Así me hice guía de migrantes centroamericanos
Por Mely Arellano
Una llamada condujo a Carlos a convertirse en guía de migrantes centroamericanos en su paso por la ciudad de Puebla, rumbo a Estado Unidos.Su trabajo consistía en asegurarse que abordaran el autobús a Reynosa. La tentación de verlos marchar le hizo creer que ir “al otro lado” era una posibilidad real y a la mano. Entonces se fue también. Allá la realidad le reveló el resultado de su trabajo, un trabajo que, antes de irse, le heredó a su hermano.
Carlos trabajaba en un hotel cerca de la central de camiones en Puebla. Una zona gris, siempre llena de ruido y tráfico, de vendedores de películas y música pirata, de camotes y otros souvenirs de último minuto para los viajantes, de puestos de cemitas a las que le dejan media milanesa de fuera, como lengua de perro sediento, según que para conquistar al hambriento: dicen que “de la vista nace el amor”.
Es una zona llena también de hoteles, todos de paso. Unos más económicos que otros, dependiendo quizás del estado de la cama y la limpieza de las sábanas, pero ninguno realmente habitable. Incluso algunos cuartos más bien son rentados como bodega. La noche cuesta entre 150 y 250 pesos en promedio.
Un día Carlos recibió una llamada. La voz del otro lado ya sabía su nombre, se lo dijo. Y le dijo además que quería ayuda “para una chamba”.
–Te van a llegar unos chavos de Guatemala, apóyalos para comprar agua, comida, medicinas si necesitan, su boleto a Reynosa (Tamaulipas), y un celular. Y me pasas el número. Por cada uno, te vas a llevar una comisión.
Aceptó. Los huéspedes llegaron. Él cumplió con su parte del trato. Cuando el camión iba saliendo de la central con los chavos a bordo, Carlos reportó al contratante la hora y el número de autobús.
Ahí empezó el bisne: Carlos, padre de familia de treinta y pico de años, se volvió guía de migrantes.
Sus jefes en el hotel parecían no saber nada. O si lo sabían, bien lo disimulaban. Carlos continuó haciendo su trabajo como recepcionista de manera normal.
Las llamadas eran diarias. Y eran de dos hombres, socios. Uno de Guatemala y uno de Chiapas, lo supo después.
Cada quien le mandaba “su gente”, pero él no debía decirles que tenían el mismo destino. Así llegaran tres de cada uno de los socios, y las seis personas viajaran en el mismo camión, entre ellas nunca lo sabían. Que lo ignoraran era parte del trabajo.
Guiaba sobre todo hombres, de entre 20 y 30 años, las pocas mujeres que llegó a recibir eran jóvenes, sólo una señora. Venían de Honduras, Guatemala y El Salvador.
Carlos supo que había que andarse con cuidado. Un día el socio de Chiapas mandó a su hijo para que conociera la ruta Puebla-Reynosa y tomara nota de los riesgos, sobre todo los retenes militares. El muchacho fue torpe, se puso en evidencia antes de abordar el autobús, deportaron a los tres migrantes que llevaba, a él lo detuvo la policía pero quién sabe cómo logró escapar luego de recibir al menos un par de cachetadas de un oficial.
Para Carlos la dinámica no variaba. Recibir al migrante, darle una habitación, comprarle el boleto más lo que necesitara, llevarlo al camión y reportar al socio correspondiente. No había día en que no recibiera al menos uno. Cada año, al menos 150 mil migrantes, de acuerdo con cifras oficiales, cruzan México en su intención de llegar a Estados Unidos.
A pesar del riesgo, Carlos comenzó a pensar que era fácil. Y que fácil sería llegar, como ellos, hasta el otro lado. “Si todos se van, pero nadie regresa, es porque están pasando”, creyó. Entonces decidió irse. Y en su lugar como guía dejó a Juan, su hermano menor.
Los primeros días Juan recibía la llamada, le decían cuántas personas recibiría, cómo iban vestidas, sus características físicas, sus nombres y el número de habitación en que las encontraría.
Llegaba al hotel, decía que era primo de un huésped y pasaba. Del dinero que le daban, tomaba su comisión y compraba los encargos, muchas veces medicinas, pues con frecuencia se enfermaban del estómago. A veces era la familia del migrante quien le depositaba directamente a través de Banco Azteca para cubrir los gastos, donde lo interrogaban: que si era su sueldo, que si era préstamo; llegaron a ser depósitos por 10 mil pesos.
Luego los socios le pidieron que buscara otro hotel porque ese, quizás debido a la ausencia de Carlos, ya no era seguro. Forzosamente debía elegir un hotel cerca de la central de autobuses y la autopista. Los migrantes venían en un tráiler que abordaban en Chiapas, “contratados” como ayudantes, y que los dejaba en el mejor de los casos en el hotel.
Juan era mucho más precavido que Carlos.
–Ustedes sólo me van a seguir, si la policía los detiene, ni me conocen -advertía.
A veces se topaba con personas que llevaban un mes sin poder bañarse o sin hacer una comida decente. Algunos también traían credenciales del IFE que les daban al inicio de su viaje. No parecían credenciales falsas; por lo visto los polleros tienen catálogos completos de identificaciones que dan a sus “clientes”.
–¿Cómo te llamas? –preguntó Juan.
–Manuel –contestó un migrante con cierta duda.
–¿Seguro?
–Sí, pues así dice mi credencial -y aunque el de la foto no era él, era alguien tremendamente parecido.
El bisne para Juan duró sólo 7 días, al cabo de los cuales guió a 14 personas, por 500 pesos cada una. Se sentía millonario.
Después los socios le dijeron que esperara. Y esperó.
Veinte días después recibió una llamada. Era su hermano Carlos. Estaba en Reynosa y necesitaba 5 mil pesos para regresar a Puebla.
Resultó que luego de pagar los 45 mil pesos que cobran los socios por persona, sin importar que su viaje no comenzara en la frontera sur, y caminar tres noches por el desierto, Carlos logró llegar a EU.
Allá lo metieron en un auto junto a más o menos una docena de personas y les dijeron: en seis horas estarán en Washington. Pero antes de que eso sucediera los detuvieron.
Carlos fue conducido a una bodega en algún lugar de la frontera entre México y EU. Ahí se encontró con todas las personas que había guiado durante los dos meses que estuvo en el bisne.
–Por eso no regresaban, estaban detenidos. Los mandaban a la boca del lobo –supone Carlos.
De algunas personas se acordó él, otras lo reconocieron de inmediato.
–¿Carlos, qué haces aquí? –le preguntaron
–Pues yo veía que no regresaban y también quise pasar.
–Yo llevo dos meses aquí –le dijo un hondureño.
–Yo tres semanas –informó alguien más.
Sólo a los mexicanos los regresaban rápido. Como a Carlos, quien ya en Puebla recuperó su trabajo en el hotel, y nunca más recibió otra de las llamadas.
* Se omiten apellidos y los nombres fueron cambiados por seguridad.
Continuar leyendo el LadoB
No comments yet.