Morir de hambre o de coronavirus: el dilema de Lucía y Alejandra
Lucía vende chilate en el centro de Chilpancingo; Alejandra, ropa usada en colonias de la periferia. Para ninguna hay certeza de algún apoyo económico que mitigue los estragos de esta crisis que se avecina por la pandemia
Texto: Beatriz García de Amapola
En la capital, hay proveedoras de familia que no pueden quedarse en casa para evitar enfermarse de Covid-19. Son mujeres que trabajan sin prestaciones, que ante la falta de empleo autogeneraron su fuente de ingresos.
“O nos morimos de hambre o nos morimos del coronavirus”, responden.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) establece que en México 30 millones de personas se dedican al comercio informal.
En Guerrero, de acuerdo al secretario del Trabajo y Previsión Social del estado, Óscar Rangel Miravete, hay más de un millón de trabajadores informales.
Lucía y Alejandra forman parte de ese millón. Lucía vende chilate en el centro de la capital. Alejandra soluciona su vida diaria con la venta de ropa usada en colonias de la periferia.
La pandemia apaga la tradición de beber chilate en la capital
Cubos de hielo flotan en el líquido color café y espeso. La mujer que vende chilate toma una jícara, la llena con la bebida, eleva la mano y la deja caer en un chorro. Una espuma se precipita sobre la olla. Es chilate, la bebida prehispánica hecha de cacao, azúcar y canela.
Hace mucho calor en Chilpancingo a mediodía. El clima de primavera amerita tomar un vaso de chilate. Pero los compradores no llegan.
Las manos de Lucía, la vendedora de chilate, no paran. El ritual de elevar la jícara con la bebida y después vaciarla a la olla invita su consumo.
Desde hace 12 años, todos los días, excepto los domingos, Lucía Jerónimo, de 39 años, se dedica a la venta de chilate, una bebida típica de la Costa Chica de Guerrero. Con esto mantiene a sus dos hijas, una de 13 y otra de dos años.
Se coloca en una esquina de la calle Madero, a un costado del zócalo de la ciudad, cerrado desde el 3 de abril por el ayuntamiento para evitar la aglomeración de habitantes, como medida de prevención ante la propagación del nuevo corornavirus.
–¿Me da uno, cuánto cuesta? –le dice una mujer que lleva puesto un cubrebocas azul.
–Doce pesos la bolsa –responde Lucía a la clienta.
“Uno aquí se está arriesgando. Pero lo tienes que hacer porque hay unas personas que tienen que comer. Como está la situación quién no quisiera estar en su casa. Todos quisiéramos”, dice Lucía, mientras se lava las manos después de despachar.
Ella es una de tantos capitalinos que sortean los días de pandemia para comer y, en su caso, solventar los medicamentos de su hija de 13 años que padece rinitis alérgica.
La economista Valeria Moy, directora de México ¿Cómo Vamos?, sostiene que la informalidad es una especie de colchón que sujeta a la economía mexicana en momentos complicados.
La comerciante capitalina está consciente de la situación por la pandemia y de las indicaciones del alergólogo de su hija, pues si llegara a contagiarse le generaría consecuencias graves a su salud. Pero si Lucía no sale a vender, puede que ya no cuente con los 800 pesos mensuales para los medicamentos que necesita su hija.
El otro ritual de Lucía
Lucía sigue las indicaciones al pie de la letra para prevenir un contagio. Cada que despacha se lava las manos. Aunque no usa cubrebocas. Se dio cuenta que alejaba a los clientes, pues creían que estaba enferma. Cuando regresa a casa, sus hijas tienen lista en la puerta agua, jabón y cloro para que se lave las manos, ropa para cambiarse y otros zapatos.
Una vez que ingresa a casa, se baña de inmediato y lava la ropa que trajo durante las horas de la venta de chilate. Sólo hasta después abraza a sus hijas.
Todos los días tiene que tomar un taxi de la colonia Lomas de San Antonio al centro de la ciudad que le cobra 100 pesos. Paga cada semana otros 100 pesos de pisaje al Ayuntamiento. De la venta ahorra cada semana 200 pesos para juntar los 800 para el medicamento de su hija. De su venta también comen todos los días ella y sus dos hijas.
Las ventas de la comerciante se redujeron más del 50 por ciento en estos días. Ella lo comprueba porque cuando no había pandemia vendía dos ollas de chilate, en total 50 litros que acaba de 11 de la mañana a 3 de la tarde. Llegaba a vender hasta 800 pesos.
Luego de la indicación de las autoridades de los tres niveles de gobierno de “quédate en casa”, sólo vende la mitad. La mayoría de las veces unos 20 litros.
Dice que quienes le compran en este momento sólo son sus clientes, pues hay gente que desconfía comprar en la calle por miedo a contagiarse.
