Barroterán 1969: Una tragedia minera que sigue impune

Pozo de carbón en Barroterán (Foto: Omar Navarro).

*Esta nota fue realizada por Zona Docs, parte de la alianza de medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes leer la original.


Lamentablemente, la Región Carbonífera de Coahuila ha sido escenario de decenas de tragedias mineras. Muchas de ellas, sólo quedan en la memoria de quienes sobrevivieron o en los recuerdos de los familiares que aún esperan justicia.

Esta crónica recupera lo que ocurrió en Barroterán en 1969, una tragedia minera que ya advertía que, al igual que el carbón, en esta zona también abunda la impunidad y la injusticia.

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A las viudas y huérfanos de Barroterán, a quienes aún les debemos la justicia.

Por Omar Navarro Ballesteros / @omarballester0s

La historia de la Región Carbonífera ha sido contada por las mismas empresas, por los sindicatos y por el gobierno (estatal y federal). Siempre se han dicho maravillas, y a las tragedias mineras se les ha catalogado como: “acontecimientos históricos” de los cuales debemos de estar orgullosos. 

La Región Carbonífera de Coahuila es un territorio que, desde su fundación, cerca de 1850 ha sido condenado al sacrificio. Todos sus habitantes cumplen los roles que este país necesita: jóvenes que entran a las minas y son mutilados, mineros que mueren sin acceder a la justicia, mujeres que se convierten en viudas y que, como pueden, logran sacar a su familia adelante sin tener una pensión, y empresarios mineros que terminan en el servicio público.

Los siniestros son tragedias que, lamentablemente, pasan en las minas de carbón por no atenderse las medidas de seguridad, accidentes que se pudieron evitar, pero que por negligencia ponen de por medio la vida de los mineros.

El historial de tragedias en minas de Coahuila es largo, pero tal vez sólo conozcan los últimos: Pasta de Conchos (2006), Micarán (2021) o El Pinabete (2022); sin embargo, me permito contarles la tragedia conocida como: “La Explosión de Barroterán”, en el año 1969. Una tragedia que, a la fecha, sigue impune. 

Una tragedia que se presume como “acontecimiento histórico” y que, como burla, únicamente ha dejado un monumento donde una madre entrega a su hijo y dice: ”Hijo moriste cumpliendo tu deber”. 

Monumento al minero caído en Barroterán (Foto: Omar Navarro).

Los vientos del 1968 trajeron estas tempestades
Era un sábado por la mañana de abril de 1968. Calixto Piña Espinoza se acaba de ajustar el casco para continuar derrumbando carbón en las inmediaciones de la Mina 1, perteneciente al complejo de la Compañía Minera Guadalupe, ubicadas en el poblado de Minas de Barroterán, Coahuila.

Calixto era carbonero y rara vez se cansaba a pesar de tener 49 años. Sus brazos torneados y moldeados por el uso diario de una pica que chocaba contra las piedras negras del interior de la mina habían hecho de él a un hombre infatigable, pero ese día el aire se le iba, se mareaba y todo a sus ojos pasaba como si viera a través de cámara lenta.

Calixto seguía fiel a su trabajo y con su mano mantenía firme aquella pica con la que golpeaba cada vez más despacio el carbón. Muy a lo lejos escuchaba las pláticas de sus compañeros, pero por más atención que concentraba, no alcanzaba a distinguir las palabras. Solo ese día le quedaba para cerrar la semana. Sabía que aún así cansado descansaría al día siguiente.

Calixto llevaba años trabajando en esa mina, desde que la empresa se llamaba “Mexicana de Coque y Derivados.”, empresa del Estado, cuando Altos Hornos de México (AHMSA) aún no era privatizada. Ese sábado empezó a recordar todo en tan poco tiempo. Sintió una extraña sensación en el pecho que le corría hasta el estómago, una sensación que quizás se pueda confundir con la nostalgia si la trasmutamos en sentimientos. 

