El triunfante primer año de Francisco, ¿estrategia o renovación?
Carlos Bauer
El 19 de julio de 1870, el Papa Pío IX promulgó la Constitución Dogmática Pastor Æternus, en la que se establecía la infalibilidad del Romano Pontífice cuando define una doctrina de Fe o Costumbres. Es decir, que por decreto papal, el Papa no puede equivocarse. El 29 de julio de 2013, el Papa Francisco respondió a los periodistas que le preguntaron si condenaba a los homosexuales “¿Quién soy yo para juzgarlos?”.
Ese gesto le valió ser declarado “Hombre del año” por la revista de la comunidad gay estadounidense The Advocate y marcó la distancia simbólica que habría de mediar entre su pontificado y los de sus ultraconservadores antecesores, el carismático Juan Pablo II y el gris Benedicto XVI. Hoy, habiendo cumplido un año y un día en el trono de Pedro, Francisco sigue gozando el beneficio de la duda que se ganó con ése y otros gestos.
Para los detractores de la Iglesia Católica, el pontificado de Benedicto XVI fue una larga primavera: tan reaccionario y elitista como el papa polaco pero por completo carente de su carisma, Ratzinger fue dando tumbos entre los escándalos de pederastia clerical y los balazos en el pie que parecía darse cada vez que abría la boca.
En contraste, usar un papamóvil sin blindaje, vestir una sotana sencilla, vivir en un apartamento en vez de un palacio, renunciar al tono de superioridad moral, reconocer a quienes viven fuera de la Iglesia, son todas exhibiciones de un cambio de aires que le permiten a Francisco moverse en el pantano donde Benedicto se ahogaba.
Ningún crítico de la Iglesia de Roma cambiará de ideas sólo porque se renovaron las anquilosadas formas del papado, pero el efecto ha sido innegable entre los feligreses: en sus primeros diez meses de papado, Francisco atrajo al Vaticano tres veces más fieles que su antecesor en un año. Las misas de Jorge Bergoglio contrastan por la cantidad de público que las atiende, ya sea atraído por su mensaje pastoral o por curiosidad hacia su imagen.
El apoyo a una mayor presencia de las mujeres en la Iglesia –aunque rechazando su ordenación–, la crítica a la sociedad de consumo y al culto del dinero en pleno Foro Económico Mundial de Davos, el llamado a recuperar el espíritu pastoral –es decir, el papel de los sacerdotes como guías espirituales más que como miembros de una jerarquía– y la mano extendida a los miembros de todas las confesiones –”El Señor nos redimió a todos nosotros, […] no sólo a los católicos. A todos”– han sido los puntos altos de su primer año.
Quizá sea pronto para llamarlos fracasos, pero sin duda el primer año también arroja sus pendientes. La resistencia de la Curia –los cardenales, príncipes de la Iglesia– a los cambios predicados por Francisco ha dejado sentir su peso. Pero, sin duda, la pederastia clerical sigue siendo el tema más delicado para la Iglesia y, junto con la reforma de la Curia, el máximo desafío para Francisco.
Aunque su contundente proclama de que los abusos sexuales cometidos por sacerdotes católicos representan “la vergüenza de la Iglesia” se vio empañada por su declaración posterior de que la Iglesia Católica “es quizá la única institución pública que se ha movido con transparencia y responsabilidad” en el tema –lo que parecía marcar una vuelta a los tiempos de la negación sobre los crímenes de sacerdotes–, ciertamente quedaron lejos los tiempos en que sólo se mencionaba al Vaticano porque había estallado un nuevo escándalo.
En este sentido, quizá el momento más difícil para el pontificado de Francisco se dio el pasado cinco de febrero, cuando el Comité de los Derechos del Niño de la Organización de las Naciones Unidas emitió su informe sobre pederastia clerical. En el informe, el Comité se manifestó “muy preocupado de que la Santa Sede no haya reconocido la amplitud de los crímenes cometidos, no haya tomado las medidas apropiadas para afrontar los casos de pedofilia y para proteger a los niños, y haya adoptado políticas y prácticas que han propiciado la continuación de los abusos y la impunidad de los autores”.
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Si se trata de un genuino deseo reformador o una estrategia de relaciones públicas, sólo el tiempo podrá decirlo. Lo que parece innegable es que ha funcionado: cuando Benedicto XVI admitió con su renuncia la podredumbre de la Iglesia, nadie habría imaginado que sólo un año después se estaría discutiendo no el colapso sino la renovación de la que ha sido, para bien y para mal, uno de los pilares de Occidente.
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