El gato en el departamento vacio

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Por Mariana Orantes (*)

Al ver un gato sentado sobre el alféizar de la ventana con aparente concentración y superioridad, comprendemos porqué se le ha convertido en objeto artístico. Lo idealizamos mientras toma el sol de la mañana o incluso cuando bebe leche.  Sin embargo el gato es tan elegante como grande nuestra idealización. El gato no es tan distinguido como lo pintan, ni tan inteligente como parece. Tanto así que muchos estarán enfadados por esta afirmación, soltada así como así.

El gato es torpe. Es un niño que da traspiés para perseguir la cola de un sueño. Mira al vacío, se cuenta un chiste, sonríe. Por la noche persigue fantasmas que rondan la casa. Maúlla cuando tiene hambre, cuando está contento, cuando tiene una opinión, cuando no puede dormir. El gato es el loco del pueblo al que los otros animales sacaron por inútil y que la mujer recibió en su casa. El gato es salvaje y lo sabemos. Para el gato ser salvaje tiene que ver con su actitud y su contradicción casi humana. Y tal vez ahí radica nuestra fascinación: ¿cómo es posible que un animalito, calcado de los grandes felinos, con tal garbo y nobleza pueda resbalarse al correr, caerse de la silla donde duerme o simplemente quedarse atrapado en la rama alta de un árbol al cual en principio se subió? Nosotros le dimos como terapia ocupacional la tarea de cazador. ¿Pero qué hacer cuando la casa no tiene ratones? La solución: “No soy amigo ni servidor” dijo el gato de Ruyard Kipling al principio de los tiempos. El gato conservó su independencia y obtuvo a cambio la entrada en el hogar. Sigue la leyenda: “Y desde aquel día, de cada cinco hombres hay siempre tres que, cuando encuentran al gato, le arrojan algo”.

Porque el pacto hecho para que entren a nuestro alféizar se hizo con la mujer no con el hombre aunque ¿cuántas veces no hemos visto que una mujer le arroja un zapato a un gato desconocido para que salga de su casa? ¿Y entonces cómo logró que la humanidad lo recibiera con brazos abiertos? Tal vez porque después de un tiempo de convivir a regañadientes, el hombre admiró las transformaciones del gato: pequeños jorobados al sentarse o monitos cuando trepan los muebles de la casa. Y le recordó también su propia infancia. Nosotros en la memoria nos vemos correr sobre el pasto fresco, sentados al sol con los ojos entrecerrados, buscando a la mamá cuando teníamos hambre o cuando jugábamos con los carretes de la abuela. Y entonces aparecen los gatos, retratos de nosotros mismos. Un hombre que no conoce a un gato no se pierde nada, porque los gatos nos conocen a nosotros primero. Todos somos gatos. Todos queremos ser gatos, porque todos queremos vivir la vida en pijama y dormir cada tanto, como cuando éramos niños. O perseguir insectos y hablar con ellos. Por eso le dimos al gato el privilegio de subir al alféizar de nuestras ventanas.

Pensamos que los gatos recuerdan, que viven como nosotros, que incluso si los dejamos solos, correrán a la biblioteca para reanudar su lectura interrumpida. Y no es cierto. Deberíamos tener miedo de pensar así. El gato permanece en el tiempo de una forma diferente a la que nosotros permanecemos. Si un gato tiene la costumbre de recibir en la puerta a su compañero humano, lo hace todos los días sin continuidad premeditada en el tiempo. Es decir, si el humano muere y ya no regresa, el gato lo seguirá esperando, pero no con la intención de esperarlo, si no como un mismo día de rutina interrumpida que se repetirá igual al otro día. Un día interminable como aquél del gato de Szymborska:

“Morir – no puedes hacerle eso a un gato.
¿Qué puede hacer un gato
En un departamento vacío?”

Los maullidos de los gatos que perdimos permanecen estancados en el tiempo, porque incluso en nuestro cerebro de avanzada permanece la idea de la rutina interrumpida, el día interminable diseminado en numerosos días que olvidamos o reemplazamos o que nos obsesionan por las noches. Nuestro terrible destino es recordar una serie de días infinitos. Una memoria prodigiosa no ha convertido a un hombre en un hombre más feliz. Y por eso tratamos de entender lo que el gato piensa, lo que el gato ve por las mañanas al despertar, lo que busca con sus bigotes por los tejados húmedos. Al final el gato tiene el poder de mantener elegancia y ternura en balance; astucia y torpeza, tiempo y presencia. Es amigo y servidor, aunque no lo sea, aunque de él se cuiden todos. Lo admitimos en el arte y su concentración de loco al admirar las pelusas que flotan la convertimos en divagaciones filosóficas donde el gato siempre planea, porque es el único que sabe todas las respuestas del mundo.

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