Servidores públicos esenciales: contagiados o expuestos, y desprotegidos
Estos servidores públicos son esenciales para que la ciudad no se detenga con la contingencia por covid-19. Pero a ellos nadie los cuida. La precarización laboral los ha puesto en la primera línea para enfrentar la contingencias, con pocas herramientas para cuidarse, incluso si caen enfermos no tienen acceso real a los servicios médicos
Texto: José Ignacio De Alba de Pie de Página
Fotos: Duilio Rodríguez
Al esposo de Olga Vázquez lo rechazaron de 10 hospitales antes de que pudiera ser admitido en uno. Olga manejó sin parar buscando hospitales públicos y privados en tres estados del país, sin suerte. “Dos días anduve dialogando para que me aceptaran a mi esposo y no me lo aceptaron, ni en un particular ni en uno de gobierno. Hasta que llegué aquí”, cuenta.
Después de manejar un par de días, sin descanso, logró que su esposo fuera admitido la madrugada del 12 de mayo en el Hospital General Xico de la Secretaría de Salud, en el Estado de México. Su esposo, un hombre diabético de 56 años, prácticamente ya no respiraba, cuenta Olga angustiada.
Olga no entiende por qué nadie lo quería recibir. Explica:
“Nosotros pertenecemos al ISSSTE, pero el ISSSTE no quiere (recibir pacientes de covid-19) porque está saturado. No hay donde meterlo, como hay muchos formados. Aquí tengo que hablar con trabajo social para que se quede aquí, pero tengo que pagar”.
—¿Cuánto tiene que pagar?
—No sé, pero que curen a mi esposo. Yo no sé de donde voy a sacar pero yo pago.
Olga espera afuera del Hospital General Xico, junto con otras personas que llegaron no necesariamente por covid-19. La mujer usa un tapabocas y platica con otros familiares de pacientes para pasar las horas.
La mujer, de 46 años, relata que viven en Iztapalapa, pero en su búsqueda de ayuda recorrió la Ciudad de México y bordeó hasta llegar a Hidalgo, luego deambuló por varios hospitales: el de Balbuena, Xoco, Primero de Octubre, un hospital militar, clínicas varios hospitales privados, hasta que llegaron al Valle de Chalco, muy cerca de la salida a Puebla, donde su esposo fue admitido en un hospital de la Secretaría de Salud.
Desechables, quienes barren las calles
Olga es ama de casa, su esposo es barrendero de la Ciudad de México. “Mi esposo es empleado de gobierno, él es de la Cuauhtémoc, él trae un camión recolector. Pero a ellos no les dieron ninguna protección. Tienen que trabajar diario, normal, sin ninguna protección. A ellos no les dieron guantes, no les dieron nada. Para su jefe, es inmortal, son inmortales todas esas personas, porque a ellos no les dieron nada. Pero eso sí, los obligan trabajar diario”.
Ella asegura que otros barrenderos están contagiados: “Ahorita ya se habla que son 10 compañeros. El jefe de ellos no nos ha dicho nada, ahorita no hay nadie del gobierno que me manden a decir que me van a ayudar con los gastos aquí. El gobierno no ayuda, es una vil mentira, ellos los fregaron”.
Por lo pronto, lo único que le da pendiente es que su esposo salga bien del hospital, ella tiene mucha esperanza aunque sabe que entró con neumonía, vómito y con un un ritmo cardiaco muy lento, además de que “ya no comía”.
—¿Alguien más en su familia ha presentado síntomas?, se le pregunta.
—Sí, pero ya estamos en tratamiento médico. Estoy yo, está mi yerno, mi hija y mi hijo. Toda la familia y pues a echarle ganas.
Olga pasó la noche afuera del hospital, está tan preocupada por su esposo que ni siquiera ha pedido que la chequen. Tampoco ha comido en un par de días. Espera en la banca en que durmió buenas noticias. Ahí advierte:
«Si usted es periodista ojalá y haga entender a la jefa de gobierno que habemos muchos olvidados, que ni siquiera se acuerda de nosotros. Y que se acuerde de esa gente que diario los obligan a barrer, a que esté limpia la ciudad, a cambio de nada. Yo la verdad quisiera tener a la señora enfrente para que ella vea como está mi esposo».
Su esposo, dice, gana poco más de 4 mil pesos a la quincena. A pesar de que es servidor público y derechohabiente al ISSSTE desembolsó una buena cantidad de dinero en doctores privados que no solucionaron nada. Al final, relata: “solo nos dilatamos en llegar a un hospital”.
