Un eslabón en el tráfico de migrantes
-¿Carlos? ¿Tú eres Carlos?
-Sí –respondió a la voz desconocida, del otro lado de la línea.
-Quiero que me ayudes con una chamba. Al rato te van a llegar unos chavos de Guatemala y quiero que me apoyes en comprarles su boleto a Reynosa… que vayas a la terminal de autobuses, les compres su boleto, agua, comida, medicinas si necesitan, un celular, me pasas el número y les llevas sus cosas. Por cada uno vas a ganarte tu comisión de 500 pesos y si vemos que vamos trabajando bien, a’i te voy ayudando con otra lana. Si quieres, piénsalo y al rato te llamo- dijo esa voz, masculina, sin pausas.
No había mucho que pensar. Carlos, un hombre casado de 33 años, recepcionista en un hotel de paso en la ciudad de Puebla donde no ganaba lo que necesitaba para vivir, aceptó la propuesta arriesgándose, incluso, a que fuera una trampa o una broma. No se cuestionó cómo habían dado con él, cómo lo habían elegido o cuántos más eran “contratados” de esa manera.
Se convertía así en un eslabón más de una red de tráfico ilegal de personas migrantes. Un negocio que genera ganancias anuales por seis mil 750 millones de dólares, según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito.
Elmer y Salvin
Elmer y Salvin están sentados afuera de la parroquia de San Felipe Hueyotlipan, en Puebla. Llegaron aquí desde Honduras y mientras esperan al padre para pedirle hospedaje, en ese cuarto habilitado desde hace años para ofrecerles cama y baño, estos primos veinteañeros se llenan la panza con pan y refresco de fresa.
Aunque esta parroquia no funciona como albergue, la ubicación estratégica -a un costado de las vías del tren y a espaldas de la terminal de autobuses- atrae desde hace tiempo a los migrantes que comenzaron a verse en el resto de la ciudad en los últimos dos años.
El viaje de Elmer y Salvin comenzó hace apenas cuatro días y parecería más bien un viaje de turistas. Luego de cruzar la frontera sur abordaron un autobús en Chiapas hasta Puebla por 970 pesos.
Quienes pueden costearlo se arriesgan a viajar así y para engañar a los retenes que encontrarán a lo largo de la carretera, se visten de uniforme escolar o de traje para simular su asistencia a un Congreso. Aun así, la Policía Federal puede lanzarles preguntas capciosas como el nombre del cinturón, si la persona responde “cinto” será bajada del autobús.
Elmer viste sencillo: camisa roja de cuadros y pantalón de mezclilla; Salvin, más moderno: playera azul, pantalón de mezclilla, gafas, reloj y un anillo de plata en la mano izquierda.
II.
Los alrededores de la central de autobuses de Puebla se parecen a los de cualquier terminal en cualquier parte del país: puestos ambulantes de piratería, comida, banquetas laberínticas y peligrosas para el despistado y el turista.
Al salir del enorme complejo de concreto que es la terminal, taxistas y microbuseros ocupan casi todos los carriles de la avenida principal peleando por pasaje. Justo ahí, entre puentes y desniveles vehiculares, mallas de acero y comercios, hay una decena de hoteles que por 200 o 300 en efectivo e, importante, sin preguntas ofrecen una habitación. En uno de esos trabajaba Carlos.
Cuando llegaron los chavos de Guatemala, Carlos los recibió como a cualquier huésped, los registró sin mucho esmero y los llevó a su habitación:
-¿Tú eres Carlos?- preguntó alguno de ellos.
-Sí- respondió.
-Sale.
Le entregaron el dinero para que hiciera todos los encargos: comprarles boletos a Reynosa por 970 pesos, agua, comida y un celular, cuyo número envió, al día siguiente, en cuanto los guatemaltecos abordaron el autobús, junto con un mensaje:
“Tus chicos ya van en camino, en el ADO número X, van para Reynosa”.
Apenas vio partir a los hombres, Carlos se olvidó de ellos.
