“Estamos rotos por dentro”: liberados de Acteal
En el cuarto aniversario de su excarcelación, el primer grupo de indígenas exonerados siguen viviendo hacinados en pequeñas habitaciones, en espera de reconstruir su vida lejos de Acteal.
“Lo que paso, pasó y ya. Ahora hay que ir empezando una nueva vida”, señala Lorenzo Ruiz, sentado en una silla de madera, a la entrada de la casa que comparte desde agosto de 2009, con 14 de los indígenas que ese mes fueron liberados por mandato de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
Ese día la Corte les otorgo la libertad “simple y llana”, luego de considerar que se cometieron irregularidades en el juicio a que fueron sometidos 78 indígenas originarios de distintas comunidades del municipio de Chenalhó, acusados de ser autores materiales de la masacre de diciembre de 1997, ocurrida en el poblado de Acteal, donde murieron 45 personas.
El primer grupo de indígenas liberados pasó de la cárcel al destierro, luego que el gobierno de Chiapas le pidió no regresar a Chenalhó, “ni siquiera de visita”, porque los sobrevivientes de la masacre los seguían considerando culpables de las muertes, y su presencia en la región podría provocar un nuevo conflicto. Con el tiempo este nuevo destino lo compartieron los 73 indígenas que hasta el momento han sido liberados.
“Cuatro años y seguimos acá”
“Nosotros hicimos un convenio (con el gobierno de Chiapas) de que en tres o cuatro meses y ya estaría listo (el lugar para ser reubicados, que para cada familia constaría de un terrenos para cultivo, una casa y proyectos productivos). Ya han pasado casi cuatro años y seguimos acá, en esta casa, donde solo hay cuartos pequeños”, explica Bartolo Pérez Díaz.
“Quien sufre mucho son los niños, como yo que tengo tres. Uno de 7 años que ya está en la escuela”, explica Bartolo, mientras intenta hacerse un espacio entre una cama, una mesa, un espacio donde su esposa habilitó una tabla que sirve como cocina; y la ropa, los trates y una televisión a cuya pantalla se aferran los tres niños, sentados como pueden en esa pequeña habitación. Cada una de las 14 familias que acompañan a los indígenas tienen un espacio semejante.
La casa común se ubica en una zona céntrica de la capital de Chiapas, a más de 200 kilómetros de Acteal y de las comunidades vecinas de donde son originarios los liberados. En otro tiempo el lugar fueron oficinas, ahora los indígenas hicieron divisiones con tablaroca, para lograr un poco de intimidad entre cada familia.
Improvisaron algunas paredes en la azotea, para tener más cuartos. Comparten entre todos dos baños, un espacio para la estufa de uso común, y un patio de seis metros cuadrados. Por todas partes se escuchan el llanto o los juegos de los niños, y las voces de las mamás que en tzotzil intentan mantener un poco de orden entre el hacinamiento.
El convenio con el gobierno contempla “apoyo para la alimentación”. En la práctica, cada uno de los indígenas puede gastar hasta 1,500 pesos mensuales, y previo comprobante de compra, pedir el reembolso del gasto ante la Secretaría de Gobierno.
“¿Cómo voy a mantener a mis tres hijos y mi esposa en la ciudad, donde todo es mucho gasto? Yo estoy trabajando de vender chicles en la calle para tratar de mantener a mi familia. Por eso ya de una vez queremos trabajar en el campo, y que el gobierno cumpla lo que prometió”, demanda Bartolo.
Un terreno para sembrar jocotes, y una casa sin servicios
El primer grupo de indígenas liberados ya logró la dotación de cuatro hectáreas de terreno para cada uno de ellos, sin embargo su posesión es bajo el sistema de comodato, y no será completamente de ellos hasta cinco años después que la empiecen a habitar, según el acuerdo que firmaron con la Secretaría de Gobierno.
“Ya tenemos el terreno en Acala –un municipio de clima seco, ubicado en la zona centro del estado-, también nos construyeron dos cuartos y un baño para cada familia. Pero no hay luz, ni agua. La casa tampoco tiene cocina”, explicó Lorenzo, quien representa a unos 43 de los liberados, entre ellos los 15 que salieron el mes de abril.