Recordó su infancia y juventud en Guanajuato. Esa infancia dura en compañía de su padre José y su madre Hortencia Piña. Recordó también aquella casa que construyó junto a su padre y que tardaron en levantar más de cinco años. Quería verlos, abrazarlos. Y otro recuerdo lleva a otro pensamiento. Entonces pensó en su esposa, Constancia Ávila Torres. Que tan solo tres horas antes la había visto mientras preparaba el almuerzo a las cinco de la mañana. Porque antes de irse al trabajo, tomaba café junto a ella para ver salir el sol en medio de los huizaches.

A las 8:45 de la mañana las rocas, piedras, carbón y tierra se le vinieron encima a Calixto. Todo pasó tan rápido que decir diez segundos es evocar una eternidad. Calixto sintió un dolor inmenso, tan inmenso que dejó de sentir la cabeza y su cuerpo. Solo era él y su alma. Ya, en esos segundos en que se le iba la conciencia, y en que los ojos se le cerraban automáticamente. Entendió cuál era su destino. Entendió que iba a morir. Calixto vio la oscuridad dentro de la oscuridad y se perdió en ella.

Antes de la muerte de Calixto, había muerto por caída otro minero en mayo de 1968. El médico que trabajaba en la empresa (que lo hacía sin número de regulación) dictaminó que la muerte de Calixto se debió a un paro cardiorrespiratorio. Sin embargo, también menciona que sufrió: 1) estallamiento instantáneo en los pies y abdominales, 2) fractura de cráneo, y 3) fractura de costillas. Al día siguiente Calixto fue enterrado en el panteón de la localidad y la mina continuó con su trabajo normal y sin inspección.

En mayo de ese mismo año, pero en la mina 2, otro minero sufrió una muerte similar. Algo no andaba bien en esa compañía, pero ni el sindicato, presidido por Napoleón Gómez Sada aceptaba respaldar la seguridad de los mineros. Aquellos vientos arrastraban la desgracia.

Este “líder sindical” fue el padre de Napoleón Gómez Urrutia, actual dirigente por herencia del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana. A Gómez Urrutia se le responsabiliza también por ignorar las demandas de seguridad de los trabajadores mineros; específicamente, en los hechos ocurridos en Pasta de Conchos, el 19 de febrero del 2006.

El lunes 25 de noviembre de 1968 explotó la mina 2. Ahí fallecieron Bernardo Montoya Moreno, Marcelo García Mendoza y José Socorro Castro. A este evento se le conoció como la pequeña explosión del 68. Aunque en las actas de defunción del Registro Civil de Minas de Barroterán su causa de muerte aparece como: “Inhalación de polvos de carbón”.

El minero Leopoldo Torres afirmó que la presencia de gas hizo que las rocas y la tierra se desprendieron. Por eso ocurrieron los caídos y esta misma presencia de gas fue la culpable de la explosión de noviembre.  

En diciembre de 1968 hubo otra explosión y en enero de 1969 otra, pero nadie salió dañado. La mina imploraba seguridad, socorría que las cosas no estaban nada bien, pedía a gritos que se cerrara, pero nadie, ni el dueño de la mina, ni los encargados de seguridad hicieron nada al respecto.  Era una muerte anunciada, una muerte con permiso de entrar a la Compañía Minera Guadalupe y que en su guadaña tenía el poder de llevarse a todos los mineros de un solo jalón si quería.

La tarde de la tragedia

Jesús pronto resucitaría. El pueblo de Barroterán se preparaba para las celebraciones eucarísticas, pues ese lunes comenzaba la Semana Santa. Un lunes que, como decían las madres de aquellos años, no se bañaba nadie porque “te saldría cola de pescado”, no se comía carne, porque Dios desataría su furia y como siempre; las personas se andaban con cuidado porque “el diablo anda suelto” en esas fechas.

Desde las siete de la mañana grupos de niños subían al monte para cortar flor de palma. Las madres, a las afueras de sus casas, encendían fogatas con ramas de huisache secas, para después calentar las lentejas arriba de pedazos de bloque negros por el humo y el carbón de las brasas. Y las familias a las que el dinero les era abundante en grandes cantidades ya preparaban diferentes tipos de pescados y mariscos. Claro, estos eran los gerentes de las minas, los que vivían en el Barrio 4, en “las casas de la compañía”.