Desde ese día comenzó a trabajar como “guía” de migrantes para un traficante de Guatemala y otro de Chiapas. Cada pollero le enviaba sus “clientes” que no debían conocerse entre sí. Jamás. Aun cuando viajaran en el mismo autobús.
Carlos recibía diario al menos a una persona de Centroamérica que llegaba a Puebla a bordo de un tráiler desde Chiapas, en calidad de chalán o ayudante del trailero –otra pieza de la red-, de quien todos se quejaban porque si bien podía dejarlos frente al hotel, solía abandonarlos al pie de la autopista, a unos 7 kilómetros de la terminal de autobuses, en territorio desconocido para el extranjero.
Durante dos meses la dinámica fue la misma. Carlos veía pasar rostros esperanzados en busca de una vida mejor, y empezó a suponer que, en verdad allá, del otro lado, se cumplía el sueño. Según el Instituto Nacional de Migración, cuatro de cada diez migrantes utilizan pollero para atravesar el territorio mexicano. La mayoría son de Honduras, Guatemala y El Salvador.
La necesidad o la ambición pueden ser peligrosas para un hombre ingenuo o demasiado optimista. Quién sabe qué tanto de ingenuidad u optimismo tenía Carlos, cuando se le metió en la cabeza una idea: cruzar la frontera él también.
Puebla en la ruta
“En el último par de años, Puebla se ha convertido en parte de un circuito migratorio que viene del sur al centro del país para, de aquí, distribuirse al occidente o seguir la ruta del Golfo o ir hacia el norte”, explica Irazú Gómez, responsable del Programa de Migración del Instituto de Derechos Humanos Ignacio Ellacuría SC, de la Universidad Ibero Puebla.
Un monitoreo en los albergues, en los cruceros y en los registros del Instituto Nacional de Migración (INM) le permiten detectar un incremento en el flujo migratorio de enero a agosto del 2013, que luego bajó y nuevamente repuntó entre marzo y abril de este año.
La delegación del INM en Puebla reportó que en el 2012 deportó a 713 personas centroamericanas; en 2013 fueron 925 y de enero a abril del 2014 van 568, por lo que podría advertirse un incremento paulatino.
“Están llegando grupos de 4, de 10, de 8 migrantes que venían en caravana pero que han decidido tomar otra ruta, o quedarse un poco en Puebla o en otras ciudades para ‘charolear’ y seguir el camino”, dice Irazú Gómez.
Y justo es ése el plan de Elmer y Salvin, descansar un par de días y continuar su camino al norte, otra vez en camión. Un trayecto por el que deberán pagar cerca de 1300 pesos.
III.
Luego de juntar los 45 mil pesos que le pidieron los mismos polleros para quienes trabajó, Carlos les recomendó a un suplente de confianza para ocupar su lugar en la cadena: Juan, su hermano menor.
Juan sabía con mucha más claridad que el trabajo de “guía” se trataba en realidad de un delito federal por el que podía pasar de ocho a veinticuatro años en prisión, según la Ley de Migración, pero pensaba en Carlos, y en la ventaja que suponía estar en contacto con quienes trabajó su hermano.
Aceptó.
Además él tampoco tenía un trabajo bien pagado, a pesar de que apenas dos años antes había terminado su licenciatura en Comunicación. En 2013, Puebla ocupó el tercer lugar nacional en desempleo, engrosado en 40 por ciento por jóvenes de entre 18 y 24 años.
Durante siete días como “guía” ganó 7 mil pesos.
“Cuando mi hermano se fue, yo los identificaba por su físico, me decían ‘va un chico, se llama así, es alto, es así, moreno, delgado, lleva una camisa roja o cualquier seña’. Yo llegaba, los identificaba, le decía ‘¿tú eres, fulano?, ah, pues sale’. Me daban el dinero, les compraba las cosas, yo a ellos no los exponía para nada”, cuenta.