—¿Hubo algún momento en que usted creyera que el covid-19 no existiera?
—Sí, como no. Porque empezaron las noticias y empezaron a murmurar las redes que no era cierto, que estaban matando a la gente en los hospitales. Pues ahora con lo de mi esposo me doy cuenta que no era mentira y con los síntomas que me dijeron, toda nuestra familia los ha tenido. Todo eso llegaba por mensaje, las redes son muy malas.
Los trabajadores de «la ley»
El esposo de Angélica Gutiérrez es policía en el Estado de México, desde que empezó la contingencia sus jefes le dieron un tapabocas y unos lentes de protección, pero estos se los cobraron. Al oficial le costaron 40 pesos, también de su bolsillo se compró unos guantes, aunque sin mucha idea de para qué le podían funcionar.
Pero ni con eso el hombre evitó contagiarse. Empezó con malestar en la garganta, de ahí le llegó la temperatura, el cuerpo cortado, los dolores de cabeza y el vómito. Lo primero que pensó Angélica fue llevar a su pareja a una farmacia cercana a su casa donde normalmente acuden a consulta.
“Sinceramente en el ISSEMYM (Servicio Médico para Trabajadores del Estado de México) no tienen el medicamento, ya nos ha pasado en otras ocasiones como que dan la mitad del medicamento y así, así que dijimos mejor vamos directo a la farmacia. Tal vez sí gastamos un poquito más, pero luego es más seguro que se cure”.
En un principio el esposo de Angélica se recuperó, fue a trabajar. Hizo los recorridos por las calles del Valle de Chalco, cuidó tiendas de conveniencia como Oxxo, pero al final volvió a recaer con síntomas mucho más agudos.
Y no fue el único, Ángelica relata que al menos seis compañeros de la corporación cayeron enfermos. Ella cree que su esposo se enfermó con gente de la propia corporación “supuestamente había más compañeros que estaban enfermos. Pero nunca nos confirmaron”.
Angélica llegó al ISSEMYM de Valle de Chalco cuando su esposo ya tenía bronconeumonía.
—¿Sus jefes les dicen algo?
—No, supuestamente están al pendiente y ahorita como que lo van a mandar a cuarentena. No sé cómo lo vayan a manejar ellos.
Pero ahorita Angélica está muy preocupada por su esposo. Lo último que supo de él es que le pusieron oxígeno.
“Ahorita lo que me dicen es que me espere, porque lo van a trasladar. Ayer nos dijeron que lo iban a trasladar en la noche, pero pues hasta ahorita no sabemos qué pasa, supuestamente nos dicen que no hay cupo”.
Angélica cuenta que “en la colonia dicen que hay varios contagiados, también dicen que aunque no se hubieran muerto de eso les decían que tenían que firmar para decir que se habían muerto de covid”.
—¿Y eso?
—Me imagino que el gobierno, dicen que al parecer le van a dar un fondo para los hospitales, pero tienen como que comprobar cierta cantidad de muertos.
Un nuevo rumor.
Angélica dice que ni ella ni sus dos hijos no han dado muestras de contagio, que su esposo hizo bien en aislarse dentro de la casa para no contagiar a nadie más.
«A la compañera con la que comparto la cama le dio neumonía»
En el mismo hospital María M. Esperó cuatro horas para que la atendieran. Ella y otros cuatro compañeros llegaron directo de su lugar de trabajo. Ella prefiere no decir de donde vienen pero la chamarra de su uniforme está estampada “Custodia Penitenciaria”. Está pálida. Es fornida pero camina derrotada, como si tuviera un gran peso sobre la espalda, lleva un cubrebocas, aunque mal puesto, le sobresale la nariz, para respirar mejor y cuando tose usa las manos para cubrirse.
El doctor que toma el pulso de los pacientes regaña a María, cada vez que tose. Le explica malhumorado “tiene que cubrirse con la parte interior del codo, nos puede contagiar”. Pero ella volverá a toser sobre sus manos durante el tiempo que resta de la consulta.
María y sus compañeros usaron diversos camiones de transporte público antes de llegar al ISSEMYM, ubicado en el Valle de Chalco. Ahí tuvieron que esperar hasta medio día para que atendieran al primero de ellos en consulta.
María asegura “a nosotros no nos dieron mascarillas, las tuvimos que hacer nosotras”, explica que usaron playeras de algodón viejas, además de los tirantes de las blusas para ingeniar los cubrebocas. Ella lleva uno con estampados de flores. Incluso María optó por también usar guantes de cocina para protegerse. Y como ella usa anteojos nunca se acomodó con los lentes protectores que le dieron en la corporación.