Todos se preparaban, excepto uno. Mario Martínez Vallejo. Médico de profesión. Quizás hasta ese momento conocido por ser el primer médico de la región egresado de la UNAM. Aquel que presumía en un marco su título y su cédula de numeración 153869. ¿Cómo un médico iba a creer en un ser que resucita después de muerto? 

El doctor Mario estaba para procurar la salud y en el peor caso atender a las madres y padres desesperados por aquellas cuestiones naturales ante una posible e inminente muerte.

Pero él siempre supo que su misión en el pueblo era la de prevenir las enfermedades de los habitantes que en su mayoría sufrían por anemia. Porque ese malestar abundaba en los pobladores de Barroterán, y simplemente se debía a tener el estómago vacío.

Mario atendía en su consultorio a todo el pueblo, ahora a cincuenta y cuatro años está en el abandono, no antes de convertirse por unas décadas en el Sindicato de Trabajadores del carbón de la Mina IIV propiedad de AHMSA.

Esa mañana puntual, a las siete, miró la entrada. Sobre la puerta posaba una gran osamenta. Mario la conocía bien, en sus años de estudiante.

En aquel tiempo, Mario necesitaba un cráneo para sus prácticas. El 9 de diciembre de 1958, el presidente municipal de Nueva Rosita, Abraham Zamora Rivera, padrino de su madre, le otorgó un documento para poder trasladar a un familiar de nombre Locadio Martínez al panteón de San Luis Potosí. Esto era un pretexto para exhumar el cadáver y obtener la osamenta de una manera económica. Pero Mario, no saltó sin huarache.

Pero aún con el permiso decidió profanar un cuerpo al azar, que no fuera el de aquel familiar, Locadio Martínez. ¿Cómo confiar en un médico que desde estudiante hace estas prácticas? ¿Tendría ética para atender dicho poblado?

Ese lunes atendería al pueblo con las enfermedades constantes. Su consultorio tenía todo lo necesario para poder ejercer su trabajo. Un escritorio laminado con acabado de madera en la parte superior en donde descansaban algunas recetas, una pequeña máquina de escribir y la lista con los pacientes que recibiera en totalidad. En los cajones del mismo escritorio desfilaban algunos bate lenguas. Vendas y algunos medicamentos esenciales que pudieran acabar con cualquier malestar; paracetamol, diclofenaco y hasta sal de uvas.

Había una camilla equipada con tanques de oxígeno que, a pesar de la fecha, aún se encuentra intacta. Mario pasó el día recibiendo a sus pacientes. Entre los descansos salía para ver la plaza del pueblo, construida por la misma Compañía Minera Guadalupe. S.A.. Al igual que la Secundaria y la Escuela Primaría Artículo 123, ahora conocida como la Escuela Primaria Narciso Mendoza.

A Mario le gustaba pasar el tiempo en la plaza, además podía ver también el campo de béisbol. Pues aquel era el deporte favorito para los que integraban la Sección Minera del Sindicato en el pueblo y que mejor que gestionar la construcción de un campo para ver aquellas jugadas. Y hay una simple razón por la cual a Mario siempre le pareció una aventura poder disfrutar de aquella plazuela: le encantaban las leyendas que la gente contaba sobre ese lugar.

La gente decía, contaba y afirmaba; “en la plaza se aparece el niño con cabeza de burro y se sube a las parrillas de la bicicleta”, “en el parque se aparece el diablo”. O qué decir de la versión de la leyenda argentina: “la chancha encadenada”, pues en Barroterán por aquellos años hacía presencia una marrana con cadenas cuyo encuentro podía ser fatal. Casualmente ninguna leyenda giraba en torno a las muertes, tragedias y siniestros mineros muy comunes desde la creación de la Región Carbonífera.

Entonces, se puede deducir ahora, de dónde salían esos mitos que cumplen con la misión de educar a los habitantes mediante moralejas. Así se construyó la narrativa que gira con relación a la minería. Narrativa construida por cronistas pagados por las mismas empresas o que han desempeñado cargos políticos, pero también están los escritores cegados por el culto al carbón que glorifican este mineral por encima de los pobladores porque, aparentemente, nos ha dado identidad.

