Alicia cree que todo el personal médico tiene ahora incluso más temor que durante la primera ola, por el aumento en los contagios. Muchos de sus colegas que habían estado sanos se están contagiando en esta segunda ola. Y es que, al principio la gente veía a las enfermeras y médicos como héroes, pero ahora están en el olvido, comenta.
Es la fecha en que a ella no le llega el bono COVID que supuestamente deben recibir por su trabajo en el combate a la enfermedad. Incluso hay quienes no han podido tomar vacaciones desde marzo del año pasado, cuando inició oficialmente la pandemia.
Pese al desgaste y al sentirse mal, siguen haciendo lo que deben porque, finalmente, es su trabajo.
Aunado a esto, Mariana piensa que este descuido y aumento se da porque como sociedad no se ha hecho un compromiso real, o ha habido un relajamiento en las medidas sanitarias.
Pero algo que siempre las ha marcado, desde el comienzo hasta esta segunda ola, son las muertes dentro del área COVID. Tantas, que se van apilando cada vez más los recuerdos de todos los pacientes que tuvieron y que terminaron yéndose de este mundo, como la primera infectada de COVID que Mariana atendió, y que falleció al poco tiempo de haber sido internada.
Y es que las cifras, según ellas, no tienen que ver con la realidad. Alicia cuenta que, hace meses, en una sola noche se fueron seis personas, y a veces mueren cuatro por turno. En eso coincide Mariana y opina que si la gente supiera cuántas muertes hay en realidad, se cuidaría más, se lo tomaría más en serio.
A ambas les pesa el recuerdo de sus lazos con los pacientes. Alicia confiesa: “Creo que todos mis pacientes están muy marcados en mí. Vimos morir a muchísima gente de una manera muy fea, demasiado fea. Sí había visto morir a gente, pero no de esa manera. No los había visto agonizar de esa manera, ahogarse, porque es como si se ahogaran, no pueden respirar”.
Después de esta pandemia, dice Alicia, no han vuelto a ser las mismas personas de antes. Es mucho desgaste ver morir a tanta gente, querer brindarles un momento de paz y tranquilidad, y no poder hacer mucho más por las y los pacientes.
A veces no sé cómo cargar con tantas muertes; no sabes cómo asimilar que se fueron tantas personas de esa manera.
*Los nombres fueron cambiados por seguridad de las entrevistadas
Sin comentarios aún.