Esta custodia gana casi 7 mil pesos al mes. Con eso mantiene a sus dos hijos y le ayuda a sus papás a llevar la casa en donde viven. “Yo soy el sostén de mi familia, por eso yo casi no me enfermo”.
En la cárcel que ella trabaja asegura que “nadie quiere ver el problema que ahí se está generando”. Dice que desde hace dos semanas empezaron a aislar a algunos reclusos en sus celdas por presentar síntomas, pero “ahí no se puede hacer mucho, de por sí ahí estamos todos encimados”.
—¿Ha tenido usted contacto con algún paciente de covid-19?
—A La compañera con la que comparto la cama le dio neumonía.
María fue diagnosticada como probable paciente de covid-19, el médico le recetó un par de medicamentos para aliviarse la fiebre y el malestar. Luego fue transportada en ambulancia hasta su casa donde tendrá que esperar a que los síntomas no empeoren, ella teme que la diabetes le complique las cosas.
El último adiós: sin sueldo siquiera
Una parte del Panteón San Lorenzo Tezonco de Iztapalapa, en Ciudad de México, se habilitó para enterrar a personas que murieron a causa de covid-19. Al lugar arriban decenas cortejos fúnebres todos los días. En estos días hay mucho trabajo. “Abrieron este espacio porque están llenos los crematorios”, asegura el chofer de carroza Hugo Ortiz.
Ortiz en realidad es chofer de taxi, pero últimamente en la mañanas hace servicios fúnebres para la funeraria privada Ángeles y en las tardes maneja su taxi. El chico no usa traje protector, porque necesita una talla extra grande. Además, explica que es demasiado caro e incómodo usar todas las medidas.
Su carroza que no es otra cosa que una camioneta familiar sin asientos. Saca del vehículo la caja de una paciente de 56 años que murió por “probable covid-19”. En el vehículo viajan también cinco familiares de la difunta.
Con ayuda de los sepultureros, Ortiz baja el ataúd de su camioneta. “Sanítizame”, le pide el panteonero y le echa con un atomizador alcohol en las manos. La caja está envuelta en plástico. Pero nadie usa trajes especiales, ni cubrebocas, ni protección para los zapatos o guantes.
Media docena de panteoneros que trabajan en este lugar dejaron los únicos trajes que les ha dado la administración entre los árboles que rodean el sitio. Están rotos y muy sucios. Prefieren sólo trabajar con la ropa de la delegación Iztapalapa. Usan sombreros y cachuchas decoloradas por el sol. Con palas y picos entierran y cavan los nuevos hoyos donde meterán los cuerpos que van llegando.
Ellos dan un servicio tras otro. Los muertos no dan tregua. Incluso mientras se llevan a cabo los entierros, las familias esperan su turno para enterrar a su difunto. Los panteoneros se sofocan con sus trajes sucios, pero se los ponen en cuanto el reportero gráfico comienza a fotografiar la escena.
—¿No te da miedo contagiarte?, se le pregunta a un panteonero Camilo González.
—El que no se muere de una cosa se va a morir de otra.
—¿Cuánto sacan por trabajar aquí?
—Pues depende de las propinas que nos traen. Hay unos que sí dan y otros que nada.
—¿Y la delegación qué les ha dado?
—Puros muertos.
Al terminar cada servicio, Camilo se quita la gorra y se la coloca en el corazón en señal de respeto, luego exclama a los presentes:
“Nosotros no recibimos dinero de ninguna institución, nosotros nos ganamos el pan de cada día con esa pequeña moneda que nos guste regalar de todo corazón. Nosotros se lo vamos a agradecer, Que dios les mande una pronta resignación y que lleguen con bien a sus hogares”.
Los familiares sacan algunos pesos de sus monederos o algún billete y lo echan a la gorra del sepulturero que pide propina para él y sus compañeros. El entierro es rápido, algunas familias cantan y rezan, la covid-19 provocó que se acortaran los tiempos de entierro. Pero aquí la muerte no deja de ser ceremoniosa.
Hay gente que fabrica con algunas ramas una cruz para su familiar, otros más afortunados traen flores blancas. Las familias se abrazan y lloran juntos. Los amigos de la familia dan el obligado pésame. Hay algunos que durante el entierro piden el servicio de un par de músicos que toca canciones tristes con un contrabajo y un viejo acordeón.
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