Pero bueno, regresando a la vida de Mario, quien para ese momento ya era tarde, consultaba a un pequeño. Mientras explicaba a su madre cómo tratar los malestares, el suelo y las paredes vibraron a raíz de un gran estruendo. Eran exactamente las 17:40 y el diagrama del aparato respiratorio cayó al piso. Mario después de eso no hizo sino recordar aquel sonido, fuerte y sollozante; hizo efecto en los vidrios de las ventanas de aquel consultorio. Un trueno más fuerte que los que provocan las nubes oscuras cargadas de aguas y de vientos en los tiempos de febrero.

Abrió la puerta, su curiosidad lo obligaba. Ahí se encontraba la paciente que seguía; Lupita, conocida en el pueblo por tener una tienda llamada “La Potosina” (que todavía existe) quién al verlo dijo -Doctor, quien sabe qué pasó…se oyó una explosión muy fuerte.

El personal del hospital al igual que el pueblo, que ya salía de sus casas para ir a la calle para enterarse o “cerciorarse” de lo que había pasado, sabían de dónde provenía ese sonido, entendían qué significaba esa vibración de tierra que hizo esparcir varios objetos por los vientos.  Sabían por qué el cielo del pueblo se tornaba en humo y cubrió las casas con una masa espesa negra que expandía más el viento cálido. Sabían porque eso ya lo habían vivido antes, estaban condenados desde 1889, año del primer registro de tragedia minera, pero se negaban a decirlo.

Mario recuerda cómo el doctor López llegó asustado y sin poder expresar alguna sensación dijo – Explotaron las minas y dicen que murieron como doscientos hombres. Mario corrió con el doctor Hermiro, su compañero de trabajo, para comentarle lo ocurrido. Mario le sugirió que se fuera en su carro hacia las minas. Hermiro así lo hizo. Por su parte, Mario tomó las llaves de la ambulancia. Una vez dentro y después de mucho tiempo de no hacerlo hizo la señal de cruz sobre su rostro. Encendió el vehículo, prendió las sirenas y avanzó hacia la Compañía Minera Guadalupe.

vio cómo las personas ya se acumulaban en las calles, otras mujeres corrían tras la ambulancia y lloraban. Al tomar la carretera no podía avanzar más. La gente se le atravesaba y después un tiempo llegó.

Mario describía el ambiente fuera de la mina como de dolor. Era de llanto y desesperación. La gente se arremolinaba afuera de la cerca y hacía plegarias mezcladas con lágrimas para poder entrar. Y estaban dispuestos a hacerlo a como diera lugar.  Las puertas estaban cerradas.

“Cuando me vieron llegar en la ambulancia (que fue la primera que entró y la única del pueblo) cuando abrieron las puertas para que pasara mucha gente aprovechó y se metió”, afirmó el doctor.

Tardaron ocho horas y media en hallar los primeros ocho cuerpos. En la madrugada del primero de abril, aproximadamente a las 2:00 horas, eran los cuerpos de quienes estaban trabajando en los primeros cañones.

Habían explotado dos minas; La Mina 2 y la Mina 3. Murieron 151 mineros y ese día murieron dos más por el gas que había en la mina, que suma un total de 153 mineros fallecidos. “Uno de ellos se engasó a las dos horas de la explosión y el segundo no recuerdo como” mencionaba Mario, intentando hacer memoria y recordar la causa de muerte de la otra persona.

Por la investigación y el acceso que tuve a los documentos del día de la explosión, pude conocer los nombres de los dos mineros que murieron engasados. El primero corresponde al Minero Manuel Saldívar Alonso, con la ficha de trabajo número 20188. Era misceláneo interior y tenía 46 años, quien falleció a las 18:45, del mismo día de la explosión. El otro, era Felipe Coronado Martínez, con la ficha 20301, también misceláneo interior y contaba con 22 años al momento de su muerte y quién falleció el mismo día a las 19:54.

A Mario lo acompañaron otros doctores para asistir a la recuperación de los cuerpos. Era el doctor Hermiro y el doctor Sandoval, quién era el doctor de la empresa que asistía a los trabajadores. Tiempo después se unió el doctor Paco Morales.

