Limas o limones, la historia de un (agrio) amor
Carlos Bauer
Para los mexicanos, el precio del limón no es cosa de risa. Solemos decir que somos “más mexicanos que el tequila” para expresar nuestro fervor patrio y, claro, al lado de cada caballito va su rodaja de limón. Podremos comernos una papa sin cátsup, pero ¿quién será el sacrílego que se coma un taco sin limón?
México es el primer exportador mundial de limones, según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), y el limón está tan arraigado en nuestra cultura culinaria que solemos pensar que siempre ha estado ahí. Sólo que el limón no tiene su origen en México sino en el sudeste asiático… y que lo que llamamos “limón” en realidad es una variedad de lima.
La Asociación Interprofesional de Limón y Pomelo de España explica que el limón llegó a la península ibérica llevado por los árabes. Dos tratados del siglo XII describen procedimientos para la multiplicación y cultivo del limonero y otros agrios, así como las propiedades más sobresalientes del zumo de limón, exaltando sus propiedades y ofreciendo fórmulas distintas para su aplicación y uso.
Este limón llevado a España por los árabes durante la conquista que tuvo lugar entre los siglos VIII y XV es el Citrus limón, ese limón amarillo y alargado que los mexicanos conocemos por las caricaturas estadounidenses. Ese limón y sus variedades (Eureka, Lisbon, Femminello, Fino y Verna) son los únicos “verdaderos limones”. Son grandes, dulces, magníficos para postres y para jugos, pero echarían a perder irremediablemente el pozole
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