Si bien él sólo debía llevarlos a salvo hasta el autobús, estaba consciente de que el riesgo para las personas migrantes no terminaba ahí, pues existía la posibilidad de que un retén militar o de policía federal terminara con su viaje. Luego descubrió que algunos traían credenciales del IFE:
–¿A ver, cómo te llamas?
–Me llamo… este… Manuel.
–¿Seguro, te llamas Manuel?
–Sí, pues así dice acá, en mi credencial.
–A ver, préstamela. ¡Sí te pareces!, ¿qué les tomaron foto o qué?
–No, es que allá en Chiapas y en Guatemala hay gente que se dedica a eso, no sé si se las roba o las hace, o no sé cómo le harán pero tienen su catálogo de credenciales.
Luego de un par de días, los traficantes le dijeron que mejor buscara otro hotel porque ese, donde había trabajado Carlos, ya no era seguro. Tenía que ser uno con las mismas características y por el mismo rumbo.
Así lo hizo. Y con el cambio de hotel cambió también su estrategia: comenzó a tomar un taxi para recoger a los migrantes y llevarlos a la terminal de autobuses, con la recomendación de que: si los detienen, no me conocen.
Juan sospecha que los dueños de los hoteles sabían del tráfico porque sin mayor precaución él podía recibir el dinero de los migrantes en el lobby. A veces, como le recomendaron los polleros, entraba y preguntaba por ellos y sin más, lo dejaban entrar. Otras veces el dinero no se lo daban los migrantes, sino que sus empleadores le depositabanen Elektra, y luego de cobrarlo, compraba los boletos, a veces ropa y medicinas porque se enfermaban del estómago.
Mientras Juan la hacía de “guía”, su hermano estaba en camino al otro lado. Pero al cabo de una semana se detuvieron las llamadas de los polleros y tampoco tenía noticias de Carlos. Juan les marcó en más de una ocasión a los dos hombres pero le dijeron lo mismo: que esperara. Y esperó.
Pasó un par de semanas más sin que supiera nada. Llegó a temer que hubieran detenido a sus jefes y que Carlos estuviera en problemas, aunque las probabilidades eran bajas: en todo el sexenio de Felipe Calderón, sólo se detuvieron a 426 personas.
Pero Carlos ya estaba en Estados Unidos. Aunque no como él había imaginado.
Explotación a menor escala
La mujer no dice su nombre. Sus rasgos afrodescendientes, piel oscura, cabello chino, gruesos labios y el acento de su voz la delatan, aunque ella diga que es de Oaxaca. Parece angustiada y sus ojos a punto de llorar. Lleva un pants amarrado con un mecate, una playera y una gorra. Todo le queda grande. Está “charoleando” en un crucero donde casi siempre hay migrantes, cerca de las vías del tren que dividen un barrio pobre y uno de lujo.
En el mismo crucero hay un hombre que dice ser de El Salvador y llamarse Yoni, pero no lo parece. Más bien tiene pinta de indigente. A distancia, está atento de la mujer.
Yoni podría ser parte de una banda local organizada que explota migrantes y que, según testimonios recogidos por las personas encargadas de los albergues, les cobran derecho de piso en los cruceros quitándoles hasta el 75 por ciento de lo que juntan en un día, que en promedio va de los 130 a los 230 pesos.
Algunas bandas están más organizadas que otras: “rolan” a los migrantes en diferentes cruceros, un día pueden estar en afuera de un fraccionamiento y al otro frente a un mercado. Junto al migrante que pide, siempre está el “halcón” vigilando.
Los riesgos en la tradicional ruta migrante que corre por las vías del tren, explica Gustavo López, investigador de la Licenciatura en Sociología de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, han hecho de esta ciudad una opción. Sin embargo, pronto fue coptada por bandas locales de crimen común que vieron en los migrantes un botín. Se dice incluso, que la organización política Antorcha Campesina podría estar detrás de las extorsiones, pues de por sí cobra “piso” a los vendedores ambulantes en zonas populares de la ciudad.