A los primeros ocho cadáveres los velaron normalmente, fueron reconocidos de inmediato. Los colocaron en ataúdes que llegaban de diferentes funerarias de Sabinas, Nueva Rosita y otras ciudades colindantes con el pueblo. A ellos, los cadáveres, los entregaron a sus familias, los velaron y los sepultaron en el panteón de Barroterán.

Minero (Foto: Omar Navarro).

 La causa de la explosión

La causa de la explosión hasta ese entonces que más se comentaba, recuerda el doctor Mario:

“Se dijo, era que se querían unir las mina dos con la mina tres, por medio de un conducto. Ya había señales de los mineros con experiencia comentaban la presencia de gas acumulado. La gente decía que iba a ver problemas. Un sábado antes de la explosión unieron las minas, pero con el mismo ventilador tenían para una. El domingo descansaron, no trabajaron, el lunes trabajaron los del turno de primera y la explosión ocurrió en el turno de segunda.”

El ventilador, el único ventilador no fue suficiente para sacar el gas de las dos minas, por lo que esto provocó una gran acumulación de gas. Se creé que el gasero (quien era el encargado de medir el gas) de nombre José Rivas Castillo, con la ficha 227, se adentró con una lámpara. Posiblemente el gas le apagó la misma lámpara. José tenía orden de que cuando se apagara la lámpara debería regresar a un lugar donde no hubiera gas y prenderla.

“Tal vez no lo hizo, y prendió el cerillo ahí mismo y fue ahí donde ocurrió la explosión”, comentó Mario. 

Esta teoría podría ser verdad, ya que el cuerpo de José Rivas fue el único cuerpo que presentó mutilamiento, precisamente el de su brazo.

La explosión de las minas Guadalupe, pudo ser una de las peores tragedias. El periódico EL Sol del Norte, del miércoles 10 de abril del año 1969, pública una nota escrita por Thanis Molina en la cual, afirma que todas las minas de la Compañía Minera Guadalupe en Minas de Barroterán, estaban unidas. La 2 estaba unida con la 3, la 3 con la 1 y la 1 con la 4. Tanto es así que las minas 1 y 4 sufrieron daños.

La 3 al momento de explotar aventó el tapón que la unía con la 1, de este modo llegando los daños a esas minas (4 y 1) y hasta ese momento, abril 1969, se encontraban trabajando para la limpieza y reparación de estas minas, debido a la explosión. Además, el mismo periódico afirmó que había por lo menos 20 personas trabajando en la mina cuatro. Dos cadáveres fueron encontrados en los cañones de la mina 4. Se informó que estos habían llegado ahí debido a la “magnitud de la explosión”.  

Para reconocer los cadáveres hubo muchos detalles; por medio de los cheques que traían en las fichas, por los números de lámparas, algunos traían llaves de los candados de las canastillas (los baños).

“Al sacar el cuerpo se revisaba si traía las llaves, se checaban todos los candados hasta que abrieran. Sacaban las pertenencias de las canastillas y ahí venían identificaciones, etcétera”, recordó Mario clavando la mirada sobre una de sus manos que movía y al mismo tiempo apretaba contra su rodilla para controlar sus temblores.

Mario revisó todos los cadáveres, cuando se sacaban se llevaban de inmediato a los baños de la Mina 2 y comenzaban a hacer el reconocimiento. Elaboró una lista, en donde cada cuerpo que se reconocía y era entregado a su familiar se iba marcando con ángulo, de este modo se sabía si se habían rescatados todos:

 “Había una orden del gobierno, que si un solo minero no era rescatado, la mina sería su tumba. Y a la empresa y a los ingenieros encargados no les convenía”. 

Los ingenieros que estaban al frente eran el Ingeniero Gutiérrez y el ingeniero Derbez. Todos los cuerpos fueron rescatados y las minas de la Compañía Guadalupe siguieron trabajando hasta el año 1988.

