México frena paso de migrantes en la frontera sur y militariza centros de control
Gobierno mexicano mantiene un doble discurso, acusan una centena de organizaciones y académicos que recorrieron la frontera. Documentan militarización de centros de contención y control en la región; y violación a los derechos de la población migrante.
Las amenazas recientes del presidente de Estados Unidos, Donald Trump para que México detenga la “invasión” de migrantes bajo penas de cargas arancelarias, despertaron de nuevo discurso humanitario por parte del gobierno de este país. “Todos los migrantes merecen nuestro respeto, nuestra admiración y nuestra mano fraterna”, respondió el presidente Andrés Manuel López Obrador. Sin embargo, un recorrido por la frontera sur lanza a la vista otra realidad.
La contención y control migratorio pega todos los días. De ello pueden dar cuenta más de 1,600 migrantes de África y Haití que se encuentran detenidos en una estación migratoria provisional, en condiciones que semejan a un campo de refugiados, donde no tienen la opción de salir y comunicarse, porque su pasaporte y teléfono fueron requisados.
También lo pueden atestiguar otros cientos de personas que habilitaron chozas en las calles de Tapachula, con cartones, láminas y plástico. Tienen la intención de regularizar su estatus migratorio, pero han esperado semanas enteras sin ser recibidos por personal del Instituto Nacional de Migración (INM).
O quienes quedaron atrapados en municipios fronterizos porque únicamente lograron conseguir “tarjetas de visitantes regionales”, que les impiden avanzar en su ruta rumbo a Estados Unidos; y los cientos que están siendo víctimas de operativos de cateos en hoteles, transportes y calles.
Escapar, intentar avanzar rumpo al norte, es hoy un riesgo que se multiplica. En tan sólo 150 kilómetros que van de la frontera del Suchiate al municipio de Mapastepec, elementos de la Policía Militar que integran un sector de la Guardia Nacional, se sumaron a agentes de migración en al menos ocho puntos de contención. Cerrarles el paso a los migrantes es la consigna.
Militares, con permiso para intervenir
El pasado 20 de mayo una centena de policías militares y elementos de la Secretaría de Marina bajaron con escudos antimotines y armas largas en mano, frente a la Estación Migratoria Siglo XXI. Instalaron un campamento. Luego fueron extendiendo su presencia a lo largo de la frontera, en puestos de control que también se fueron multiplicando en la región.
El INM dijo que formaban parte de la Guardia Nacional y que apoyarían en el resguardo de estos lugares.
Una semana después, el 27 de mayo, en el Diario Oficial de la Federación se publicó la Ley de la Guardia Nacional, instancia que según el artículo 9, entre sus atribuciones, “actuará en aduanas, recintos fiscales, secciones aduaneras, garitas o puntos de revisión aduaneros, en auxilio y coordinación con las autoridades responsables (…) Realizará en coordinación con el Instituto Nacional de Migración la inspección de los documentos migratorios de personas extranjeras a fin de verificar su estancia regular”.
Es decir, “ahora habrá una persona con una arma intimidatoria que le podrá preguntar a los migrantes de dónde vienen, a dónde van, cuáles son sus documentos, una situación que hasta el momento no se había visto”, explica Fernando Ríos, integrante de la Red Nacional de Organismos Civiles de Derechos Humanos “Todos los Derechos para Todas y Todos” (Red TDTT).
Alethia Fernandez, especialista del Seminario Universitario de Desplazamiento Interno Migración, Exilio y Repatriación (SUDIMER), y el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Autónoma de México (UNAM), detalla que esta medida refleja “una enorme incongruencia en el discurso que hemos escuchado constantemente de que México es un país que no reprime, que México es un país con una política migratoria con un enfoque en derechos humanos”.
