Las horas en la tierra del jefe de Los Zetas

Crónica

Por Óscar Balderas

 

He pronunciado su nombre y, por la mueca en el rostro del hombre con quien hablo, parece que está viendo un fantasma. Hace unos segundos tenía un gesto amable, pero se ha puesto lívido, casi pálido, porque dije en voz alta dieciséis letras. Tal vez es la reacción adecuada: ha convivido con tantos asesinatos, que seguro piensa que tiene frente a sí a un cadáver, porque los que no son de aquí y se atreven a decir su nombre, acaban en la tumba.

“¿Sí sabes dónde estás, verdad?”, me interrumpe el dueño de la tienda de abarrotes y su rostro cambia al de un hombre preocupado, como de buen samaritano que compadece a un hombre que espera pasar al patíbulo. Asiento con la cabeza sosteniendo la cerveza que compré para parecer un viajero sediento de paso. Aprieto los labios, demostrando que no hablaré más, menos aquí, sobre una banqueta de tierra a la mitad de una calle desierta en este barrio popular.

“Acuérdate dónde estás… y que Tezontle se escribe con ‘Z’…”, me dice el hombre y se voltea, alejándose de mí como quien huye de un maleficio. “Con Z”, retumba en mis oídos y entonces entiendo que rompí una regla de oro: hablé de él usando nombre y apellido. Ahora sólo tengo unos segundos para huir de ahí, si quiero evadir mi castigo.

Hago el apunte en mi mente, mientras trato de salir sin que se note que respiro miedo por cada poro: en esta tierra árida llamada Tezontle, en el estado de Hidalgo, si uno quiere seguir vivo nunca se le llama por su nombre a “El Verdugo”. Nunca. Si lo haces, hay que correr y no volver.

Porque aunque está muerto, si se le invoca se desatan los demonios. Y él sigue siendo el rey maligno de este lugar.

A principios de la década de los 70, Tezontle era apenas un poblado de 3 mil habitantes que vivían a 15 minutos de Pachuca, la capital de Hidalgo. Como suele pasar en los pequeños poblados antes de la guerra contra el narcotráfico, su vida era apacible, pese a la pobreza que los aplastaba. Ninguna calle estaba pavimentada, el drenaje era un lujo y el agua se extraía todavía de pozos que se secaban como cáscaras bajo el sol.

Antes de que los padres heredaran a sus hijos el oficio de gatilleros, en esa comunidad se entregaban tierras de generación en generación para la siembra de maíz, frijol y tuna.  Y mientras eso pasaba, en la Navidad de 1974 en Pachucha, un niño pegaba su primer llanto, como anunciando que sólo vendría al mundo a hacer llorar: el 25 de diciembre de aquel año, Gregorio Lazcano García – integrante del Ejército mexicano — y Amelia Lazcano Pérez – ama de casa — se estrenaban como padres con Heriberto Lazcano Lazcano.

Luego del parto en la capital del estado, a falta de un sanatorio decente en su comunidad, volvieron a Tezontle, donde Heriberto pasó los primeros 17 años de su vida. Los vecinos que conocieron a ese niño de estatura promedio, piel morena y cuerpo de jugador de futbol lo recuerdan como un muchacho problemático, cuya leyenda comenzó cuando se decía que mataba el tiempo disparando con el arma de cargo de su padre a los perros que se paseaban por la carretera.

Faustina Chávez, dueña del primer cibercafé de la zona, recuerda que desde entonces Heriberto llamaba la atención de las muchachas: se le podía ver sobre la avenida Álamo de esa comunidad atrayendo con coquetería experta a las muchachas del pueblo, a quienes les prometía una vida llena de lujos si se quedaban con él.

Un año antes de cumplir la mayoría de edad se enroló en el Heroico Colegio Militar del estado, donde egresó como teniente en 1997 para trabajar en la Procuraduría General de la República (PGR), cuando el entonces presidente Ernesto Zedillo pensó que sería buena idea infiltrar esa dependencia con militares de medio y alto rango para combatir a civiles corruptos. Apenas duró un año como un militar impoluto, pues en 1998 Heriberto fue detenido en Reynosa, Tamaulipas, por traficar pacas de marihuana hacia la frontera norte. No pisó la cárcel y, en cambio, oficializó su salida del Ejército el 27 de marzo de ese año para entrar de lleno al Cártel del Golfo, que en esos años triplicaba el salario de cualquier “guaucho”.

A partir de entonces, el ascenso de Heriberto fue meteórico: empezó traficando droga y terminó integrando la escolta del líder del cártel Osiel Cárdenas Guillén, hasta su captura el 14 de marzo de 2003. Osiel era, además, cabecilla de su brazo armado, Los Zetas, pero cuando este grupo se sintió lo suficientemente fuerte para crear su propio cártel, se independizaron bajo el liderazgo de Arturo Guzmán Decena, el “Z-1”.

Su mano derecha desde el nacimiento de los Zetas como grupo independiente fue Heriberto Lazcano Lazcano, a quien la vida enfiló a su destino con las siglas de su nombre: H.E.L.L.

Infierno.

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