Mario recuerda que en ese tiempo no se disponía de mucha tecnología para recuperar los cuerpos. Solo hubo muchos rescatistas con pico y pala para remover escombros. Se les pagaba diario y como iban saliendo de turno. Les daban $200.00, cuando en realidad los salarios eran de 30 pesos diarios. Hubo personas que aprovecharon el trabajo y lograron juntar algo de dinero. Todos los cuerpos fueron entregados correctamente a sus familiares, recordaba Mario.

“Yo estaba presente en cada reconocimiento de cuerpo para hacer los certificados de defunción.  Además de que la empresa tenía a sus doctores de Saltillo y de México, que junto con los de aquí, encontrábamos todas las pistas para saber de quién era el cuerpo”.

El último cuerpo

El 10 de mayo de 1969 se rescató el último cuerpo. Los últimos dos que faltaban ya estaban totalmente descompuestos, uno traía todo para ser reconocido; ropa, lámpara, botas, cheque, llaves, y estaba en el cañón en el que se suponía debería estar. Fue reconocido inmediatamente. El otro, no traía nada. Estaba totalmente desnudo. Ninguna señal para reconocerlo. “Ya sabíamos quién era, porque era el último en la lista, su nombre; Pablo Álvares”, me compartió Mario haciendo gala del recuerdo.

Pablo Álvares García era Campanero Interior, quien movía el material y además mandaba mensajes del exterior de la mina, al malacatero mediante unos cables de bajo voltio que al chocarlos emitían sonido.  Su número de ficha era 1443, era muy joven, tenía 26 años y se acababa de casar.

“Se ponía un poco difícil reconocerlo, pero me acordé de que meses atrás, él sufrió un accidente y fue al hospital a consultar conmigo, porque había perdido dos dientes superiores. Lo mandé al dentista para que le pusieran los dientes. El dentista le dijo que tendría que esperar dos meses para que le cicatrizaran.  Por lo tanto, le faltaban dos dientes”, recordó Mario. 

Mario pidió a los doctores que le revisaran la dentadura. Efectivamente, le faltaban dos dientes. Así corroboraron que se trataba de Pablo Alvares. De este modo se reconoció el último cuerpo.

Acta defunción del minero José Rivas.

En cuanto a los demás cuerpos también fueron entregados a sus familiares. Algunos querían verlos como estuvieran para estar seguros de que efectivamente se trataba de su familiar: “Se les avisaba que se iban a asustar… por como estaban, pero aun así los veían. Otros no los querían ver”.

Los ataúdes se entregaban cerrados.  A los últimos cuerpos los colocaron en bolsas de hule con cal. Esas bolsas las mandaban de Estados Unidos. Eran especiales, dentro colocaban los cuerpos y eran cerrados con zippers grandes. Los olores eran nauseabundos y nadie los aguantaba. Los doctores necesitaban un traje especial.

“Pensé que Barroterán se iba a desaparecer, veía pasar a los hombres a entregar los equipos. Decían que ya no iban a trabajar en las minas”.

Pero como ocurre en la historia de la Región Carbonífera, no fue así. Bajaron otros hombres, entraron otros a trabajar y la vida siguió su curso, la impunidad siguió su curso.

De los 153 mineros que murieron el 31 de marzo de 1968 seis tenían 18 años. Los mineros de mayor edad eran dos, ambos con 56 años.

“Tiempo después nos volvieron a llevar a la entrada de la mina para ver cómo la estaba acondicionando. La mina se estaba rehabilitando, con caídos, retenes, arcos, etc. Hasta que un día por alguna razón misteriosa se quemaron las oficinas, y se quemó toda la papelería. Ahí estaba todo lo relacionado con la explosión de las Minas Guadalupe; archivos, expedientes, averiguaciones. Se perdió toda la información y otros detalles. Ya nunca sabremos si el incendio fue accidental o intencional…”, afirmó el doctor. 

El mejor pago que recibió Mario fue el recuerdo que dejó en los habitantes de Barroterán. Pues cuando volvía, la gente lo saludaba con emoción por haber ayudado a reconocer a cada uno de los cuerpos. Mario tiempo después enterró aquella osamenta. Nunca más la tuvo en su consultorio ni en su casa. La devolvió al cuerpo al que pertenecía. El doctor Mario Martínez vivió los últimos años de su vida en Sabinas Coahuila, en donde murió en diciembre del 2020.

