Regadera
Adrián Chávez
Llevaba tres días sin bañarme ―desde la última vez que hablé con Carla― cuando me decidí a salir del departamento.
El plan original era morir obeso y sepultado de basura, pero pronto mi propio olor comenzó a resultar mal cómplice para el suicidio pasivo. Al tercer día resucité de entre los islotes de ropa sucia, las botellas, los libros tirados, mis bocetos inconclusos, las bolsas de fritanga y las latas de atún, para dirigirme a la regadera sumido en un sopor como saliva mañanera.
Esa noche había tenido otro sueño inconveniente. Carla, de la mano de un sujeto sin rostro, me veía revolcarme en una tina de lodo. Sentía un profundo desamparo porque ellos tenían zapatos y yo no. Entonces sacaba mi teléfono de entre el fango y marcaba su número; ella contestaba y se repetía nuestra última conversación. Su voz duplicada, frente a mí y en la bocina, me deseaba suerte en mis proyectos entrecomillados, pero me sugería conseguir un trabajo, porque a pesar de todo te quiero.
Me puse unos tenis y una playera para no salir al pasillo en bóxers, no sé por qué; tomé los únicos calzones limpios del montón junto al buró y salí.
Justo frente a mi habitación queda la puerta del baño. Lo de «puerta del baño» es un decir. Hace meses, cuando Carla vivía aquí, un insigne borracho amigo suyo desmadró las bisagras en sólo él sabría qué artes. Si mis ingresos intermitentes no alcanzan para reparar las tuberías de la cocina que llevan casi un año sin servir ―lavo los platos en el lavamanos del baño―, mucho menos para arreglar la puerta; así que desde entonces yace en posición horizontal, recargada a la pared de la sala, detrás de un sillón, y de este lado del depa nos quedó ―me quedó― el puro umbral del baño.
Estaba seguro de tener taponada el alma con costras de mugre. Por eso apenas hice un gesto parecido a la sorpresa cuando me encontré ese umbral flanqueado por dos individuos, uniformados como policías pero sin insignias ni comerciales institucionales.
El rectángulo donde debía ir la puerta, además, estaba atravesado en cruz por dos cintas amarillas como las que se usan en la escena de un crimen.
―Buenos días ―les dije, porque era mi primer contacto con otros humanos en días―. Voy ahí ―y señalé la regadera.
―Lo siento, no puede pasar ―me contestó uno de ellos, de cara muy rosada y ovalada, al que llamaré Jabón.
Quise sentir miedo. Lo intenté, porque no es natural que dos desconocidos clausuren tu baño. Pero yo sabía que apestaba y ellos no. Una película de sudor añejado ponía distancia entre nosotros y les confería una autoridad peculiar.
―Pero es mi casa ―dije en mi defensa―. ¿Quién los dejó pasar?
―No respondemos preguntas ―dijo el otro.
Eché un vistazo a la sala al final del pasillo. Todo en orden. La puerta del departamento estaba cerrada. Permanecí de pie frente a mi baño prohibido, con los calzones en la mano.
―¿Los mandó Carla, verdad?
Recordaba no haberle exigido su duplicado de las llaves. En aquel momento, era la única criatura despiadada en que podía pensar.
Pero nadie contestó mi pregunta.
―Voy a salir a la calle. Ora sí ya voy a buscar un trabajo. Necesito bañarme.
―No ―dijo Jabón.
―¿Y si me meto a la fuerza?
―Te torcemos.
En realidad no tenía intención de usar la fuerza.
Cuál fuerza, para empezar.
Mi único superpoder era la acritud de mi aroma corporal.
Adentro, la regadera goteaba agua limpia, más allá del retrete y el lavamanos sobre el que estaban apilados algunos platos y vasos solidarios de cochambre.
―Quiero mear ―dije.
―¿Hay alguna forma en que podamos negociar esto?
―No respondemos preguntas.
Era inútil razonar con Jabón. El otro simplemente me ignoraba.
Tuve la certeza, súbita y fosforescente, de que Carla había planeado esta humillación. Supongo ahora que tendría que haber llorado. Pero en los últimos días no había derramado una sola lágrima, como si mis tuberías lacrimales también se hubieran atascado. Afuera comenzaban a escucharse los primeros ruidos de la avenida. Afuera, donde uno era libre de usar los baños, y los planes para el futuro avanzaban sin obstáculos, como los coches por la calle y el agua por la coladera.
Volví al cuarto por mi teléfono. Lo encontré debajo de un montón de libros. Carla aún estaba en mi lista de contactos importantes.
Llamé. Luego colgué antes de que el aparato diera línea. Miré hacia el pasillo.
Jabón y el otro seguían allí.
¿Y si no había sido ella?
Me embistió una idea aun más horrible: Carla ya no pensaba en mí. No se tomaría la molestia de hacerme sufrir porque lo suyo no era venganza sino autosuperación. Yo quería que ella lo hubiera planeado todo.
Yo quería.
Arrojé el teléfono contra la pared. No se rompió como yo habría deseado. Cerré la puerta de mi habitación en la cara de los cancerberos del baño.
De eso han pasado algunos días; no sé bien cuántos. Siguen allá afuera. No sé cómo harán para sobrevivir; quizá se van a sus casas a asearse y comer cuando no los veo. La verdad es que cada vez paso más tiempo encerrado. He rechazado las escasas invitaciones telefónicas de mis amigos a salir, pretextando enfermedades que no tienen más remedio que ser mentira. De vez en cuando salgo a la cocina, y los dos uniformados siempre están ahí, limpios e inalterables.
―No respondemos preguntas ―dice siempre Jabón.
Ahora veo la porquería acumularse en mis dominios y formar nuevas geometrías, con las que me entretengo. Quizá es ya lo único que haré cuando se acaben las películas, los libros y la despensa, no estoy seguro. He perdido la esperanza de que mis inquilinos liberen alguna vez la regadera.
La ventaja, en todo caso, es que con los días uno se acostumbra al olor.
Adrián Chávez (Estado de México, 1989). Estudió Interpretación en el Instituto Superior de Intérpretes y Traductores, así como Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM) y Creación Literaria en el Instituto Nacional de Bellas Artes. Cuentos suyos han sido publicados en diversas revistas impresas y digitales del país. Es editor en jefe de la revista digital La Hoja de Arena (FONCA, 2013). Twitter: @Ad_Chz.
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