Ríos y Fernández forman parte de las y los representantes de más de 100 organizaciones de la sociedad civil de México, Centroamérica y Estados Unidos, académicos de la UNAM, UNACH y Universidad Iberoamericana, observadores de derechos humanos -entre ellos el Colectivo de Observación y Monitoreo de Derechos Humanos en el Sureste Mexicano, el Grupo Impulsor Contra la Detención Migratoria y la Tortura, el Grupo de Trabajo sobre Política Migratoria, la Red Jesuita con Migrantes Centroamérica y Norteamérica, y la Red TDTT- y periodistas, quienes entre el el 29 y 31 de mayo realizaron un recorrido desde la frontera que inicia en el río Suchiate, hasta los municipios que migrantes recorren en su ruta.
Fue en ese recorrido de observación cuando se disparó de nuevo el debate verbal entre los presidentes de Estados Unidos y México, por el tema de la migración. La verificación en campo no dio lugar a dudas sobre cómo viven las personas migrantes, más allá de los discursos políticos.
“Hay una contradicción del presidente Andrés Manuel López Obrador, cuando asegura que hay condiciones dignas para los migrantes, mientras opera todo un sistema para perseguirlos, para controlarlos, para condicionarlos, para meterlos en estaciones migratorias que son entornos torturantes”, subrayó Fernando Ríos, al analizar la acción de agentes militares y la estructura militar que está fortaleciendo la estrategia de contención a la migración.
Lo que pareciera únicamente una presencia disuatoria, “eventualmente tiene un impacto en el actuar cotidiano del funcionario de migración, al aumentar los niveles de maltrato, criminalización, porque está trabajando al lado de un militar. Esto genera un enfoque muy diferente de lo que era un enfoque administrativo (quienes ingresan sin documentar su estancia en México cometen, según la ley, una falta administrativa), a un proceso de criminalización”, acotó la especialista de la UNAM.
La llegada de militares para hacer trabajos de contención a la migración tomó por sorpresa no sólo a la población en tránsito, sino a los militares mismos. Así lo manifestó un coronel asignado al centro de control de Huehuetán.
“Ustedes tienen claro su trabajo, lo que tienen que hacer. Nosotros no. Nosotros fuimos entrenados para obedecer en situaciones extraordinarias. Acá no sabemos cuál es nuestro papel aquí”, confió, molesto, el uniformado a una de las integrantes del grupo de observación.
La espera en campos de refugiados
En 2018, poco más de 18 mil migrantes solicitaron refugio en México. En los primeros cuatro meses de 2019, la cifra ya alcanza 16 mil, según información de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR). El refugio, es uno de los recursos a los que tienen acceso migrantes que huyen de sus países para escapar de la guerra, la violencia, la persecución.
El refugio es una alternativa para quienes entran a México provenientes de países como El Congo, Camerún, Nigeria, Angola, La India o Haití. Pero México no es propiamente un país hospitalario. Estadísticamente ocipa el lugar 123 a nivel mundial en recibir a refugiados. En 2018 solo se dio refugio al 8 por ciento de las personas que lo solicitaron, según datos estadísticos de la Secretaría de Gobernación. La COMAR tenía pendiente resolver a 7 de cada 10 solicitudes, bajo el argumento de que estaban rebasados en su capacidad de respuesta.
Cada uno de los días de este año, decenas de personas solictantes de refugio hacen fila afuera de las oficinas de la COMAR de la ciudad de Tapachula. En el contexto de emergencia humanitaria que se vive en la frontera sur de México, quienes realizan la solicitud pueden considerarse afortunados. No es el caso de los miles de migrantes originarios de Africa, Asia y Haití, quienes durante más de tres meses esperaron, día y noche, afuera de la estación migratoria Siglo XXI, para iniciar sus solicitudes. Poco lo han logrado.
Con la llegada de la Guardia Nacional al lugar, fueron “persuadidos” para que se trasladaran a hacer la espera en el interior de las instalaciones de la Feria Mesoamericana.