Después de la tormenta

En la explosión de Barroterán, como en otros desastres mineros, no se castigó a ningún responsable.  Las viudas y los huérfanos no quedaron pensionados y se condenaron a una pobreza y miseria. El sindicato no defendió a los mineros, Gustavo Díaz Ordaz solo mencionó en las páginas de su Quinto Informe de Gobierno “un trágico accidente en las minas de carbón de Barroterán” solo antes de decir que las minas de carbón de nuestro pueblo se podrían equiparar “con las más modernas del mundo”. Hoy, a 55 años de la explosión de las minas Guadalupe, sabemos que la minería continúa igual.

En 1988, la Mina Guadalupe fue visitada por el entonces presidente José López Portillo, quién tampoco hizo nada al respecto al ver una mina con largo historial de muertos en su interior.

Cuatro años más tarde de la tragedia, el 12 de agosto de 1972 a las 9:50 de la mañana, fallecieron cuatro mineros en la mina Guadalupe 2. Lino Nájera Gaytán, de 50 años, José Antonio Rodríguez Moreno, Esteban Gómez Palacios de 32 años y Ángel Moreno Meléndez de 57 años. El doctor Mario fue el encargado de dictaminar su muerte. Así, sus certificados médicos de defunción afirmaron que su muerte fue a consecuencia de intoxicación por “Inhalación de polvos de carbón”.

Lista de trabajadores que se encontraban dentro de la mina en Barroterán.

Seis días después, el 17 de agosto de 1972, a las 15:15 horas la muerte le llegó al minero Celestino Hernández Ramírez de 20 años. El trabajaba en la Mina 3 y, según el certificado médico de defunción, su muerte se debió al “atropellamiento por carros de carbón en el interior de la mina”. Nos encontramos ante una mina que no seguía las medidas básicas de seguridad, que a pesar de los accidentes constantes no asumía responsabilidad ni seguridad hacía sus trabajadores.

En aquellos años, cuando inocentemente realizaba está investigación, Mario me contó la historia de algunos mineros. La que más me llamó la atención fue la de Manuel Rodríguez Saucedo. Su ficha estaba numerada con el número 1936. Era misceláneo interior y contaba con 21 años al morir dentro de las minas Guadalupe.

Sus padres eran José Rodríguez y la señora Guadalupe Saucedo. Ellos estaban lastimados desde el año 1968, cuando uno de sus hijos pequeños, de tan solo 10 años fue a trabajar como ayudante a un circo instalado en Nueva Rosita. El niño nunca regresó a Barroterán. Hasta que al pasar de los días la población se conmocionó al enterarse del asesinato del pequeño. Un hombre lo había llevado con engaños a su casa. Lo violó y lo asesinó cortándole los genitales. Guadalupe no pudo superarse, meses más tarde, su hijo Manuel moría dentro de la mina.

Mario conocía a Manuel Saucedo. Siempre llevaba a consultar a su única hija de escasos meses:

“Una vez le dije: ya no vengas, tú niña está muy bien. Bueno, mejor si ven, para consultarte a ti porque estás muy flaco y se nota una anemia.”

Las Minas Guadalupe cerraron en 1988, pero no por accidente, sino porque ya no había carbón.

Después de la tragedia viene la celebración. En los años 70s y 80s se hizo popular la Feria del Carbón en Barroterán. La buena vida y el baile le gustan a los pobladores. Entonces conocieron a sus grupos favoritos; Bagdad, Tropical Florida. La feria era administrada por gerentes de la Mina Guadalupe. El 11 de julio es el “Día del Minero” porque en esa fecha se creó el sindicato de los Napoleones, se traían a grupos como Pegasso. tropicalísimo Apache. A los mineros y a sus esposas les gusta bailar.

Foto: Omar Navarro.

¿Hijo, caíste cumpliendo tu deber?

