
No estamos solas
Luego cerró los ojos y con un halo de esperanza dijo para sí, NO estamos solas, no estamos solas.
Luego cerró los ojos y con un halo de esperanza dijo para sí, NO estamos solas, no estamos solas.
Marcela revisó su reloj, eran las 8:35 de la mañana, había quedado de pasar a traer a Lourdes y a Juan, sus colegas en la tienda de productos de plástico donde trabajaban. Vivían cerca de la casa de ella. Los sábados tenían como hora de entrada las 10. Estaba en tiempo para desayunar.
El espacio estaba conformado por una estructura a base de ramas entrelazadas en forma circular que eran cubiertas con gruesas cobijas.
Mientras observaba cómo el atardecer se hacía presente, puso atención a la diversidad de árboles que tenía en su centro de trabajo, cuyo follaje se mecía al compás del viento.
‘Las manos que hablan’, dijo para sí, volviendo de nuevo la vista a sus dedos, ahora de ambas manos, como si fuera la primera vez que descubría lo maravillosas y bellas que eran, además de agradecer por lo afortunada que se sentía de tenerlas.
Observó la llegada de la noche, ese día estaban en casa Pilita, la perrita que tenían como una integrante más de la familia y ella. Jesusa, su hija y Matías, su esposo habían salido a comprar unos antojitos para la cena.
Cuando estuvo en el lugar donde le harían la mastografía sintió que el tiempo se volvió lento.
Tocó el turno a una señora que iba antes que ella. La señora habló con el empleado y le pidió el precio del medicamento solicitado y que le repitiera nuevamente el costo.
Los árboles eran altos, con un follaje precioso, la lluvia les daba un toque especial, casi mágico.