Bajo cinco inmensas galeras de techo de lámina, el gobierno mexicano colocó colchonetas de 180 x 65 centímetros, una junto a la otra, como único espacio propio al que migrantes pueden acceder en este lugar.
Aniska nació en este lugar. Ella y su madre, Enite, durmen en una de esas pequeña colchonetas, al lado otros hombres y mujeres quienes apenas se conocen entre si. La única norma que medianamente se respeta en este lugar, es la agruparse por contienente o nacionalidad. Los más privilegiados se hicieron de una silla para sentarse, otros de pequeñas casas de campaña que pueden darles un poco de intimidad.
Enite habla algo de inglés y así logra explicar que lo prioritario para ella en este momento es tratar de comer algo de fruta porque la dieta a base de atún y arroz que le dan en este lugar, le impide a su cuerpo generar leche suficiente para amamantar a la recien nacida.
Junto a Aniska, una niña de unos 3 años se rasca intensamente las piernas y la cabeza. Para los 1,600 migrantes sólo hay disponible dos docenas de baños y unos 10 lavaderos. Hay miles de niños y niñas en estos centros de detención, con graves problemas sanitarios y en condiciones que fomentan que enfermen y propaguen enfermedades. El hacinamiento, altas temperaturas y lluvias, son una constante.
Salir de aquí parece lejano, más si no se tiene acceso a un traductor que les explique el procedimiento que tienen que llevar, si ni siquiera les permiten acercarse a los agentes del INM. Guardias privados fueron contratados para cuidar el interior del recinto.
“Hay más gente todo el día, más gente todo el día. Algunos días ellos (agentes del INM) llaman 20 africanos, 20 haitianos, 20 de la India. Hay mujeres africanas, niños africanos, mujeres embarazadas. Cuando muchas personas entran juntas no saben qué va a pasar. Así las cosas nos dejaron a nosotros aquí, no sabemos cuando vamos a salir. Nosotros no tenemos acceso a nada, se quitan los teléfonos, se quita el pasaporte” al entrar, explica Jordan, originario de Haití.
Él llegó a la frontera sur de México el 28 de marzo y aún espera realizar su solicitud de refugio, como otros miles que se sumarán a las largas lista de la COMAR. Los días transcurren uno tras otro en este lugar que en los hechos es un campo de refugiados habitado por migrantes que no han podido hacer una solictud para regularizar su estancia en el país. En la espera nada cambia salvo el estado de ánimo que se deteriora cada día.
Daniella Burgi, de la organización Latinamerica Working Group, ubica claramente estos obstáculos burocráticos que complocan y alargan los proceso de espera, como parte de una estrategia de desgaste y contención que disuadir a las personas migrantes para que desistan.
“Esto es doblemente grave porque las personas ya vienen de un contexto de trauma y de violencia en sus países (…) las autoridades han manifestado sentirse rebasadas, sin recursos económicos, y esa falta de recursos suficientes se toma como pretexto para permitir las actuales situaciones en las que se encuentra la población migrante”, advierte.
Inmovilizados
Afuera la espera no parece ser diferente porque en los hechos, salvo que se tomen rutas de extravio por lugares controlados por la delincuencia organizada, las personas migrantes están atrapadas en la región, de una u otra forma.
Josué es cubano. El 23 de marzo se integró a la caravana de migrantes de El Caribe y Centroamerica. Fue la primera en donde la población migrante de Cuba tomó un papel protagónico. Cansados de largas esperas en las oficinas migratorias, un día decidieron protestar; la respuesta de las autoridades fue la cancelación de los trámites de regularización. Por ello unas 3 mil personas emprendieron la marcha rumbo al norte, a pie.
No avanzaron más de 150 kilómetros cuando fueron interceptados y obligados a permanecer en un albergue provisional instalado en un campo deportivo del municipio llamado Mapastepec. También ahí tuvieron que esperar varias semanas hasta que intentaron nuevamente avanzar, entonces vinieron las detenciones masivas. A partir de ese momento más de medio millar de migrantes cubanos han sido detenidos y deportados.