Era un lunes del año 2011. Me habían pedido una tarea relacionada con el tema de la Explosión de las Minas Guadalupe. En ese entonces era alumno de la Escuela Secundaria “General Barroterán”. Secundaria que fue construida por iniciativa de las empresas mineras y del sindicato, según los pobladores. Cada 31 de marzo, el Sindicato Sección 303 de AHMSA y la secundaria realizaban en conjunto un evento para celebrar el “aniversario” de aquella explosión. La tragedia era tratada como un logro más de la minería.

Entonces se hablaba de mineros valientes que pasarían a la historia como héroes porque perdieron la vida dentro de una mina donde abundaba la precariedad.

El evento era realizado como costumbre en la plaza principal de Barroterán; en el Monumento al Minero Caído. Un monumento de tres metros de altura, de bronce y latón; una madre sosteniendo a su hijo minero muerto, una imagen que evoca a la Virgen de la Piedad. Pasan sobre una columna en donde están grabados los 153 nombres de los mineros muertos en las minas Guadalupe. Aquello que los habitantes presumen como icónica.

Entonces aparece la frase: “Hijo, cumpliendo tu deber”. Una madre aceptando la muerte violenta en la mina de su hijo, sin esperanza y con resignación a que la muerte es normal en cualquier tipo de mina en Coahuila.

En aquel evento todos los alumnos participaban. No tenían de otra. A parte de que era obligación algunas maestras y maestros negociaban las calificaciones finales por tal de declamar una poesía absurda sobre la tragedia de Barroterán.

Yo llevé una entrevista, la cual es parte fundamental de esta crónica, la entrevista al Doctor Mario. El profesor de historia la leyó a cortones. No me dieron crédito y el evento continuó hasta que la representante del municipio llevó un arreglo de flores naturales ante la estatua del susodicho minero. Aquel evento carecía de memoria.

El programa era el mismo año tras año, sólo se cambiaba la fecha como machote burocrático. No se invitaba a las viudas, a las familias, a los sobrevivientes y, mucho menos, a los rescatistas. 

Hoy tras el cierre de AHMSA y el Sindicato Sección 303, la tragedia parece ocultarse, ya no se les recuerda con orgullo, pero tampoco con memoria y justicia.

Modesta Aracely Robledo, huérfana a causa de accidente minero.

Aquí todo es carbón. Hay una tortillería llamada el Minero. Hay una tienda de abarrotes llamada el Minero. Hay un monumento en “honor” al minero. Hubo una pescadería llamada el Minero. Hubo una glorieta por casi siete años que hacía alusión a la extracción del carbón. Hubo también una feria; la Feria del carbón, manejada por los empresarios carboneros. Hubo minas, cocedores, coquizadoras.

Hubo padres que ya no regresaron, hijos mutilados, conocidos que pese a las circunstancias lograron sobrevivir al trabajo mismo y hoy tienen una miserable pensión y el cuerpo desgarrado. Todos, todos tenemos un conocido o familiar que murió dentro de las minas.

Las mujeres en Barroterán no existen hasta que se convierten en viudas. Entonces, toman su identidad: “las viudas del 69”, “las viudas del carbón”, “la viuda de Sixto”. Las viudas, las mujeres de Barroterán a las que el sindicato jamás les otorgó las ayudas que les llegaban.

Aquellas viudas que Pablo Guzmán, gerente de la Mina Guadalupe desalojó de sus casas; casas que sus esposos pagaban con descuento en nómina y que una vez muertos en la explosión se encargó de adueñarse de las casas y desalojar a las viudas junto con sus hijos, sin nadie que las defendiera. Las viudas que salían en los periódicos con encabezados que afirmaban haberles pagado miles de pesos y que jamás ocurrió.

Las empresas, los sindicatos y el gobierno han construido su historia. Durante 100 años se nos dijo maravillas del carbón y se construyó una escuela de la que egresaron los geólogos y los ingenieros en minas. Nunca se nos habló de las enfermedades, de las desigualdades ni de los peligros a los que estamos condenados como habitantes de una zona de sacrificio por tal de generar energía o acero.

La historia tiene que cambiar, ahora hablemos de responsabilidades, de acceso a la justicia, de medidas de no repetición. Que la memoria, la verdad y la justicia sean nuestra nueva santísima Trinidad.

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