¿Quién le teme a la soledad?

Saúl López de la Torre.- Aquel pobre hombre tenía un haz de contradicciones en el interior del alma. Dotado de un innegable empaque de líder, gozaba escribir con intensidad semejante a la de un orgasmo. No ignoraba que para sortear las aprensiones de la vida el líder requiere el aplauso atronador de las multitudes con la misma fuerza que el escritor el sosiego y el silencio de la soledad. Pero él era líder y era escritor. Escribía sus discursos colegiadamente, rodeado de amigos conocedores de los acontecimientos, sensibles al arte de la escritura, duchos en las técnicas del debate. Así, cuando trepaba al podio dejaba el texto que ya se sabía de memoria en el atril y sus palabras retumbaban con buen ritmo, rasgando como con un estilete la conciencia de la muchedumbre congregada en la plaza pública para escucharlo, vitorearlo y enardecerse. Ni a él ni a sus colaboradores les tomaba de sorpresa que sus palabras (pronunciadas con la cadencia, el tono y la intrepidez de un animador de circo) embonaran como piezas de relojería en las muescas anímicas de la gente que suele acudir a los mítines, porque conocían a fondo los amasijos nerviosos que impulsan las ondulaciones del alma y el dolor del desconsuelo. Aquel pobre hombre les infundía esperanzas, aunque no fuese capaz de mejorar en lo más mínimo la triste circunstancia que los hundía en el lodazal de la desilusión y la desidia. En medio del barullo, el griterío y los manotazos al aire, él alzaba la mirada hacia el tremendo silencio de las nubes grises que envolvían las distancias, como encolerizadas por la aproximación del sol. Se acercaba el momento de quedarse solo, magullado por los apretujones febriles de la masa. “El silencio es lúgubre y es hermano siamés de la soledad. Detesto el silencio. Temo a la soledad”, musitaba. En un claro del cielo veía inscrito, como por la mano de Dios, el verso estremecedor del poeta Carlos Pellicer: “Por el hueco de un árbol podrido pasa el verde silencio del quetzal”. Y en sus pensamientos aparecía límpido un desfile de frases que quizás había leído en los libros o aprehendido en alguna velada con sus correligionarios intelectuales, para almacenarlas en la corteza de la memoria: “Estos momentos tan efímeros son como un fuego que corre por una llanura, como un resplandor de relámpagos en la profundidad de las nubes. Despiden destellos en la noche de los tiempos. Son sueños de hombres, semilla de naciones, embriones de imperios”. Las abismales pausas de sus discursos expandían la densidad del silencio. Miles de miradas confluían en la recia armazón de su maxilar, concentradas en la ausencia de la parábola venturosa, en el mudo llamado a la rebelión. El pobre hombre agitaba el manojo de hojas de su discurso y exhalaba una retahíla de consignas. Enronquecía su poderosa garganta, igual que el coro terrible de la garganta multitudinaria. A la exaltación del griterío le sucedía el estruendo del aplauso y en seguida el más incisivo marasmo, como si al final de estos momentos tan reacios a perdurar en el flujo del tiempo, todas aquellas mentes angustiadas hubiesen descubierto que entre ellos sólo existía el vínculo del silencio y el implacable mazazo de la soledad.

El tropel de la mancha humana inundaba el laberinto de calles y callejones, como si huyera de la peste o de una amenaza intangible o del temor de ser sorprendida en el cumplimiento de un misterioso deber. Pero al fraccionarse aquel rostro masivo en muchos miles de rostros individuales, el paroxismo de la pasión colectiva se difuminaba en la placidez de la resignación.

Ya en el refugio de su vivienda, para ordenar sus ideas, el líder escribía. Pero nunca en silencio ni solo. Necesitaba escuchar los taconeos de su esposa, el rugido de la aspiradora, el golpeadero de cacharros en la cocina, los ladridos y el incesante retozar del perro, el traqueteo del tráfico. Abría las ventanas para recrearse con los claxonazos, las mentadas de madre de un conductor a otro, el rechinido de las llantas, el pregón de los vendedores, las carcajadas de la chaviza revoltosa. Reforzado por el excitante ruido, antes de emprender el tecleo tenaz de su computadora, pensaba en el ocaso de la vida luminosa de Nelson Mandela, prisionero ahora en un cuarto de hospital. Y declamaba en silencio el poema de William Ernest Henley que acompañó al héroe bíblico en la soledad de la cárcel de Robben Island, a siete kilómetros de las costas de Ciudad del Cabo:

“Más allá de la noche que me cubre negra como el abismo insondable, doy gracias a los dioses que pudieran existir por mi alma invicta.

En las azarosas garras de las circunstancias nunca me he lamentado ni he pestañeado.

Sometido a los golpes del destino mi cabeza está ensangrentada pero erguida.

Más allá de este lugar de cólera y de lágrimas donde yace el Horror de la Sombra, la amenaza de los años me encuentra, y me encontrará, sin miedo. No importa cuán estrecho sea el portal, cuán cargada de castigos la sentencia, soy el amo de mi destino: soy el capitán de mi alma”.

Saúl López de la Torre

saul-1950@hotmail.com

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