Este tipo de prácticas se engloban en el delito de trata de personas, que según la Ley General para Prevenir y Sancionar la Trata de Personas lo comete “quien promueva, solicite, ofrezca, facilite, consiga, traslade, entregue o reciba, para sí o para un tercero, a una persona, por medio de la violencia física o moral, engaño o el abuso de poder para someterla a explotación sexual, trabajos o servicios forzados, esclavitud o prácticas análogas a la esclavitud, servidumbre, o a la extirpación de un órgano, tejido o sus componentes”.
La Organización Internacional para las Migraciones estima que anualmente alrededor de un millón de personas se convierten en víctima de este delito. La Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico estima que este crimen genera 32 mil millones de dólares al año. En México se desconocen las cifras.
IV.
Carlos debió sonreír cuando pisó suelo gringo. Se metió como pudo a un auto, junto a una docena de personas que iba para Washington.
Quizás el viento le daba en el rostro prometiéndole cosas buenas cuando una patrulla les marcó el alto. Que eran puros migrantes no había duda, pero el primer policía no manifestó intenciones de detenerlos. Fue el otro, uno de nombre latino, quien les pidió sus papeles. Y hasta ahí llegó el sueño. Carlos fue llevado a un centro de detención, una bodega enorme en algún lugar de Estados Unidos del que nunca tuvo certeza.
Ahí se encontró con varias de las personas que pasaron por el hotel, a las que puso en un camión y miró marchar confiado. Varias le reconocieron. Recordaron su nombre, le preguntaron qué hacía ahí, le contaron que llevaban meses esperando la deportación, algunas lloraron.
Carlos tuvo que mirarles a los ojos y contestar sus preguntas, escucharles, quizás bajar la mirada e intentar un abrazo, o dar explicaciones sin sentido. Debió costarle comprender. Debió hacer un esfuerzo por repasar los últimos meses de su vida desde aquella llamada. Debió doler, debió sentir pena o tal vez coraje.
El 2008 de Lara Grajales
La ciudad de Puebla es amable y generosa hacia el migrante que pide. La gente entiende la situación de quien “charolea” y asume que está de paso, no le relaciona con el crimen ni la delincuencia.
Esa mirada poblana hacia “el otro” cobró dimensión nacional en el 2008, cuando los reflectores conocieron el municipio de Rafael Lara Grajales, paso obligado del tren proveniente de Tierra Blanca, Veracruz, que va para Lecherías en Estado de México. Era octubre y aparecieron personas desnudas corriendo por las calles del pueblo, implorando ayuda. Los vecinos respondieron al llamado y descubrieron una casa de seguridad donde tenían secuestradas a unas 60 personas de Honduras, El Salvador y Nicaragua. La violencia se desató esa tarde, sobre todo cuando descubrieron la complicidad de policías municipales.
V.
Habían pasado veinte días desde su salida de Puebla cuando volvió a hablar con su hermano.
–Estoy en Reynosa –le dijo por teléfono.
–¿Qué, a poco no pasaste?
–Sí, ya estoy de regreso
–¿Por qué?
–Allá te platico –contestó con voz cortante, desanimada.
Y le dio indicaciones para que su esposa depositara urgentemente 5 mil pesos a nombre de una mujer. Al volver, le contó todo.
Juan recuerda todo con cierto pesar. Hay un dejo de vergüenza en su tono, pero se empeña en recalcar que él trataba bien a los migrantes, los cuidaba, y en la medida de lo posible los protegía.
Jura que no volvería a hacerlo, ni siquiera por el dinero, aunque sigue sin encontrar un trabajo decente relacionado con sus estudios universitarios.
Los traficantes no volvieron a buscarlos. Tampoco ellos lo intentaron. Seguramente alguien más lo ha reemplazado.
Se autoriza su reproducción siempre y cuando se cite claramente al autor y que el texto forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations.
Mely Arellano, gracias por tu texto.
Es revelador y con gran sentido humano, lejos de estadísticas o numerologías.
Te deseo mucho éxito en ese proyecto y los demás que asumas.
Saludos desde Chiapas