“Le compramos a usted porque ya la conocemos desde hace muchos años, sabemos de su higiene”, le dicen. Otras le piden que se cuide.
Su venta extra de pasta de chilate, y pedidos para eventos masivos se esfumaron a partir de que se decretó la pandemia.
Comerciantes de la ciudad solicitaron a las autoridades apoyos económicos o en especie para subsistir. Algunos han recibido despensas.
Pero el caso de Lucía es distinto. Las vendedoras de chilate no se han organizado para pedir apoyos. Una regidora, de la que no recuerda su nombre, les prometió despensas. Los citó a las 11 de la mañana un lunes en el barrio de San Antonio, pero cuando llegaron les dijeron que no había para ellos.
Acudieron a la Secretaría del Bienestar para saber si había algún apoyo. Ahí les dijeron que había un préstamo de 25 mil pesos, pero sólo a las personas que pagan impuestos a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP). Otra opción fue que entraran a las tandas que ofrece la dependencia, pero no les dieron esperanzas de que salieran beneficiadas.
Son casi las tres de la tarde. La única olla de chilate que ahora lleva Lucía aún no se termina. Le falta vender como cinco litros que, regularmente, en estos días, ya no vende después de esa hora.
Por temor a ser multada Alejandra dejó de vender ropa usada
El sol es infame con el rostro de la mujer. Ella está angustiada. Podría ser por la temperatura. Lleva tres horas afuera de Palacio de Gobierno, con otros 80 comerciantes, sin que ninguna autoridad los atienda.
Los comerciantes buscan apoyos económicos o alimenticios para ya no salir a vender y atender las indicaciones ante el coronavirus.
Les llegó el rumor de que si los ven en las calles vendiendo, los policías los quitarán y multarán.
Alejandra Amateco Ruiz, de 55 años, trae cubrebocas. Su voz se va apagando mientras habla con los reporteros. La angustia le cierra la garganta. Tiene miedo de contagiarse. Tiene miedo de ser desalojada y multada, y tiene miedo de quedarse sin comer.
Lleva ocho años comprando ropa usada a conocidos, familiares y amigos, para después ir a venderla a colonias de la periferia, como la Azteca, la Zapata, la Viguri. Una vez intentó en el pueblo de Petaquillas, ubicado al sur de la ciudad, pero no vendió nada. Coloca su ropa en el piso. Vende dos piezas por cinco pesos, o dos por 10 pesos. A veces hasta 35 pesos cada prenda.
Tiene asma crónica desde hace 12 años. Eso la hace vulnerable al Covid-19. Además, por ahora se hace cargo de su nieto que también tiene 12 años, pues su mamá, una de sus dos hijas, estaba en un pueblo de la Sierra, y ya no pudo salir porque cerraron el acceso por la pandemia.
Alejandra vive desde hace 17 años en la colonia Alborada. Su casa es un cuarto de madera, techo de lámina y piso de tierra. Tiene dos camas, un ropero, un sillón viejo y cuatro tabicones en el piso donde monta su fogón y cocina.
Al fondo de la vivienda hay unos trastes y unos tambos. La estufa y el tanque de gas se los robaron hace tres meses. La cama es el único mueble suyo. Lo demás es de su hija, la mamá del nieto.
En la entrada de la casa hay un cuarto pequeño de concreto y tabique que le construyeron por el programa federal del pasado sexenio Un Cuarto Más, donde recibe a quienes la visitan.
El jueves santo se atrevió a vender, pero sólo juntó 40 pesos. El domingo anterior a ese jueves vendió 600.
Alejandra lidia cada día con su asma crónica y la fisura en un brazo que no atendió por que no tuvo dinero para el médico.
Una vecina invita a comer a su nieto cuando ella no junta para la comida.
De los apoyos que solicitaron en el Palacio de Gobierno les prometieron una despensa, a ella no le han dado nada. Supo que sólo a unos comerciantes les entregaron.
Su único alivio es que su otra hija la tiene como derechohabiente en el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), donde le proporcionan el medicamento que necesita.
Antes de dedicarse a la venta de ropa usada, Alejandra lavaba ropa ajena a mano. A veces sacaba unas 15 docenas diarias. Así compró su terreno. Dejó de hacerlo porque el uso del detergente podría ser la causa del asma.
Por su cabeza ya pasó la idea de volver a lavar ropa ajena, aunque pueda agravar su salud. “Pero tengo que comer”, enfatiza Alejandra.
Tanto Alejandra como Lucía no saben qué les depararán los siguientes días. Quizá Lucía deje de vender su chilate si la pandemia se agudiza. Alejandra regresaría a lavar ropa, aunque su salud empeore.
Para ninguna hay certeza de algún apoyo económico que mitigue los estragos de la crisis que se avecina.
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