“Todo va muy lento. A otro grupo le compraron tierras en Villaflores –también en la zona centro-. Estamos pensando cultivar maíz, frijol y jocote (una fruta que crece en las zona semiáridas); pero no conocemos bien qué tipo de tierra es, y si nos dará la siembra”.
Para sembrar, explica, requieren de instrumentos de labranza y semillas. En poco menos de un mes empieza la temporada de siembra, y no cuentan con ninguno de esos insumos. Aún cuando los tuvieran, la cosecha sería seis meses después, y la calidad y cantidad dependerá de la fertilidad del terreno.
“¿Y si nos vamos y el gobierno se olvida de su compromiso? ¿De qué vamos a vivir? ¿Con qué vamos a mantener a nuestros hijos? ¿A qué escuela los vamos a llevar?”, se cuestiona Lorenzo. Explica que no han tenido ningún compromiso por parte del gobierno que desde 2012 encabeza el gobernador Manuel Velasco.
“No está completa la conciencia”
La incertidumbre que tienen los indígenas liberados, cuyas edades oscilan entre los 35 y 70 años, no es sólo por su futuro económico. Al menos uno de cada tres de ellos perdió a sus esposas, por decisión de ellas de suspender la relación; y en otros casos por fallecimientos prematuros.
Miguel Luna Pérez contrajo bronquitis asmática cuando estuvo encarcelado. Su esposa se separó de él. Ahora vive sólo con su padre, de casi 70 años de edad. Él ya no puede hacer esfuerzos físicos, y de acuerdo al diagnóstico médico, ya no tiene curación.
“No tengo quien me ayude, quien me cocine, quién me lave la ropa. Cuando hay mucho viento o polvo, siento que me asfixio. Hice una solicitud para que en vez de terreno me den una casa en la ciudad, pero no me han resuelto.
“Me preocupa que cuando se vayan mis compañeros el gobierno y todos del olviden de mi. Me voy a morir porque no puedo trabajar, y no tengo para comprar mis medicamentos… La cárcel nos afectó”, señala mientras hace esfuerzos por controlar su respiración que se agita cada tanto.
Antonio Gutiérrez también quedó sin esposa durante los 12 años que estuvo en prisión. Sus dos hijos crecieron solos. Edilio, su hijo que ahora tiene 23 años, recuerda: “no teníamos nada que comer. Tengo una hermana y sufrimos mucho. Cuando enfermó mi mamá pedimos mucho dinero prestado y ahora todavía debemos 14,000 pesos”.
“Moramente nos afectaron porque nuestras familias enfermaron, fallecieron; otras mujeres se fueron con otro hombre por no aguantar los sufrimientos, muchas familias se rompieron”, explica Antonio, quien con el tiempo volvió a tener una relación y ahora, a sus 40 años, tiene hijos de brazos.
Parte del acuerdo con el estado contempla apoyo psicológico para recuperarse de las heridas emocionales, y superar el destierro. Esta tampoco ha llegado.
“Si creemos que es necesario (el apoyo psicológico- pero no la hemos tenido. Pasamos muchos años en la cárcel y sentimos que no salimos completos, quedamos rotos por dentro … salimos y no está completa la conciencia”, señala Lorenzo Ruiz.
“Pensamos mucho en nuestras familias –las que quedaron en Chenalhó- pero no podemos hacer nada, por el convenio con el gobierno no podemos regresar. Quizá algún día pudiéramos aunque sea llegar a visitar a nuestras familias”.
Lorenzo es el líder moral en esta pequeña comunidad. Él tampoco puede evitar que se le quiebre la voz cuando habla de su propia situación. Sin embargo trata de reponerse y responde: “Lo que paso, pasó y ya. Ahora hay que ir empezando una nueva vida”.
– ¿Para usted en qué momento podría decir que está empezando una nueva vida?
– A lo mejor cuando ya podamos irnos a vivir al otro lugar. Cuando ya podamos volver a sembrar la tierra ya podremos vivir con otra vida.
Al igual que Lorenzo y los 15 liberados que viven provisionalmente en una casa en la capital de Chiapas, el resto de los 73 liberados tampoco ha logrado concretar su reubicación en otro poblado lejos de Acteal y Chenalhó.
La realidad para los liberados la dudosa acción de la justicia les impide regresar a sus comunidades, e impide reconstruir el tejido social que quedó fracturado. (*)
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