De cuando se arma la melé
Por Raciel D. Martínez Gómez*
Ciegos momentáneamente por la pasión mediática ante una competencia como el Mundial, muchas veces olvidamos el carácter iniciático y lúdico del futbol. Es un deporte, sí, y como el que idolatramos, práctica profesional intervenida por la comunicación globalizada; pero más allá de la parafernalia mercadológica y del sentimiento patriotero, su seducción universal comienza un día durante un caótico y bienvenido recreo escolar o en la propia calle de nuestro barrio driblando autos y haciendo túnel a tomas de agua.
Se trata de un juego, y aunque el balón, otrora de gajos, no sea muñeco de peluche, también es un objeto que cobra vida a través de la imaginación infantil y se llega a convertir en un fetiche cuasi religioso al igual que el muñeco.
No es otra cosa el futbol más que una creación que pacta desde el interior: fabulamos al héroe en cuestión, imitamos festejos y gambetas, perdonamos césped por cemento y siempre calculamos rectángulos a la altura de nuestra mirada. No importa, no es en serio. Cuando de niños, se juega con la pelota adecuada para la circunstancia, porque podía ser también de plástico o simular con una bola de papel y hasta con una corcholata, el tema es que no resta a este engaño consensuado; vamos, que es un juego.
El nivel de transformación de la realidad en el juego permite licencia a eso que llamamos “echar una cascarita”, que viene de ocupar una naranja chupada como pelota. Dispensa lúdica donde, según los psicólogos, se interactúa incluso entre afinidades y polarizaciones destensando cualquier represión. Y es que, en el juego, los opuestos no tienen el problema de la guerra en la cruel realidad.
Aquí la dinámica del niño permite la reunificación juguetona: por ejemplo, la melé, cuando se hace una piña cerca de la portería disputando entre los más el dominio para meter gol, motiva a risas desternillantes en donde más de uno termina doblado en el suelo ante tal delirio de empujones por el impredecible rumbo del balón.
La melé es voz propia del rugby, deporte donde el contacto físico favorece este trabón que es forcejeo, como si una manada de osos se disputara los centímetros de un territorio (la melé que se hace en la “Burra tamalera” también convoca a risa esperpéntica). En el futbol se entiende por melé al barullo y mescolanza dentro del área. Es una refriega donde el balón brinca sin dueño, cuestión que, de niños, es como soltar todas las sensaciones encontradas y motiva al cotorreo de las fallas o los aciertos, todo en el ámbito de la heterodoxia.
Este carácter risueño que implica el juego del futbol, lo apreciamos asimismo en la mirada budista conciliadora de opuestos. La levedad de una película como La copa (1999), permite establecer un puente de oro entre el futbol y el misticismo de unos monjes budistas viviendo a pie del Tíbet.
El director Khyentse Norbu es de Bután, el reino, que se encuentra en la cordillera del Himalaya y colinda con India y China. El pueblo butanés juega cricket, su deporte nacional es el tiro con arco y también tienen una liga de futbol y una selección nacional que es de las más débiles en el continente asiático. Bután se unió a la FIFA apenas en el año 2000 y su primera victoria fue hasta 2002 en contra de Monserrat, territorio británico de ultramar que pertenece a la Concacaf y que poco juega debido a la actividad volcánica.
Norbu se centra en la vida ascética que se lleva en un monasterio tibetano. El templo y escuela es un modelo contemplativo de austeridad, disciplina y reflexión de una belleza y paz integral, suave, lejos de las tentaciones del bullicio moderno como los teléfonos celulares, y que al mismo tiempo, la cinta lo subraya, no contradice el interés de los jóvenes alumnos por el futbol al que miran desde una óptica divertida.
Se sitúa en el Mundial de 1998, cuando Francia derrota a Brasil, y donde uno de los personajes, un niño, tiene como ídolo, aparte de Buda, a Ronaldo El fenómeno. El niño tiene un santuario en su habitación donde pega en las paredes un collage de recortes de revistas y periódicos de sus jugadores favoritos.
La anécdota se enfoca en conseguir el permiso para comprar una televisión, con todo y antena parabólica (como en el filme Las tortugas pueden volar) para ver la final del Mundial donde se consagra Zinedine Zidane. Una de las escenas más candorosas es cuando los estudiantes, con túnicas de monje, hacen la melé pateando una lata de Coca Cola en trascendental cascarita. Se menciona en los créditos que uno de los personajes, autoridad del templo, sueña con que el Tíbet tenga una selección nacional afiliada a FIFA.
Actualmente el Tíbet participa en la Confederación de Asociaciones Independientes de Futbol (ConIFA), cuyos miembros son naciones no reconocidas como Chipre, Dos Sicilias, Pueblo Gitano, Kurdistán, Coreanos en Japón o Biafra. El Tíbet ha jugado en tres copas con un total de 10 partidos, con 0 victorias, 1 empate y 9 derrotas. Han anotado 4 goles en su tierna historia y han recibido un racimo de 46 goles.
Pensemos, entonces, como los budistas, que el futbol empezó como un juego que, decíamos al principio, es capaz de unir opuestos mediados por la sonrisa, como la de estos tibetanos que les importa un comino ser goleados sin misericordia y más prefieren que se arme la melé en medio de sus sagradas túnicas.
**Integrante del Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación de la Universidad Veracruzana.
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