Josué y unas 80 de sus compatriotas optaron por aceptar recibir tarjetas de visitantes regionales, documento que les permiten trabajar, pero los confinan a permanecer en el estado de Chiapas. Si salen del estado serán deportados.
La amenaza los ha inmovilizado. Se sienten atrapados física y psicológicamente en el pequeño poblado de apenas una veintena de calles. Cada día, explica Josué, él y un grupo de jóvenes migrantes se acerca a las instalaciones deportivas donde ahora solo hay una carpa rasgada que colocó la UNICEF, y unos techados de palma donde cuelga un cartel que dice “migrante”.
“Vengo para ver si pasa algo, si alguien viene (…) a nosotros nos dijeron que nos iban a dar la tarjeta de visitante por razones humanitarias y con esa sí podemos seguir el camino. Yo ví las tarjetas, sí nos la iban a dar pero después las cambiaron. A lo mejor si decimos que nos las dieron y las perdimos, las podamos obtener”, dice como para si mismo. De momento la ilusión de que esa tarjeta haya existido y en algún momento pueda acceder a ella, es el único escape que tiene.
Los impactos emocionales no se perciben pero forman parte de esa otra forma de control que busca inmovilizar a la población migrante. La incertidumbre, el caos, la inseguridad de dar un paso que lleve a la deportación, acompaña no sólo la percepciones sino la cotidianidad de cada migrante varado en la frontera sur.
Kenout, su esposa y su bebé de meses, originarios de África, ya habían conseguido que el gobierno mexicano les diera un pase de salida del país con vigencia de 20 días. Este documento les ordena abandonar México por cualquiera de sus fronteras. Es un recurso utilizado por la población migrante para llegar hasta la frontera norte sin ser detenidos, y pedir asilo en Estados Unidos.
Sin embargo, el viernes 24 de mayo, cuando juntaban recursos económicos para avanzar, su esposa fue recluida en las instalaciones de la Feria Mesoamericana. La falta de un traductor hizo imposible que ella explicara que ya tenía el pase de salida.
Kenout quedó en la calle con su bebe lactante, quien no para de llorar por la falta de alimento. A sus 26 años, los ojos de este joven migrante también se tornan acuosos por el llanto cuando con ayuda de una misionera logra explicar su situación a una integrante de la Red Jesuita con Migrantes.
A Velky Berotera se le quiebra la voz cuando explica que la mañana del 31 de mayo su esposo Gerald Zavala y sus hijos de 8 y 10 años, fueron bajados del transporte público en la ciudad de Tapachula, y recluidos en el interior de la estación migratoria Siglo XXI.
La familia hondureña compuesta por cinco miembros tiene iniciada ante la COMAR una solicitud de refugio, y ello los faculta para transitar en la región libremente. Eso no importó a los agentes migratorios y policías que los detuvieron cuando se dirigían al centro de la ciudad.
La situación de Kenout, Velky no son una excepción sino la regla. El discurso oficial haciendo llamados para que migrantes entren al país de forma documentada se confronta con la cotidianidad que cada día viven miles de personas en tránsito.
Basta detenerse unos minutos afuera de las estaciones y oficinas migratorias para dar cuenta de decenas de personas que intentan ser migrantes regulares y son nuevamente vulnerados en sus derechos. La regla es entonces el caos, la incertidumbre, el miedo que inmoviliza. De una u otra manera, el gobierno mexicano busca frena el paso de migrantes en la frontera sur.
Organismos humanitarios que recorrieron la zona, hicieron un llamado al Estado mexicano para transitar de una política migratoria basada en seguridad nacional como está siendo ahora; a una centrada en la seguridad humana, que respete los derechos de las personas que migran, y que no coloque a las personas en tránsito como moneda de cambio de acuerdos económicos.
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