La “sana” cercanía entre el PRI y Peña Nieto
Epigmenio Ibarra
“Fuera máscaras” han dicho, eufóricos, animados por sus recientes victorias, los priistas. En la celebración de sus 85 años han decidido retornar, impúdicamente, a sus orígenes.
Ha llegado, para ellos, el momento de la restauración del antiguo régimen autoritario, de hacer que este país se olvide de sus aspiraciones democráticas y vuelva hacia el pasado.
Los tiempos del presidencialismo, del jefe máximo, del partido de Estado y de los vicios que estas “instituciones”, del México oscuro y sometido, traen, necesariamente, consigo, han vuelto.
El “nuevo” PRI muestra sus viejas mañas. Se devela su verdadero rostro.
Servil se inclina, otra vez, el jefe del partido ante el que ellos consideran —así lo declaran sin recato— “jefe de la República”. Rugen los aplausos cuando Peña Nieto recita, fervoroso, su credo partidario.
Imaginándose ya en Los Pinos por unas cuantas décadas más hacen los priistas cuentas alegres. A todos, piensan, habrá de tocarles una tajada del pastel.
De nuevo se funden la bandera nacional y el escudo del partido. De nuevo son una y la misma cosa gobierno federal, Congreso, gubernaturas, ayuntamientos y partido. De nuevo la palabra del “Presidente” es la única ley que para los priistas vale.
Tiempo de canalla el que vivimos. De la componenda, la concertación, la coacción, los pactos, la compra de voluntades para someter a la oposición a la misma servidumbre.
Comparsas han de ser de ahora en adelante esos que, sintiendo que podían manipular al PRI y a Peña Nieto, terminaron siendo manipulados. Una exigua parte del botín será su paga.
Bienvenida sea, pues, la comedia legislativa. Todo será, de ahora en adelante, saqueo bendecido por ambas cámaras. El PRI legitimado, por su breve estancia en el purgatorio, se dará así, cínicamente, baños de pureza.
Eso mientras el fantasma de Plutarco Elías Calles ronda de nuevo por Los Pinos alentando en su inquilino, de ahí el “priismo peñista” (César Camacho dixit), la tentación de establecer un nuevo “maximato”.
El gran tlatoani, con los colores del partido en el corazón, recibe el homenaje y la sumisión de su corte y olvida, en el cenit de su poder, que esa lealtad habrá de durar solo 5 años y que, entre sus incondicionales, ha comenzado ya la lucha para sucederlo.
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