“El penal de Dios”: un testimonio

Foto: @fifaworldcup_es

Por Carlos Rojas*

No pude ver la final que hace cuatro años, en Rusia 2018, Francia y Croacia disputaron. Trabajaba como profesor de escritura académica en una escuela privada de la ciudad de Xalapa y las clases eran los sábados y domingos. Por extraño que parezca, el juego en realidad no me parecía tan atractivo como las finales pasadas entre Alemania y Argentina (2014), o España y Holanda (2010). Así que fue una final que “vi” de oídas: gritos de gol por los pasillos, cotilleos entre estudiantes, algún colega que me platicaba en el descanso las mejores jugadas. Supe por la noche del desarrollo del partido viendo algunos videos en YouTube. El resultado francamente no me causó ninguna sorpresa.

Desde hace algunos años, he formado parte de una especie de cofradía que mira con recelo el fútbol internacional. He participado con frecuencia del lugar común que intenta entender este deporte como un mercado para favorecer al gran capital o al mejor postor, una idea que viene repitiéndose torneo a torneo y mundial a mundial; una idea no lo suficientemente fuerte para propiciar un cambio palpable y que deja a lo sumo cierto descontento, como lo hay hacia cualquier institución.

Por eso encontraba la idea de que Argentina saliese campeona como una posibilidad muy idónea para el mercado: Messi, después de haber obtenido ya la Copa América y de ser el jugador con más Balones de Oro en la historia, “hereda” el trono del mejor jugador de fútbol en el mundo; termina con dicotomías y debates (sobre todo contra Cristiano Ronaldo y Maradona); y se erige como el nuevo máximo referente futbolístico, con lo cual se cierra el telón del escenario montado por la FIFA.

Si hay una sensación que limita la espontaneidad del fútbol, sea local o internacional, es la de que todo está arreglado previamente. Cuando al fútbol se le priva de sus posibilidades de caos y momentánea irracionalidad, se convierte en una ficción maniquea y empobrecida, en un cuento para idiotas.

Y eso es lo que me parecía estar viendo durante el primer tiempo de la final entre Argentina y Francia. La Albiceleste era “ayudada” por el arbitraje a través de un penal, epítome del cinismo de la Federación, que favorecería su consagración como campeona del mundo.

El descontento en redes fue inmediato y se sintetizó en el hashtag #AsínoMessi. El penal parecía haber destapado lo que todo el mundo “ya sabía” y confirmaba que la corrupción en el fútbol gozaba de buena salud. Ángel Di María caía torpemente en el área y el 1-0 de Messi inclinaba la balanza a favor de Argentina. Su segundo gol presentaba una demostración de trabajo en equipo, pero no tenía ya el suficiente mérito para borrar la mancha de corrupción que parecía teñir la carrera de Messi.

Así como Maradona llevó a su selección al campeonato de México 86 con un gol ilegítimo realizado con la mano, Messi había recibido ahora una complicidad semejante, un tanto arbitral, un tanto divina. Frente a Lloris y a ojos de todo el mundo, Messi había convertido el “penal de dios”.

Para muchos, la verdadera final “despertó” en el minuto 80 cuando Mbappé convirtió el 1-2 para Francia en la misma portería en la que Messi había batido antes a Lloris. Sólo un minuto más tarde Messi perdía una pelota en el mediocampo que terminaría convirtiéndose en el 2 a 2. El alargue insinuaba entonces la posibilidad de ver una final verosímil, de volver a soñar con un fútbol sin mayor mediación que el talento.

Apoteósico, intenso y vertiginoso, el alargue del Argentina-Francia fue una vuelta al futbol dominado por lo pasional y lo heroico. Reactivó las pasiones más hondas que lo vuelven una adicción. Francia volcada al ataque con cuatro delanteros. Argentina replegada en su mediocampo sin posibilidad de respuesta, consternada, agotada línea por línea. Decisiones arbitrales irracionales, pases fallados a pocos metros, atajadas memorables seguidas de yerros incomprensibles. El partido se volvió eléctrico en cada jugada. Fuera y dentro del campo se respiraba un aire enrarecido y a la vez nuevo de final de copa del mundo.

El clímax del partido parecía llegar con la segunda anotación de Messi en el minuto 108. El gol provocaba una nueva controversia, pues mientras el asistente levantaba la bandera del fuera de lugar, el central daba por bueno el gol. Los franceses pedían en vano el VAR y el juego se reanudaba.

El verdadero “penal de dios” llegó en el minuto 118 y fue en contra de Argentina. La divinidad se manifestó en los pies de Mbappé, en el codo de Montiel y en el silbato de Marciniak. En la medida de lo humanamente imposible, la divinidad estableció justicia deportiva a través de este penal. Con el 3-3 de Francia, el fútbol se refundó.

Tienen algo de western los cobros de penal. Se tiran con los pies y se atajan principalmente con las manos. Pero se juegan con los ojos. Dybala no volteó a ver en ningún momento a Lloris y el “Dibu” tenía la mirada enfebrecida de un psicópata.

Después de un largo camino de sorpresas y sospechas, Qatar 2022 termina desde los 11 pasos. Argentina se corona y es tricampeona. Por intervención de una fuerza superior, Messi accede al banquete particular de Pelé, Maradona y Ronaldinho. El mundial termina por definirse en una tanda de penales. Los franceses aceptan de manera civilizada su derrota, mientras Argentina celebra a lo bárbaro. No sé si actualmente los penales sigan siendo un “volado”, pero la moneda de la credibilidad del fútbol está nuevamente en el aire.

* Profesor universitario, corrector de estilo, creyente del fútbol.

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