Supermercados y servidumbre
Luis Felipe Lomelí
Son lugares fascinantes y conozco un montón de estos en cuatro continentes. Por supuesto, hay algunos que me gustan más y, como comprador compulsivo wannabeque soy, sucumbo ante la inmensidad de uno como el Mega de dos pisos de Av. Miguel Ángel de Quevedo, en el D.F. ¡Saber que puedo pasarme cuatro horas dando vueltas por los pasillos me vuelve loco de felicidad! Lo admito: cada quién sus broncas. Y es que estar en un lugar que contenga tal cantidad de productos de tan variados lugares me hace sentir como si estuviera en una suerte de Biblioteca de Alejandría, o de Babel. Reviso las etiquetas de todos los artículos, qué contienen, ¿hay algún anuncio de colorantes cancerígenos?, quién lo hizo, ¿es subsidiaria de alguien?, cuántos kilómetros tuvo que recorrer el producto para llegar a mis manos. Imagino los aviones y los barcos, los tráilers, las estaciones de carga y descarga y las historias del estibador que dejó a su novia en el pueblo mientras iba a ganar dinero para ahorrar para la boda. Si está vivo el producto: lo huelo. Si nadie me ve: lo pruebo. En Colombia me gané una diarrea por comer todas las frutas que no conocía y en Chile compré un bonche de botellas de vino porque, carajo, estaban más baratas que una coca de dos litros.
Y es que cada sección es un universo, sí, como una librería, y uno puede sentarse a leer las historias de cada cosa. La sección de bebés con un apartado enorme de botes con fórmula láctea, todos diferentes como son diferentes todos los niños del barrio: éste necesita hierro y éste otro come como troglodita. ¿Qué pasará cuando vayan a la misma primaria? El que necesita hierro, tal vez, un día, se da cuenta de que no necesita nada más que su mochila para descontar al troglodita que ha estado fregándolo desde el primer año. O el troglodita decidió defenderlo desde el primer día y se volvieron amiguitos del dedo chiquito.
La sección de productos de belleza también es increíble. ¿A quién se le irritan las axilas?: por dios, qué pesadilla. La tremenda variedad de tintes para pelo y de esa cosa horrible que me embadurnaba mi madre en la cara cuando era niño, luego de ponerse en las manos y descubrir que le había sobrado: crema. O esa otra sección donde los machos buscan ser machos, con neumáticos, martillos y un olor característico y diferente al resto del súper.
Y es que cada supermercado no sólo nos habla del mundo, sino también de las particularidades sociales de cada barrio o ciudad.
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